COSECHA DE CADÁVERES
LOS ÁNGELES, CALIFORNIA.— La mañana del 19 de mayo de 1971, el dueño de un huerto de duraznos cerca de la ciudad de Yuba, en California, notó que en el suelo de su propiedad había una fosa; el tamaño y forma eran suficientes para alojar un cuerpo. Cuando la noche siguiente pasó por el mismo sitio, la fosa estaba llena y cubierta. El hombre, un ranchero estadounidense-japonés llamado Goro Kagehiro, llamó a la policía. Al día siguiente llegaron agentes a investigar, excavaron en el sitio y encontraron el cuerpo fresco de Kenneth Whitacre, un indigente de cuarenta años que había sido apuñalado y tenía la cabeza abierta con una herida de machete. La investigación siguió por días en el rancho de Kagehiro y en otro rancho más. Cuando concluyó, la policía había encontrado veinticinco cuerpos.
Durante las indagaciones del caso, que de inmediato llamó la atención de quienes vivían en la zona y de algunos medios de comunicación, un elemento apareció repetidamente: los cuerpos habían sido cortados de manera inusual, con un patrón específico. Todas las víctimas mostraban una profunda herida en el pecho e incisiones de machete en la cabeza, incluidos dos cortes en forma de cruz en la parte trasera. Una de las víctimas también recibió un disparo de bala. Todos fueron enterrados boca abajo, con los brazos estirados por encima de la cabeza y las camisas levantadas hacia arriba cubriendo sus rostros. Algunos también fueron enterrados con los pantalones abajo. Las víctimas fueron todas asesinadas en un periodo de seis semanas, un promedio de un asesinato cada cuarenta horas.
Cuando la información se empezó a distribuir en las redes de otros departamentos de policía de la zona, el de Marysville —la ciudad gemela de Yuba, al otro lado del río Feather— envió el registro de un hombre que fue atacado en un bar en 1970 con un patrón similar de heridas, y que había sobrevivido. Los sospechosos en aquella ocasión habían sido el dueño del bar, un hombre llamado Natividad Corona, y su hermano Juan.
Juan Corona administraba los grupos de jornaleros migrantes en los dos ranchos donde los cuerpos fueron encontrados. Tenía libertad de ir y venir a su antojo entre las dos propiedades, y fue visto ahí el día que los cuerpos fueron descubiertos. El 21 de mayo de 1971, Corona compró un pedazo de carne en una carnicería de Yuba City, firmó el recibo, lo dobló, y lo metió a su bolsillo. Cuatro días más tarde, el recibo fue encontrado en una de las tumbas. Este descubrimiento fue el que llevó al arresto de Corona la mañana del 26 de mayo.
El 4 de junio, nueve días después del arresto, la tumba número veinticinco fue encontrada. Esta contenía numerosos objetos que conectaban con la casa familiar de Corona, incluido otro recibo de un depósito en Bank of America con su nombre. En su auto se encontró sangre de los cuatro mayores tipos sanguíneos (A, B, AB y O), y también en sus botas, en su cuchillo, y en un machete que guardaba bajo el asiento del conductor en su camioneta pickup. Ciertos testigos dijeron a la policía que algunas de las víctimas habían sido vistas por última vez en esa camioneta.
En su casa se encontró un libro de contabilidad con 34 nombres y fechas, incluyendo a siete de las víctimas conocidas. La policía más tarde diría que las fechas registradas en el libro coincidían con aquellas en las que los hombres fueron asesinados, y que Corona habría por tanto matado a 34 hombres, no sólo a los veinticinco cuyos cuerpos se encontraron.
Algunos diarios aseguraron que las víctimas eran trabajadores migrantes mexicanos, pero esto no es correcto; la mayoría eran anglosajones sin hogar; gente cuya desaparición no sería muy notoria. Sólo veintiún de las veinticinco víctimas fueron identificadas. Muchos, no todos, vivían en el abandono, eran alcohólicos, y tenían antecedentes de debilidad mental o física. Muchos, también, fueron empleados por el propio Corona como trabajadores migrantes.
