A autores como él parece quedarles chica la promoción. De hecho, sus obras literarias hablan por sí solas. Es uno más de los duros de la literatura mexicana (alguna vez se definió a sí mismo como “escritor, opositor de casi todas las causas”), y con el paso de los años ha conseguido aferrarse a una voz narrativa que de entrada no resulta sencilla de leer, porque no sólo es exigente consigo mismo y con su trabajo, sino también con sus lectores.
Precisamente por ello hoy Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976) es de los mejores narradores que existen en el país, y acaso uno de sus principales méritos sea el de reinventarse en cada novela, tal como él mismo afirma en esta conversación: no en vano en el año 2010 la revista británica Granta lo hizo formar parte de su listado de los mejores escritores jóvenes en lengua española.
—Antonio, ¿cómo llegaste a una novela como Méjico?
—Es una novela que he estado trabajando durante varios años, no de manera articulada y continua, sino regresando a ella cada cierto tiempo, fracasando y volviendo a arrancar de cero.
—¿Cuál es la propuesta principal?
—Lo que quería era recuperar el mundo anecdótico, cierto lenguaje, incluso canciones… en fin, un pequeño mundo que ya no existe, que es el de la España de los años veinte y treinta en la que vivieron mis abuelos y nació mi madre. Por otro lado, quería hacer una suerte de juego de espejos con la actualidad mexicana, que es uno de los temas fundamentales sobre los que escribo y que me han interesado desde siempre.
—Me parece que es una de las novelas más importantes para ti en cuanto a este vínculo familiar que tienes con el texto, ya que no solamente es la historia, sino también está de por medio tu relación con la España de esa época al ser hijo de emigrantes.
—Sí, por supuesto, lo dices muy bien: es una novela construida de manera racional, inteligente y deliberada, pero que también tiene el elemento inocultable de la emotividad. Para mí es un tema al que le he dado vueltas cientos de veces a lo largo del tiempo: la condición de los migrantes y de los que descendemos de esos migrantes.
—¿Se trata de una respuesta a varias preguntas?
—No, para mí no hay respuestas posibles, y no las intento dar en la novela. Yo no soy un ensayista y el libro no es un ensayo sobre la identidad; se trata de una serie de cuestionamientos, incursiones, de inquisiciones en torno a esa identidad elusiva.
—Aunque tu parte sea la narrativa, como bien señalas, o al menos este libro no es un ensayo acerca de la identidad, supongo que tuviste que meterte dentro de un mundo que, si bien te resultaba familiar desde tu particular punto de vista, también tuviste que investigar datos históricos que son concretos y que señalas en la novela.
—Sí, implicó un trabajo de corroboración de la mayor parte del anecdotario que tiene que ver con lo que se contaba en mi casa, con lo que contaban mis abuelos y mis tíos respecto a la atmósfera de esos años…
—De ahí tú recuperas mucho de esas historias familiares.
—Sí, por supuesto, lo de Marruecos, por ejemplo, es la historia de un tío abuelo mío; el hermano de mi abuela pasó por una historia como la que se narra en el libro, eso fue parte del rescate de las historias familiares, y también implicó un trabajo a lo largo del tiempo que tiene que ver con la manera en que me apasiona el tema y que me ha llevado a muchas lecturas sobre la materia de la España de los años veinte y treinta, desde luego la Guerra Civil española, historia, ensayo, la literatura de la época, digamos que la novela es un reflejo de todas esas lecturas.
—Hay una parte muy interesante donde León dice “con el fanatismo ciego de los héroes”, y me parece que también, en algún momento, lo que planteas en la novela es que la búsqueda de la libertad también se puede convertir en un fanatismo, con todo lo que eso implica.
—En el caso de León, que digamos es el que ejerce la militancia después de haber sido una especie de lobo solitario desengañado, se engancha en la militancia anarquista y desde luego que la lleva a cabo, con una suerte de credo fanático, como si fuera un hashashin, y termina justamente en estos callejones sin salida de la identidad en el momento de la victoria personal tras la gran derrota de la Guerra Civil española, pero por el camino también extravía la identidad; y lo que termina encontrando es una suerte de resignación, digamos, a esa meta que siempre es inalcanzable.
—De unos años para acá se habla de la violencia en la narrativa mexicana en cuanto a que refleja los fenómenos sociales que ocurren y que son lamentables. Yo sé que la violencia que tú plasmas en tus novelas no es gratuita… ¿qué piensas acerca de ello?, ¿crees que sí se presenta en algunos autores mexicanos o está plenamente justificada dentro del panorama de la narrativa mexicana?
—Creo que hay de ambas. Es verdad que existe el uso cosmético de la violencia en cierta narrativa que se escribe casi con el espíritu de los diarios sensacionalistas, de la venta de sangre, y que termina siendo un poco como la lucha libre, estos artificios que quieren representar la violencia, pero que terminan siendo un poco ridículos. A mí me parece una suerte de extravío del punto. Cuando me dicen, por ejemplo, que les parece como “tarantinesco” algo de lo que he escrito a mí me da horror, porque me parece que es una suerte de frivolidad el presentar algo como un espectáculo, cuando en realidad ha sido y sigue siendo doloroso para el caso de muchas personas en México.
