CASSANDRA CIANGHEROTTI atiende la orden de la fotógrafa: “Cuando te avise gira rápido la cabeza para que tenga movimiento tu cabello”. La actriz voltea hasta quedar con la mirada en un muro blanco, espera la orden, la escucha y da vuelta sin convicción. No funciona. El pelo no se movió, la toma debe repetirse. Resignada, gira otra vez la cara, y con una mueca de sufrimiento espera la orden tres, cuatro, cinco segundos: “¿Ya? —pregunta—. Me da pena”.
Sí, a la mujer que ha interpretado a la sensual y aristocrática Nastasya Filipovna de Dostoievski; a Frida, la enferma psiquiátrica de Locas de amor; a la inocente, virginal y religiosa Doña Inés de Ulloa de Don Juan Tenorio y a muchos personajes más que incluyen una joven víctima de guerra, una novia neurótica y un fantasma criminal, una foto le da pena. “Mi vida es austera —explica—. No fuerzo a la gente para que me voltee a ver: mantengo un perfil bajo y busco que si la gente me ve sea por mi trabajo”.
Cassandra ríe poco, da respuestas largas mirando fijo a los ojos, protesta en todos los ámbitos y confronta casi a quien sea: a su padre, el actor Fernando Luján, a la corriente que ordena huir a Hollywood para triunfar, a las actrices que pese a no tener “disciplina, talento, ni profundidad” aparecen en las portadas de las revistas. E incluso a los directores que la eligen para protagónicos.
Faltan sólo horas para que viaje al San Diego Latino Film Festival, donde presentará la película Los parecidos, donde ella es una esposa golpeada que huye de su marido. Irene, su personaje, tiene un embarazo avanzado, barba y rasgos mutantes que la degeneran hasta volverla un hombre monstruoso.
En el avión a Estados Unidos irá Isaac Ezban, el director. Quizá él, de 30 años, y ella, de 29, esta vez choquen las copas. Pero Cassandra fue parte de una reciente guerra, a la que prefiere llamar “defensa de la verdad de un proyecto”. Busco ejemplos y ella responde con lo que quizá fue, dice, el momento más duro en su carrera: ”Los parecidos estuvo cabrón: usé (maquillaje) prostético, barba y todo era gore. La sangre me saltaba y yo con mi panza de embarazada. Decía: ‘Esto es lo menos sexi: un hombre embarazado con una barba que me pica’. No podía abrir bien la boca ni gesticular. Pensaba: si esto no queda padre me hundiré para siempre. ¿Esta película qué pedo?”.
—¿Qué hiciste?
—Le explicaba al director: “Crees que no, pero esto es una comedia”. Me decía “¡No!”, y yo llegaba a casa diciendo: “Voy a matar al director”.
Por suerte no hubo delito que perseguir: “Lo superé”. ¿Cómo? “Era un reto no hecho para cualquiera y tampoco ese papel me definiría como actriz”.
—¿Y ahora que viste lista la película qué pensaste?
—La película es un diálogo de los dos (géneros: comedia y terror) y hay ciencia ficción, algo muy poco explorado en el cine mexicano. No está basado en nada real, no hay nada identificable para que como actriz diga: aquí toco un sentimiento verdadero. Debía jugar con la imaginación y rompí el tabú de la guapa. Estoy contenta y orgullosa de haberla hecho.
Menos mal: sin aún estrenarse en México, la cinta —cuenta la historia de varios pasajeros que caen en psicosis colectiva porque se quedan atrapados en una estación de autobuses habitada por un ser diabólico— ha ganado los premios en todas y cada una de las 12 nominaciones de igual número de festivales en los que ha concursado. Porcentaje de bateo perfecto.
