Hay que darle crédito a los norcoreanos; lo hacen todas las veces. El resto del mundo está enfocado en otros lugares y problemas peligrosos: una guerra civil desarrollándose en el mundo islámico; la propagación del yihadismo terrorista; refugiados fluyendo por millones fuera de una Siria asolada por la guerra; la caída del mercado bursátil de China y el desplome en los precios del petróleo.
Luego, en el momento justo, el pequeño y regordete Kim Jong Un hace algo —tal como su padre, Kim Jong Il, solía hacerlo— que nos recuerda: oh, diablos, ese lugar otra vez.
Corea del Norte llevó a cabo su cuarta prueba de un arma nuclear el 6 de enero. Pionyang de inmediato anunció que la bomba detonada era un dispositivo termonuclear de dos etapas, por lo demás conocido como una bomba de hidrógeno. La posibilidad de que esta no fuera una bomba H es en lo que los funcionarios en Washington, y su caja de resonancia en los medios de comunicación tradicionales, se enfocaron en la secuela inmediata de la prueba.
Los expertos creen que la bomba detonada por Pionyang probablemente fue un híbrido, en el que isótopos de hidrógeno se usan para aumentar los resultados de dispositivos de fisión convencionales. Pero como dice Stephan Haggard, observador de Corea del Norte para el Instituto Peterson de Economía Internacional: “El punto principal no está en los detalles técnicos, sino en lo obvio: Corea del Norte está desarrollando activamente su capacidad nuclear y también, en paralelo, sus capacidades de misiles”.
Como en las secuelas de las tres pruebas anteriores, el mundo exterior ahora se enfoca en lo que puede hacer respecto a Corea del Norte y su programa nuclear. Y sin importar cuán deprimente pueda ser oírla, la respuesta probable (de nuevo) es: ni remotamente suficiente para persuadir a Pionyang de deshacerse de sus armas nucleares.
El dilema central que enfrentan Washington y sus aliados es este: Pionyang cree que poseer armas nucleares es una garantía de la supervivencia del régimen. Conservar la dinastía familiar Kim es la principal prioridad en Pionyang. Todo lo demás es secundario. Y tener armas nucleares en su bolsillo —diez a dieciséis de ellas ya, según los analistas de inteligencia, con docenas más por venir— es el recurso de seguridad máximo de Kim. Nadie comenzará una guerra en la península coreana mientras él las tenga. Sin duda es por esto que el gobierno norcoreano, en su declaración anunciando la prueba, enfatizó que Pionyang sería una potencia nuclear “responsable” y no usaría sus armas primero en un conflicto. El mundo exterior —incluida China— ve esa promesa con gran escepticismo.
Hubo una época en la que parecía como si Corea del Norte estuviera dispuesta a intercambiar su programa nuclear por dinero y energía. El presidente Bill Clinton negoció el llamado Marco Acordado en 1994, el cual se suponía que haría eso. Y el régimen sí tomó algunas acciones para refrenar su capacidad de producir bombas nucleares alimentadas con plutonio. Pero a principios de la administración de George W. Bush, Estados Unidos descubrió que Pionyang tenía un programa secreto para desarrollar una bomba de uranio, y cualesquiera progresos que se habían hecho hacia una resolución nuclear estallaron. En el segundo periodo de Bush, la Casa Blanca fue persuadida por sus aliados —Corea del Sur y Japón— de unirse a China en las llamadas Conversaciones entre Seis Partes, las cuales de nuevo trataron de empujar la roca nuclear cuesta arriba.
Esas conversaciones fracasaron, y el presidente Barack Obama concluyó durante su primer periodo que ejercer la acción para hacer que Pionyang renunciara a sus armas nucleares posiblemente no daría frutos. Más bien, dirigió su energía diplomática hacia Irán, el cual había dado señales de una voluntad de llegar a un acuerdo sobre su programa nuclear.
Ahora llega, como dice Haggard, el guion familiar: la condena internacional a Corea del Norte, una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU, hablar de endurecer las sanciones y todos los ojos mirando esperanzados hacia Pekín. China podría, si lo deseara, infligir suficiente dolor económico, como el único socio comercial significativo de Pionyang, para motivar a Corea del Norte a “alterar su trayectoria”, como lo dice Haggard.
HIJO DE TIGRE: Kim Jong Un está determinado a demostrar su dureza desde que su padre murió, en 2011. FOTO: KCTV/KYODO/AP
Hay medidas que Estados Unidos y otros gobiernos pueden tomar para tratar de forzar a Kim a mejorar su comportamiento. Obama ha descrito a Corea del Norte como uno de los países más duramente sancionados en el mundo, pero Bruce Klingner, exanalista de la CIA, dice que no es cierto. “Washington ha castigado menos entidades norcoreanas que aquellas en los Balcanes, Birmania, Cuba, Irán y Zimbabue”, manifiesta. Klingner argumenta que Estados Unidos debería sancionar a todas las compañías e instituciones financieras extranjeras que asistan a Corea del Norte en su programa nuclear y de misiles. También argumenta que Washington debería prohibir a las instituciones financieras que hagan negocios con violadores norcoreanos de las resoluciones de la ONU el tener acceso a la red financiera de Estados Unidos, una medida que estaría destinada principalmente a China. Y, de hecho, ambas cámaras del Congreso de Estados Unidos tienen una legislación lista para hacer precisamente eso, legislaciones a las que hasta la fecha la administración de Obama se ha opuesto.
Así, la cuestión central, como lo ha sido después de toda prueba nuclear anterior, es: ¿qué hará Pekín en respuesta a la provocación más reciente de Pionyang? La respuesta inicial no fue alentadora para quienes esperaban un momento de “estamos hartos, vamos a ponernos rudos”. El ministro del exterior pidió una reanudación de las Conversaciones entre Seis Partes, una respuesta que exasperó a un viejo diplomático japonés que trabaja en Corea del Norte. “Vamos a necesitar mucho más que eso de los chinos”, dijo.
Hay pocas dudas de que China puede lastimar a Corea del Norte. Puede cesar sus exportaciones de petróleo y gasolina de la noche a la mañana, así como el comercio de artículos que van y vienen entre los países todos los días. Si a eso se le aunaran acciones de Corea del Sur y Rusia para cesar su limitado compromiso económico con Pionyang, Corea del Norte más bien quedaría congelándose en la oscuridad.
La pregunta es: ¿ello importaría? Recuerde que a finales de la década de 1990, gracias no tanto a las sanciones económicas sino a la horrenda política local de Pionyang, decenas de miles de norcoreanos perecieron en una hambruna masiva. Refugiados desesperados cruzaron la frontera hacia China. Y aun así, el régimen, entonces liderado por el padre de Kim, nunca se rindió.
Pionyang merece la censura por violar de nuevo las restricciones de la ONU contra su programa nuclear y de misiles. Pero, como en el pasado, hay límites a cuán lejos irá Pekín. En una época en la que su milagro económico está desvaneciéndose y su mercado laboral se debilita, lo último que China quiere es convertirse de nuevo en un magneto de una cantidad significativa de refugiados. Y Pekín todavía, hablando geopolíticamente, preferiría que Corea del Norte exista a lo contrario (China no ve mucha ventaja en una Corea unificada y aliada de Estados Unidos en su frontera). Combine todo eso con la determinación obvia de Pionyang de mantenerse como una potencia nuclear y la realidad se entromete: con Kim Jong Un y Corea del Norte, lo que se ve es lo que se tendrá, una y otra vez.
—
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek