El trastorno de Ana se llama ortorexia, se define como
el hecho de consumir alimentos saludables de
manera enfermiza y obsesiva. Se le clasifica como ‘una enfermedad disfrazada de
virtud’, lo que la hace más peligrosa.
La ortorexia nace del inocente anhelo de mejorar los
hábitos alimenticios, con énfasis en la calidad y la pureza de los platillos;
se vuelve más y más importante qué, por qué y cuánto comer. Aparece, al mismo
tiempo, el terror de cometer las mínimas fallas en el propósito, e incluso, las
culpas por adelantado.
Al inicio, los ortoréxicos evaden la comida rica
en grasas y azúcares. Le dedican cada vez más horas del día a la investigación,
planificación y preparación de las comidas. Registran un profundo malestar si
se alejan de sus reglas. Terminan por aislarse de los demás porque su obsesión
les lleva todo el tiempo disponible.
Ana –como todos los que sufren de este trastorno– sostiene
su autoestima en el rigor de la práctica alimenticia, como consecuencia
presenta ánimo endeble y desnutrición; nada de una dieta balanceada, o la festiva
costumbre de comer ‘un poco de todo’, imposible imaginar una galleta de postre:
sólo se apega al régimen ‘perfecto’, el creado por ella misma.
También registra cierto aislamiento social porque la
vida entera de Ana gira en torno a la comida, situación que se incrementa
conforme se agrava la obsesión; cada vez le queda menos tiempo y voluntad para
otra actividad. Ana olvida la manera de comer de forma natural; llega a no
saber cuándo tiene hambre, la cantidad que necesita, ni se entera si ya está satisfecha.
El nombre del trastorno se lo da el doctor Steven
Bratman, en 1987, a partir de la unión de dos términos de origen griego: orthos y orexis, correcto y apetito, respectivamente. La ortorexia es
pariente cercano de la anorexia (sin apetito); uno persigue la pérdida de peso,
el otro, la salud; ambos restringen la ingesta de comida hasta poner en peligro
la vida.