Desde niña, Cassandra —integrante de la mítica familia Ciangherotti— veía en sus padres separados a dos actores antagónicos. A su madre, Adriana Parra, el umbral ficción-realidad se le desdibujaba: “Hacía una escena donde debía llorar, terminaba, y los asistentes me mantenían alejada porque ella no podía dejar de llorar. En escenas dramáticas no podía salirse del personaje”. Su padre adoptaba otros métodos: en la casa que Cassandra visitaba los fines de semana, él fabricaba teatros en miniatura con origami, cajetillas de cigarro, muñequitos, pedazos de tela. Se grababa recitando poesía y tenía un cuarto oculto con todos los disfraces de sus obras de teatro. En el camerino, aunque tuviera una interpretación difícil, Fernando Luján entraba y salía del personaje como quien entra y sale de su oficina: “Sólo se concentraba y vocalizaba”, actuaba y listo, a vivir sin andar cargando ficciones. “Para él, la carrera es un oficio y le da igual: hace lo mismo una película increíble (Cinco días sin Nora) que gana en Rusia (el Festival Internacional de Cine de Moscú), que una telenovela cualquiera. Por eso chocamos. Le digo: ¿Cuál es tu criterio? ¿Cómo haces esa telenovela? No veo ni hago telenovelas: a México le hacen corto circuito en la cabeza. Por ellas estamos como estamos”.
—¿Y qué te responde?
—En realidad, mi papá también me ayuda a quitarme la veta de “soy ar-tis-ta” (hace cara de mujer glamorosa y se ríe). Me dice: “Cassandra, esto es un oficio. Con eso compré mis ladrillitos para hacer mi casa y pagué tu universidad”.
Al cumplir la mayoría de edad, Cassandra no estaba segura de querer seguir la tradición de su familia, los Ciangherotti-Soler, actores desde inicios del siglo XX. Lo suyo era dirigir teatro. “Teatro en serio: ese era el camino”, define. Apuntó alto: quería ser discípula de dos directores célebres: la francesa Ariane Mnouchkine o el inglés Peter Brook. Las intenciones, perfectas. El problema, la liquidez. Papá y mamá le dijeron que no podían pagar sus estudios en Europa. “Unos cabrones”, se ríe. Optó por una opción más modesta: abandonar su ciudad, Cuernavaca, para entrar en la escuela CasAzul Artes Escénicas Argos, en la Condesa: “Me metí a regañadientes, quería irme del país”.
Estudiar en México no significó entregarse a la pereza. “Hice el propedéutico tres semanas para ver si me aceptaban y me sentí chingón: por ejemplo, había que correr años sin parar y te gritaban: ‘¿Quieren esto de verdad?’ Y si alguien decía: ‘Estoy cansada’, era (Cassandra sube la voz): ‘¡Fuera, la actuación no es para ti!’ Ese pedo así, militar (cierra el puño y frunce la nariz), me encantó. Dije: esto es en serio y es para mí”.
Sí y no. Rodrigo Alonso, un maestro, detectó que la chica que venía de Morelos estaba poco curtida en la vida. “Yo era muy provinciana. Mis noviecitos me llevaban y me traían. Y en CasAzul mis compañeros decían: ‘¡Quién es esta fresa!’ Hasta que ese maestro me dijo: ‘Quiero que todo el fin de semana viajes en metro. Si no te subes, no puedes seguir viniendo a la escuela’”. Y otros momentos ásperos vinieron pronto. El maestro José Caballero le hizo hacer un ejercicio dramático: “Salió fatal. A mí y a otros nos regañó. Dijo: ‘Esto es una mierda’, y lloré una semana”.
Años después llegó el día de su graduación: Cassandra debía interpretar a Doña Inés de Ulloa, prometida de Don Juan Tenorio.
Al concluir la obra, Caballero, el mismo maestro de “esto es una mierda”, le dijo: “Quiero hablar contigo”, y empezaron a caminar. Hubo segundos de incertidumbre. “Me llevó a una ventanita —recuerda la actriz— y me dijo: ‘¿Cómo haces?’”. Es decir, su propio maestro le pedía una lección. “Que él me preguntara cómo interpreté al personaje fue una especie de: quiero saber para enseñarles a los demás lo que tú lograste. Y eso fue la culminación de un proceso”.