EL MAYOR ASESINO SERIAL
El 18 de enero de 1973, con el martillazo dado por un juez en una corte de California, un mexicano se convirtió en el asesino serial con el mayor número de víctimas hasta ese momento en Estados Unidos. Juan Corona, originario de Jalisco y residente de Yuba City, de 37 años de edad, católico, casado y con cuatro hijas, fue condenado por el asesinato en primer grado de veinticinco hombres que murieron por heridas provocadas por un machete.
La sentencia tardó dos años en llegar. Los cuerpos fueron encontrados en 1971 y Corona fue detenido poco después, pero debido a ajustes en su defensa legal y a complicaciones en su estado de salud, el juicio dio inicio en septiembre de 1972. Para su fortuna, o no, meses antes, en febrero, la Suprema Corte de California había declarado inconstitucional la pena de muerte, de manera que el máximo castigo que podía aplicársele era la cadena perpetua. Al final, el asesino del machete recibiría veinticinco sentencias de por vida, las cuales, hasta hoy, cumple en la Prisión Estatal de Corcoran.
La primera vez que leí algo sobre Juan Corona fue en marzo de 2015. Encontré su historia en archivos de internet principalmente bajo dos descripciones: asesino serial e inmigrante. En artículos publicados durante las cuatro décadas que ha estado en prisión y en algunos libros, Corona es presentado como un personaje lleno de luces y sombras. En ocasiones descrito como inteligente, asertivo y trabajador, según el libro Popular Crime,de Bill James, también se le conocía como una persona que bebía mucho, tenía problemas de temperamento y había tenido varios ingresos en un hospital psiquiátrico, según el seguimiento que se hizo del caso en medios de comunicación.
En varias ocasiones, estas descripciones buscan explicar los motivos que Corona pudo haber tenido para asesinar. Las referencias a los ataques esquizofrénicos que padeció durante buena parte de su vida, y a una supuesta homosexualidad reprimida que podría haberlo llevado a violar a algunas de sus víctimas —todas hombres— antes de matarlas, han dejado su marca en el retrato de este hombre cuyo registro en la historia es el de un monstruo. En Wikipedia, el crimen es descrito como “violación y asesinato”. En la página Murderpedia, que reúne información de asesinos seriales o célebres, se le describe como “asesino serial, violador homosexual”, y “sádico sexual convertido en asesino”. El grupo conservador Americans for Legal Immigration lo describe como “inmigrante ilegal y asesino serial”, y resalta el hecho de que era originario de México, fue deportado en una ocasión, y que todas sus víctimas, excepto dos, eran hombres blancos.
Aunque durante el proceso legal, a inicios de la década de 1970, algunos periodistas tuvieron acceso a Corona, y en los años posteriores el caso ha sido objeto de análisis jurídico y académico, no hay evidencia de conversaciones públicas de él con alguien más en años recientes, salvo una breve declaración en 2011, cuando su defensa solicitó libertad bajo palabra argumentando que su cliente padecía demencia y ceguera; la solicitud fue negada.
Las fotografías de archivo muestran a un robusto Juan Corona —cabello oscuro, cejas espesas, expresión confiada y un poco arrogante— durante el proceso legal en la década de 1970. Un nuevo Corona aparece en fotografías tomadas en apelaciones posteriores, avejentado, usando anteojos y con expresión grave. Su última imagen conocida, una foto tomada en 2011, es la de un anciano demacrado con mirada profundamente triste.
Juan Corona mató a veinticinco personas a cuchillo limpio y las enterró. Hasta ese momento, no había un hecho de esta magnitud en la historia de Estados Unidos: veinticinco personas, en veinticinco eventos separados, en seis semanas. No sólo eso: si las fechas de los expedientes son exactas, Corona estaba enterrando a una víctima mientras la policía encontraba los otros cuerpos. Y el hombre sigue vivo, purgando su condena. ¿Cómo vive una persona con ese peso cuarenta años después?