“Pero también es difícil, si no imposible, entenderse con nuestro entorno, con lo que está pasando en México, sin echar mano del recurso de retratar esa violencia, pero luego intentar transformar en literatura. En mi caso siempre trato de cavar y clarificar los motivos detrás de esa violencia, y también intento que se dé mediante un uso también virulento del lenguaje, no caer en una especie de lenguaje inane, insisto, como de publicación sensacionalista, sino al contrario, poder transmitir con el lenguaje esa virulencia. Al menos en mi caso me interesa mucho más el estudiar y el acercarse a las víctimas de la violencia que a personajes como capos, sicarios, matones exóticos con granjas llenas de animales rarísimos, etcétera.
—¿Te ha generado algún tipo de problema el que exhibas esta violencia, me refiero a problemas con editores, con tu propia editorial, con lectores?
—Desde luego, uno asume que hay lectores que no les va a gustar lo que escribes y es el albur que se corre al publicar algo, y bueno, digamos que es una especie de karma y hay cosas que a uno le gustan. Yo me he peleado como lector con muchas obras que para algunos pueden ser fundamentales e intocables y para mí han sido motivo de irritación. Sí he recibido comentarios de lectores, pero tienen que ver más con la manera en que les afecta leer las cosas de las que he escrito, por ejemplo en el caso de La fila india, personas que no tenían como la plena conciencia de lo que pasa con los migrantes centroamericanos en México. Y con editores he tenido la fortuna de no tener ese tipo de problemas: no trato de construir de la mano del editor un libro. Sé que hay editores que les gusta trabajar de esa manera y escritores que lo prefieren, que les digan un tema, por ejemplo policiaco. A mí me parece que eso no funcionaría conmigo, escribir con ese pie forzado no lo desdeño, pero creo que yo no podría hacerlo.
—¿Crees que con esta violencia se corre el riesgo de encasillarse temáticamente? Es decir, no sé si para tu siguiente trabajo narrativo tú como autor de alguna manera te predispones a temas que son violentos y a temas que les puedes sacar jugo en cuanto a una narrativa que de alguna manera vende, y vende bien.
—Es cierto y me preocupa bastante el hecho de convertirme en un escritor predecible; a la vez tampoco quiero renunciar artificialmente a las cosas de las que me interesa escribir, entonces el método de trabajo que he encontrado para no volverme predecible es reinventarme en los diferentes libros y tratar de entender los trabajos anteriores casi como tierra quemada y no volver a hacer Recursos humanos dos o La fila india tres, sino hablar de otros temas, en otros tonos, con otras tesituras en el lenguaje, de ser posible, que son, al menos idealmente, lo que me guía. La fila india es una novela que casi se puede tomar como de denuncia frontal, mientras que por otra parte Méjico es una novela mucho más ambigua en cuanto a las cuestiones éticas.
—Sin embargo, en La fila india y en Méjico encontramos personajes que tienen algún parecido. Por ejemplo, en La fila india aparece la violación y en Méjico me parece que hay una segunda parte de este personaje que es violado, no me refiero a la novela en sí, al tema, sino al personaje.
—Es cierto, a veces uno tiende a regresar a la escena del crimen, casi literalmente, y reconstruir desde otro punto de vista y en otro contexto ciertos episodios que pueden resultar para uno como cardinales el contarlos, algo como lo que me señalas es crucial en las tramas de ambas historias y me parece que era necesario contarlo. Sí me inquieta hacerlo bien y que se justifique respecto a lo que cuento y trato de transformarme pensando que Scorsese ha hecho no sé cuántas películas de gánsteres y todas son muy diferentes unas de otras.
—Finalmente, dame tu opinión acerca de las ferias de libros.
—Mira, yo tengo una relación sentimental, así como de noviazgo perpetuo, he ido a todas las “files” y en mi infancia era un poco como la Navidad, porque vives en una ciudad donde generalmente no hay tantos libros, y muchas cosas que quería leer, que necesitaba leer, que me obsesionaban, las encontraba ahí. Además, a lo largo del tiempo me he sentado a escuchar a un montón de autores que para mí son básicos, en ese sentido le tengo adoración a la Feria Internacional del Libro (FIL)… Entiendo, también, que haya críticas y que exista gente a la que le parezca que es una especie de aspaviento el organizar este tipo de eventos cuando tenemos índices de lectura paupérrimos en el país, pero imagínate cómo estarían las cosas si no se hicieran. También hay que decir que desde el bando de los intelectuales se tiende a desdeñar el que verdaderamente existan lectores para los cuales es muy importante encontrar esos títulos, que normalmente no tienen al alcance de la mano.