—¿Y durante la carrera tus maestros decían algo de tu talento?
—(Cassandra hace un arco con la mano sobre su boca y murmura) Sé que es muy presumido decir esto, pero todos me amaban —ríe.
Pero quizá para Fernando Luján su hija no estaba del todo graduada. Una tarde se sentó a ver la obra La piel en llamas en la que ella actuaba. El fotoperiodista Frederick Salomon vuelve 20 años después al país que catapultó su éxito con una fotografía de una niña víctima de un atentado durante la guerra. En horas recibirá un premio. Hanna (Cassandra), una periodista, lo entrevista y le cuestiona que se haya enriquecido a costa del sufrimiento. Cuando el debate entre ambos concluye, ella le revela: “La niña de la foto soy yo”.
Afuera del teatro, Luján encaró a su hija: “‘Ten cuidado. Si no haces la diferencia (entre realidad y ficción) te vas a lastimar’. Lo oí y pensé: está loco, no entiende las nueva generaciones. Pero cuando la temporada acabó terminé en el hospital con crisis de angustia y ansiedad: para actuar me metí en territorios personales, incluí a la familia, y eso hace daño. Tocaba fibras reales”, dice.
—¿Hay algún gran actor que sea tu maestro involuntario?
—Daniel Day-Lewis. Es muy cabrón lo que hace: siempre que termino una película suya quiero tener el guion en mis manos para saber si estaba escrito lo que hizo. Me vuela la cabeza ese cuate.
—¿Y a ti en qué te gustaría mejorar?
—Mmm (calla ocho segundos y ríe). Aunque mi papá dice que soy médium porque canalizo el alma del personaje hasta meterlo en mí, quisiera sentirme la otra persona: elevarme al personaje y empatar mi alma con la suya. Al verme aún me digo: ¡ash, ese tono, esa inflexión, pude hacerlo así y elevar mi apuesta!
—¿Cuál es tu mayor reto como actriz?
—La comedia es lo más fino y complejo que puedo alcanzar. Y no hablo de la comedia de chito-chito me hago el chistoso, sino la comedia donde le crees al personaje que llora, y su llanto te da risa.
Cassandra fue a ver a su padre al teatro hace cinco años. En Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, Fernando Luján interpreta a Joe Keller, empresario que en la Segunda Guerra Mundial vende piezas de aviación defectuosas al Ejército de Estados Unidos: causa la muerte de 21 pilotos, entre ellos su hermano Larry. “En esa obra había un momento en que él pedía perdón y me conmovía —dice ella—. Y conmover es lo único que vale como actor: que pongas al espectador entre realidad y mentira, y diga: va a llorar en serio. Veo a mi papá como un actor estoico, elegante, conciso y como los de antes: capaces de hacer monólogos, fabricar pelucas; estudió esgrima y construye personajes muy complejos. Hoy le das una lana a un publicista y tu carrera es ¡waw!”.
La publicidad le molesta. Y que la perturbe que los actores de hoy compren espacios en los medios puede tener un viejo origen. De chica, cuando vivía con su madre, Cassandra estudió en la Escuela Waldorf de Cuernavaca. Ahí, los estuches y cuadernos los crean los alumnos, que no pueden llevar al plantel artículos con estampados. La tienda no vende comida chatarra ni industrializada. “Era muy importante que todos fuéramos iguales. Había una filosofía dirigida al arte y la tierra: eso influyó muchísimo en mi forma de ser. Nunca he pagado por publicidad (entrevistas compradas). Mi vida es austera: no creo en forzar a la gente para que te voltee a ver: mantengo un perfil bajo, y busco que si la gente me ve sea por mi trabajo. Muchas actrices no tienen disciplina, talento, ni profundidad, pero tienen diez portadas. Favorecen que la mujer sea objeto: no tengo problema en que una chava hermosa esté en ropa interior en una portada; el problema es que en México esa portada está junto a otra con cuatro muertas que aparecieron en Toluca”.