El 6 de febrero de 2015 decidí escribirle una carta a Juan Corona, la única manera autorizada que existe en Estados Unidos para comunicarse con un prisionero; el teléfono sólo puede ser usado si el interno es quien hace la llamada. Con letra de molde lo más clara posible, le dije que me interesaba hablar con él, y que por favor me indicara cómo hacerlo; le envié mi dirección postal y mi número telefónico. Escribí en un sobre su nombre, su número de identificación de presidiario y la dirección de la prisión de Corcoran; metí en él la carta, otro sobre con porte pagado dirigido a mí, y lo puse en el correo.
UN MIGRANTE LLAMADO JUAN CORONA
Juan Corona nació en San Antonio de los Morán, Jalisco. Tuvo un medio hermano, Natividad, once años mayor que él. Cuando Juan tenía diez años, Natividad se mudó a Estados Unidos y consiguió un empleo en Marysville, California, un pueblo 65 kilómetros al norte de Sacramento, la capital del estado.
Tan pronto cumplió dieciséis años, Juan siguió los pasos de su hermano. Era 1950 y el ingreso en Estados Unidos sin documentos representaba menos riesgo y esfuerzo que ahora. Juan encontró trabajo en un rancho local donde, dicen los testimonios de la época, se ganó el respeto de los demás por trabajador, a pesar de su carácter irascible. Tres años más tarde se casó con su primera esposa, Gabriella Hermosillo, en la ciudad de Reno, Nevada.
No era un secreto para nadie que Natividad era homosexual. Testimonios recabados en las biografías de Corona indican que su reacción al descubrirlo fue intensamente homofóbica. Aunque en ese momento este detalle no tuvo la menor importancia, en los años posteriores a los asesinatos se mencionaría repetidamente como una posible motivación para cometerlos.
Existe en los expedientes médicos de Corona un diagnóstico que establece que sufría de esquizofrenia. El primer registro claro de su padecimiento data de diciembre de 1955, cuando ocurrió una gran inundación: los ríos Feather y Yuba se desbordaron, un dique se rompió, y cubrió 240 kilómetros cuadrados con agua y escombros. El saldo fue de 38 personas muertas. Entonces Juan tuvo un episodio descrito como esquizofrenia severa: estaba convencido de que todo el mundo había muerto con la inundación, y que la gente caminando alrededor de él eran fantasmas. Unas semanas después, el 17 de enero de 1956, Natividad hizo que se internara en el Hospital DeWitt State, en Auburn, en donde se le confirmó el diagnóstico de esquizofrenia paranoide. Ahí recibió veintitrés tratamientos de electrochoque, y tres meses después fue dado de alta y deportado a México.
La segunda vez que Corona llegó a Estados Unidos fue unos meses más tarde; en esta ocasión lo hizo con una green card y decidido a darle un nuevo rumbo a su vida. Aceptando su condición mental, dejó de beber y fortaleció su devoción como católico. Para entonces ya se había divorciado de Gabriella; en 1959 se volvió a casar, esta vez con Gloria Moreno, quien sería la madre de sus cuatro hijas. En 1962 Corona obtuvo una licencia como contratista y empezó a tener a su cargo la selección y contratación de trabajadores para los ranchos productores de fruta en la localidad.
Fue en esa época también que Corona ingresó en el grupo denominado “cursillistas”, dedicado a revivir la religión entre los chicanos. Quienes lo conocieron afirman que asistía a misa tres veces por semana y rezaba el rosario con su familia todas las noches.
Para ese entonces, Natividad se había asentado económicamente. Era dueño de Guadalajara Café, conocido también como el Silver Dollar Saloon en Marysville —el lugar aún existe y quienes trabajan ahí aseguran que está embrujado.
Juan iba con frecuencia al café, aunque no bebía y rara vez hablaba con alguien; dicen que se sentaba en silencio y observaba a la gente. Entonces, la mañana del 25 de febrero de 1970, tuvo lugar un evento que años después sería citado durante su proceso judicial.
Un cliente llamado José Romero Raya fue brutalmente atacado con un machete en el baño del salón. Fue descubierto a la una de la mañana con tajos ensangrentados sobre la cabeza y con los labios completamente desprendidos, pero vivo y consciente. Natividad llamó a la policía. Romero Raya, quien dijo nunca haber visto a la persona que lo atacó, presentó una demanda contra Natividad, alegando que él o su café eran responsables del crimen. Aunque no hubo testigo alguno de que Natividad hubiera cometido el ataque, Romero Raya intentó obtener una compensación, por daños, de 250 000 dólares, y Natividad terminó por vender el salón y abandonar el país. El caso quedó sin resolver.
Posiblemente como consecuencia de este episodio, un mes más tarde Juan ingresó nuevamente en el hospital estatal DeWitt para un nuevo tratamiento de electrochoque. Un año después, en marzo de 1971, solicitó ayuda económica del Estado por primera vez ante la dificultad de encontrar empleo; su solicitud fue negada por considerarse que contaba con recursos suficientes para su manutención: era propietario de dos casas y tenía dinero en el banco.
Dos meses después, en mayo de 1971, empezaría a construirse el mito de Juan Corona.
EL JUICIO
Tan pronto inició su proceso, a Corona le fue asignada asistencia legal por parte de un defensor público, Roy Van den Heuvel, quien contrató a varios psiquiatras para realizar una evaluación psicológica y declararlo inocente. Un mes más tarde, Van den Heuvel fue reemplazado por Richard Hawk, un abogado privado. Poco después de tomar su defensa, e incluso antes de ver el récord médico de Corona o de leer alguno de los reportes, Hawk decidió que no usaría el recurso de argumentar enfermedad mental para declararlo no culpable, y despidió a los psiquiatras.
El 18 de junio Corona se quejó de dolor en el pecho en su celda de la prisión del condado de Sutter y fue llevado al hospital; sufría un ataque cardiaco moderado. Entre dolores de pecho en las semanas posteriores, el abogado Hawk obtuvo un cambio de prisión, de Sutter, al condado de Solano. El juicio empezó el 11 de septiembre de 1972 en la corte de Fairfield. La selección del jurado tomó varias semanas y, el juicio, otros tres meses.
Aunque Corona negó su culpabilidad, no fue llamado al estrado para testificar en su propia defensa, y no se llamó a ningún testigo. El jurado deliberó por ocho días antes de encontrar a Corona culpable de asesinato en primer grado con veinticinco cargos. El 18 de enero de 1973, el juez Richard Patton lo sentenció a veinticinco términos consecutivos de prisión de por vida sin posibilidad de salir bajo palabra.
Cinco años más tarde, en 1978, la sentencia de Juan Corona fue revertida por una corte de apelaciones que presentó una petición de su nuevo abogado, Terence Hallinan, argumentando que el equipo legal original había sido incompetente porque Hawk no presentó la esquizofrenia de Corona como un factor mitigador ni lo declaró enfermo mental en la defensa. El segundo juicio inició el 22 de febrero de 1982 y la defensa sugirió que habría sido Natividad quien cometió los asesinatos, aunque este ya había huido a México; su argumento fue la homosexualidad de Natividad. Hallinan llamó a más de cincuenta testigos de defensa al estrado, incluido al propio Corona, quien negó ser culpable. El juicio duró varios meses y el jurado volvió a sentenciar a Corona por los crímenes el 23 de septiembre de 1982.
Juan Corona fue transferido de Soledad a la prisión estatal de Corcoran en 1992.
PREGUNTAS SIN RESPUESTA
El 10 de julio de 2015, mientras revisaba mi correspondencia, encontré un sobre escrito con una letra que me pareció conocida: era la mía. El sobre que le envié a Juan Corona cinco meses antes, con mis datos escritos en él y un timbre postal con la bandera de Estados Unidos, estaba de vuelta. En la esquina superior izquierda, con tinta negra y letra temblorosa, se leía el remitente:
Corona C 58140
Corcoran State Prison
Sintiendo un vuelco en el estómago, lo abrí. Una delgada tira de papel, arrancada de una página de algún formato burocrático, contenía un breve mensaje fechado el 6 de junio de 2015:
Problem / Difficulty
…y me daba las gracias.
