Tan pronto concluyeron los ataques del 11 de septiembre de 2001, aún estremecidos por la sorpresa, el horror y la tristeza, las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia de Estados Unidos se dieron prisa en evaluar la capacidad y las intenciones de un enemigo que acaba de manifestarse de una manera espeluznante. Dos escenarios les llenaron de temor: primero, un ataque inmediato con armas de destrucción masiva (nucleares, biológicas o químicas), y la determinación obsesiva de evitarlo tuvo consecuencias enormes. La más evidente: la desastrosa guerra de Irak. Aunque, hasta ahora, el esfuerzo ha tenido éxito, afortunadamente.
El segundo escenario —considerado entonces como el más probable— era una serie de ataques en símbolos no emblemáticos del poderío estadounidense, sino contra lugares comunes visitados por la ciudadanía: una bomba en Mall of America, en las afueras de Minneapolis; un tirador solitario en un partido de fútbol escolar en Ohio; un bombardero suicida explotando en una megaiglesia evangélica de las afueras de Houston. A la zaga del 11 de septiembre, el impacto psicológico de semejante ataque habría sido devastador. Habría dicho, sin rodeos: podemos golpearlos donde sea, en cualquier momento. Y así acabaremos con su estilo de vida. “He pasado muchas noches en vela pensando en eso”, dijo entonces Dale Watson, importante oficial de contraterrorismo del FBI en aquellos días.
Han pasado catorce años, y al fin ocurrió. El 2 de diciembre, durante una fiesta navideña en San Bernardino, a una hora al oriente de Los Ángeles. Catorce muertos, veintiún heridos; y de haber detonado una bomba, las bajas habrían sido mucho mayores.
El nuevo rostro del terror se ha revelado en Estados Unidos. Una pareja de jóvenes musulmanes, a quienes colegas y amigos consideraban personas comunes, se habían “autorradicalizado” y acumulado un pequeño arsenal de armas, jurando lealtad al grupo militante Estado Islámico (EI). Todo sin la menor sospecha del FBI o la policía local.
Tal vez Syed Farook y Tashfeen Malik no fueron reclutados por el EI y (hasta que comenzaron a disparar) sólo eran “simpatizantes” más que combatientes. Pese a ello, el FBI los había visto venir. No a Farook y Malik, específicamente, sino la amenaza que encarnaban. Desde hace meses, oficiales del FBI y del Departamento de Seguridad Nacional han percibido el peligro potencial de “ataques solitarios” por parte de “extremistas violentos nacionales” (HVE), y lo difícil que es rastrearlos y detenerlos. Recordemos cuán escalofriantemente premonitorio fue el testimonio congresista del director del FBI, James Comey, a principios del otoño: “Estos individuos ofrecen desafíos particulares porque no comparten el perfil de un grupo identificable. Su experiencia y sus motivos suelen ser claros, pero cada vez son más astutos y están dispuestos a actuar solos. Pueden obtener inspiración de narrativas terroristas, que incluyen material en inglés; de acontecimientos en Estados Unidos o el extranjero, que interpretan como una amenaza para los musulmanes; del éxito percibido de otros complots de HVE, como el ataque Fort Hood de noviembre de 2009; o incluso, por inconformidades personales”.
El ataque más mortífero en territorio estadounidense desde aquel 11 de septiembre —y el presentimiento de otros por venir— obligó al presidente Barack Obama a pronunciar un discurso, el 6 de diciembre, desde la Oficina Oval, con la intención de tranquilizar la estremecida nación, de convencernos de que existe la manera de defender la patria y derrotar al EI. Por supuesto, Obama no quiere ser un presidente de tiempos de guerra. Ha querido —y de hecho, ha sido— un presidente antiguerra, que sacó a nuestros soldados de Irak, redujo significativamente nuestra presencia en Afganistán, y se negó a participar en el conflicto de Siria (después de poner una “línea roja” que, más tarde, cruzó el dictador sirio Bashar al-Assad). Y muchas de sus declaraciones públicas sobre la “guerra contra el terror” —término que su Casa Blanca ha evitado— han sido, por decirlo amablemente, desafortunadas. En 2014, tuvo el mal tino de llamar al EI un equipo “JV” (jugadores universitarios). La mañana de los ataques de París, dijo que el grupo había sido “contenido”. Y justo antes del Día de Acción de Gracias, trató de asegurar a los estadounidenses que, después de lo de París, la administración no tenía informes de amenazas creíbles de ataques.