¿Cómo entrena sus papeles? Arrojándose a la calle. En la serie televisiva Locas de amor debía interpretar a una desequilibrada mental. “Por eso me metí al metro y daba vueltas por todos lados para buscar locos: encontré casos increíbles”. Y en El refugio de los insomnes, la película que acaba de filmar, trabaja en una tienda tipo Oxxo o 7-Eleven. Hizo algunas gestiones y consiguió permiso para ser cajera. “Quería que los clientes creyeran que yo era una empleada: me la compraron. Y me di cuenta de algo: (un actor) puede ser cualquier cosa. No tiene sentido lo de: yo no podría hacer esto”.
Ganadora del premio a Mejor Actriz del Festival Internacional de Cine de Amiens y de la misma categoría en el Festival Pantalla de Cristal, recibe propuestas una tras otra. “Me dedico a leer guiones. Espeluznante: es cansado y hay unos muy malos. Además, en México es muy difícil encontrar personajes femeninos interesantes: las historias las protagonizan los hombres y la mujer sólo acompaña”.
—El año pasado hubo récord de películas mexicanas (79), pero da la impresión de que ninguna cimbró. ¿Evalúas irte del país?
—Surgió esa posibilidad y un amigo actor me dijo: “Te vas, te va bien, ¿y luego cuál es tu plan?” Mi plan siempre será regresar. No se trata de estar allá o aquí, sino hacer cada proyecto lo mejor posible. Yo me involucro hasta la médula: cambio el guion, con Isaac (Ezban, director de Los parecidos) tuve peleas porque le decía: “¿Qué están diciendo aquí?” Muchos actores me dicen: “Cassandra, si la película queda mal no es tu pedo: tu chamba es actuar”. Y yo digo: quiero que despertemos y nuestro nivel sea distinto. En 2015 se produjeron muchísimas películas, pero las más taquilleras sin complejidad. No iluminaban, no nos reflejaban como sociedad.
—¿Qué será lo que pasa?
—Hay fuerzas que no quieren ver al arte como arma: la sociedad puede cambiar en la medida que más comprometido sea el arte. Todos (los contenidos) se mantienen políticamente correctos. Y yo no puedo estar en eso porque… ¡podría pero no puedo! Ve las revistas: en un país de 120 millones de morenos no hay morenos en las portadas. ¿A qué jugamos como país?
—Dices: el arte es un arma. ¿Los actores tienen alguna función en este país de sangre, muertos, mujeres desaparecidas?
—Los fans son negocio, son puntos. Si pongo puras selfies en mi Instagram porque me da followers, ¿cuál es el mensaje a esa gente que te ve hacia arriba? Lo que hay que hacer es creer en los discursos: yo no podría hacer una película que diga “las drogas están mal, no fumemos marihuana, el gobierno es sagrado, y lo que hizo (el presidente) Felipe Calderón está muy bien”. Ni tampoco interpretar mujeres de coeficiente intelectual bajo.
—Son feminicidios en pequeñito…
—Exacto. Es violentar a la mujer, hacerle una lobotomía. Seguimos interpretando a Hidalgo y Pancho Villa. ¿Y los personajes de las mujeres que nos ayudaron a votar? ¿Dónde están las películas sobre la (heroína de la Independencia) Güera Rodríguez, sobre (la fotógrafa y activista social) Tina Modotti?
Cassandra termina la entrevista y hace cara de susto. “Todo lo que dije… ¡Me van a odiar mis compañeras!”, dice, ríe y pasa a otra cosa: en realidad nada le importa si la misión es seguir en combate. Con su blusa sencilla, sus jeans negros y unas simples botitas, libre de maquillaje, mira a la cámara.
Sin frivolidad, hay quien puede ser diva.