¿“Problema / dificultad” se refería a su imposibilidad de hablar conmigo, o estaba tratando de avisarme que él se encontraba en algún tipo de problema o dificultad? Viniendo el mensaje de un hombre de ochenta años, con demencia senil —y que mató a veinticinco personas—, ¿qué tan en serio había que tomarlo?
Los días posteriores a la recepción de la carta busqué alternativas para entrar en comunicación con Corona. De acuerdo con los lineamientos en las prisiones estadounidenses, un interno no puede recibir ningún tipo de visita a menos de que él mismo autorice al visitante asentando su nombre en una bitácora, y no puede recibir llamadas telefónicas, sólo hacerlas. Pero si el interno desconoce la intención de quien lo quiere visitar, ¿cómo puede autorizarlo? Intenté entonces ingresar en la prisión como miembro de la prensa. Me indicaron que eso tampoco era posible, salvo que se obtuviera autorización expresa del interno; la única alternativa era escribirle. Expliqué que escribí, que recibí un mensaje, y que me preocupaba que pudiera significar que el interno se sentía en riesgo. Me aseguraron que verificarían su estado en el interior del reclusorio, pero que sin su autorización no podía verlo ni hablar con él.
Escribí entonces una segunda carta dirigida a Corona, reiterando mis intenciones de comunicarme con él. Le pedí que, si era posible, me llamara por teléfono; y si no, que me incluyera en su lista de visitantes autorizados, que me lo hiciera saber por correo, y yo podría viajar a visitarlo. Nuevamente, incluí un sobre prepagado con mis datos en el destinatario.
Por esos días contacté a Víctor Villaseñor, un escritor mexicano-estadounidense conocido en Estados Unidos por sus libros sobre temas migrantes, chicanos, espirituales y sociales, que siguió durante meses el juicio de Corona de manera cercana. Con la información que recabó sobre los ocho días de deliberación que llevaron a su condena escribió un libro: Jury, The People vs Juan Corona, publicado en 1977, en el que sigue las discusiones entre los miembros del jurado y va presentando las dudas que todos tienen con respecto al caso.
“Durante todo el juicio, semana tras semana, he agitado la cabeza cada día en mi camino a casa diciéndome a mí mismo: ‘¿Cómo llevaron este caso a juicio?’”, cita Villaseñor a uno de los jurados durante el segundo día de deliberaciones. “Sin testigos presenciales y con todos los errores que cometió el sheriff, ni siquiera tengo idea de cómo pudieron arrestarlo”.
A pesar de la crudeza de los asesinatos, o tal vez por eso, muchas preguntas sobre el caso nunca fueron respondidas antes de dictarse la sentencia. La investigación, que cayó de pronto en las manos de las autoridades de la pequeña Yuba City, el condado de Sutter, los agarró desprevenidos y sin estar preparados para un caso de esta magnitud. De pronto se encontraron en un huerto excavando y encontrando cuerpo tras cuerpo, con los reporteros de diarios y televisión persiguiendo la escandalosa nota. Hay cuestionamientos sobre un manejo indebido de la evidencia y denuncias de juicios emitidos sin elementos.
En el caso de la primera víctima encontrada, Kennet Whitacre, algunos reportes indican que también habría sido violado, y en su bolsillo trasero había material pornográfico homosexual que podría haber sido “sembrado”. Se conjeturó que la violación y la siembra de la pornografía gay pueden haber sido intencionales para acusar a la víctima de ser homosexual, y que Juan Corona podría haber usado la acusación de homosexualidad como un último insulto a quien le desagradaba.
Sin embargo, un artículo publicado en 2010 en Appeal-Democrat,un sitio web de Marysville, disputa la existencia tanto de la violación como de la pornografía. “Numerosos sitios de internet han exagerado el alcance de la evidencia relacionada con el sexo en el caso de Corona. Algunas quejas afirman que Corona acosó o violó a todas sus víctimas, y que en los cuerpos se encontraron fotos y literatura pornográficas. Pero los crímenes sexuales nunca fueron parte de los cargos en su contra, y el entonces sheriff del condado de Sutter, Roy Whiteaker, afirma que las acusaciones de pornografía encontradas en los cuerpos son patentemente falsas”, explica el texto firmado por Nancy Pasternack y retomado por John B. Dickinson en su libro 25 asesinatos: buscando una razón.
Otras publicaciones posteriores a la sentencia, como el libro Burden of Proof. The case of Juan Corona, escrito por Ed Cray, asistente del abogado Hawk, sostienen también que hubo irregularidades en la forma en que se llegó a la sentencia. “Juan Corona fue sentenciado (…) porque no pudo probar que él no cometió el mayor asesinato en serie en la historia de Estados Unidos. En las cortes estadounidenses la comprobación de culpabilidad de un hombre recae únicamente en sus acusadores; el acusado no está obligado a decir o probar nada en su favor. Pero para Juan Vallejo Corona fue diferente”.
Uno de los jurados, una mujer llamada Naomi Underwood, dijo a los reporteros, inmediatamente después de dictada la sentencia, que ella había presionado para acelerar el veredicto, pero que en el fondo no estaba de acuerdo con él. En 1982 Corona emprendió su apelación, que perdió. En 2011, diagnosticado con demencia y próximo a cumplir los ochenta años, solicitó libertad bajo palabra, que le fue negada. Fue la única ocasión en que aceptó haber cometido los asesinatos. Cuando le preguntaron el motivo, respondió: “Estaban invadiendo propiedad privada”.
LAS CARTAS DEL ASESINO
Tras la sentencia que lo condenó a una vida en una celda, Juan Corona estuvo un tiempo bajo observación en la prisión de Vacaville, California. Ahí fue brutalmente atacado por cuatro internos mientras escribía una carta a uno de sus simpatizantes que creía en su inocencia: tan sólo en la cara recibió 32 heridas, pero ninguna de ellas demasiado profunda, “como si sus atacantes no hubieran querido matarlo, sino desfigurarlo”, me dijo Villaseñor. “En inglés, los reporteros pusieron que los asesinados eran trabajadores migrantes, y cuando leyeron la palabra migrante, pensaron que eran mexicanos; pero Corona no mató a ningún mexicano”, afirma el escrito, apuntando a la que podría haber sido la razón de los ataques dentro de prisión.
En una cirugía posterior le fue removido el ojo izquierdo y fue trasladado a la prisión de Soledad, en el sur de Salinas, California. Aunque aún confiaba en tener un nuevo juicio, dejó de escribir cartas a sus simpatizantes pidiendo su apoyo.
En enero de 1974 su esposa, Gloria, presentó la demanda de divorcio, que le fue otorgado el 30 de julio. Gloria se cambió el nombre y continuó con su vida. En 1974 Natividad Corona murió en la ciudad de Guadalajara.
En el epílogo de The Jury, Villaseñor escribe que, aunque para los miembros del jurado el juicio de Juan Corona se convirtió en parte del pasado y regresaron a sus vidas regulares, Naomi conservaba algunas de sus preocupaciones y le escribía con frecuencia.
“Me contó que la Navidad pasada, la de 1975, recibió una tarjeta de Corona”, escribe Villaseñor. “La tarjeta tenía la imagen de un Niño Jesús. Una semana más tarde recibió una carta de Corona pidiéndole que le escribiera al juez Patton en apoyo para que se realizara un nuevo juicio. Naomi le escribió al juez, y luego le escribió nuevamente a Corona. Pero hasta mayo de 1976, no ha recibido respuesta”.
Mi segunda carta, la que envié a Juan Corona a la prisión de Corcoran el 19 de julio de este año, tampoco la ha recibido.