SÍ PUEDE OCURRIR AQUÍ: El dolor y la sorpresa de quienes conocían a la víctimas de Malik y Farook se diseminaron rápidamente por todo Estados Unidos, conforme un nuevo tipo de temor se apoderaba de la nación. FOTOS: FBI, CALIFORNIA DEPARTMENT OF MOTOR VEHICLES/AP; RICK LOOMIS/GETTY
La esencia de su discurso del 6 de diciembre fue tan poco notable como previsible: intensificar la campaña aérea contra el Estado Islámico; más esfuerzos de los aliados post-París; incrementar los requisitos de visado en el territorio nacional; pedir legislaciones más eficaces para el control de armas, a fin de que fuera más difícil que simpatizantes de grupos militantes, como Farook y Malik, compraran armamento pesado; y ningún plan para el envío significativo de soldados a Siria o Irak, aunque se habían destacado fuerzas de operaciones especiales para “acelerar” las ofensivas contra refugios del EI.
Sin embargo, resonó una pregunta que el presidente reconoció en su discurso, en parte porque era una pregunta pertinente y, también, porque nadie quiere escuchar una respuesta sincera: “Sé —dijo Obama— que, después de tanta guerra, muchos estadounidenses se preguntan si estamos enfrentando un cáncer que no tiene cura inmediata”. Respondió que “superaremos” la amenaza que representa el terrorismo, pero inteligentemente evitó citar un plazo, porque la respuesta sincera es que no existe una cura inmediata para este cáncer. Desde el 11 de septiembre, la guerra contra el terror ha sido llamada “la guerra larga”, porque eso es. A catorce años de los ataques del 11/9, los nacionales autorradicalizados que simpatizan con el EI o Al-Qaeda se han vuelto una realidad tan evidente para todos, como lo fueron para Comey y sus colegas antes del 2 de diciembre.
Y una de las preguntas críticas —quizá la más crucial a la zaga del ataque de San Bernardino— vuelve a evocar la máxima pesadilla terrorista, como hicieron los ataques del 11 de septiembre: ¿acaso la presencia de autorradicalizados (antes del 2 de diciembre, el FBI tenía más de mil individuos en su lista de vigilancia) facilita que el EI o Al-Qaeda ejecuten un ataque en este país con armas de destrucción masiva (ADM)? (Sabemos que el EI tiene, por lo menos, las armas químicas que capturó del Ejército sirio). ¿Tenemos aquí HVE con los conocimientos para fabricar y detonar una bomba sucia?
Funcionarios de seguridad e inteligencia deben estar haciéndose esas preguntas todos los días. El éxito señero de las administraciones de Bush y Obama ha sido evitar muertes masivas por un ataque con ADM en suelo estadounidense. No obstante, un ataque con ADM es complicado. Conlleva muchas partes móviles y materiales que no son fáciles de conseguir. Y hasta ahora, el éxito de prevenir semejante ataque, una vez más, hace que parezca una posibilidad remota.
Sin embargo, dos pistoleros que entran en una fiesta navideña y descargan sus armas no es una eventualidad remota. Y si ocurrió en San Bernardino, puede ocurrir en cualquier parte. Ese es el mensaje que querían transmitir Farook y Malik, una pareja anónima e inocua hasta el 2 de diciembre. Que hayan logrado su cometido marca una etapa nueva y aterradora en una guerra que no va a desaparecer.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek