Un grupo de 78 niños y adolescentes de entre ocho y diecisiete años fueron rescatados en el municipio de Ramos Arizpe. Eran jornaleros agrícolas. Recogían calabazas y cebollines bajo temperaturas superiores a los 38 grados, en jornadas de entre diez y quince horas diarias.
Al final tenían que haber empacado tres mil piezas de ambas verduras; de lo contrario, no había paga. Cien pesos al día que se entregaban al término del contrato de tres meses.
La semana laboral era de lunes a domingo, aunque en este último día trabajaban hasta el mediodía. Empezaban sus actividades a las cinco de la mañana. Desayunaban café con un pan. Luego les daban de beber agua con sal para atenuar —que no evitar— la deshidratación.
Dormían en galeras, sobre “colchonetas” de hule espuma, los más afortunados; otros sobre pisos de cemento o tierra, en guacales de madera o cajas de refresco, bajo condiciones absolutamente insalubres.
Ellos representan el rostro de una esclavitud sin cadenas en pleno siglo XXI. La responsable era la empresa Prokarne, ubicada en el ejido El Higo, en el citado municipio del estado de Coahuila.
Fueron rescatados en operativos implementados durante dos días consecutivos. El grupo de jornaleros estaba compuesto por 307 personas, en su mayor parte provenientes de Hidalgo y Veracruz. Entre ellos estaban esos 78 menores, de trece a diecisiete años; un niño de ocho y un bebé de sólo doce meses.
Se trata de familias completas que fueron reclutadas en sus pueblos. Hombres en un vehículo, apoyados con un micrófono y bocina, recorrían las calles y los invitaban a trabajar en la pisca. Sólo les informaban que sería “en el norte”. No les indicaban el lugar preciso. Eso sí, para ser aceptados debían comprometerse a trabajar por esos noventa días.
El rescate se dio gracias a la denuncia de uno de los padres de una menor, ya que Prokarne, propiedad de Óscar Lozano Chávez, se negó a entregarle a su hija hasta que no cumpliera el plazo del contrato. En su página web, la empresa establecía como objetivo “abastecer a nuestros clientes de productos cárnicos con la mejor calidad, a través de personal competente, tecnología de punta y precio justo”.
Lástima que esas condiciones de calidad y justicia no la aplicaran a sus trabajadores. Y peor aún: que esta práctica sea cotidiana en muchas regiones del país.
DE SAN QUINTÍN A LA FOSA
Cada año, aproximadamente trescientas mil niños abandonan sus comunidades de origen para emigrar con sus familias a otras entidades del país en búsqueda de trabajo e ingresos. La mayor parte termina en el campo en los estados del norte.
Casi la totalidad de los hijos de jornaleros agrícolas proviene de comunidades indígenas. Alrededor del 42 por ciento de ellos padece algún grado de desnutrición; menos del 10 por ciento asiste a la escuela y, de ese escueto número, buena parte deserta.
En este grupo se registra el más alto grado de rezago educativo del país. Según datos del Programa de Educación Primaria para Niños y Niñas Migrantes (Pronim) de la SEP, la mitad de estos menores apenas alcanza el primer o segundo grado.
La explotación laboral que padecen en esos ranchos agrícolas caracterizados por jornadas extensas, pagos miserables, el trabajo infantil, las amenazas y el maltrato de los empleadores, quedaron al descubierto con la protesta de los jornaleros agrícolas del Valle de San Quintín, en Baja California, en abril de este año.
Este caso destapó la cloaca. La Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) informó que un mes antes había rescatado a doscientos jornaleros agrícolas rarámuris de dos ranchos en Comondú, Baja California; y días después hizo lo mismo con otros 49 jornaleros indígenas mixtecos en Colima.
Pero el rostro infantil de esta tragedia se conoció en julio de 2014, cuando una camioneta que transportaba a 42 jornaleros agrícolas, originarios de comunidades indígenas de Guerrero, volcó. Viajaba del rancho “El Ebanito”, en Villa de Guadalupe, San Luis Potosí, al sitio donde los trabajadores rentaban unos cuartos.
Cortaban chile serrano con las manos. Tenían que llenar cubetas de veinte litros. Por cada una de ellas les pagaban 20 pesos. No contaban con guantes, cubrebocas ni calzado especial. Su jornada de trabajo era de entre diez y catorce horas, pero podía extenderse hasta que terminaran de llenar la cantidad de arpillas que se les indicaba.
Entre los pasajeros de la camioneta accidentada iban adolescentes y niños. Uno de seis y otro de ocho años, murieron. Los dos trabajaban en la pisca, junto con sus padres. En el accidente también falleció un jornalero de cuarenta años.
Más casos. El 6 de enero de 2007, David Salgado Aranda, de ocho años, quien trabajaba cortando tomates en la “Agrícola Paredes” de Sinaloa, fue atropellado por un camión recolector cuando tropezó en uno de los surcos.
Estrella, una pequeña de once meses, falleció calcinada en un viñedo de San Miguel de Horcasitas, Sonora. Los hechos ocurrieron en mayo de 2008. La menor se encontraba en una cuna de cartón, dentro de una habitación de lámina, con otros catorce niños. Se trataba de una improvisada guardería que era cuidada por una chica de dieciséis años.
Silvia Toribio, de cinco meses, murió en octubre de 2010. Fue atropellada por un tractor recolector de tomate. Estaba dentro de una caja de plástico que hacía las veces de cuna, en uno de los surcos.
Ese mismo año, unos meses antes, en julio, había fallecido Flora Jacinta, una pequeña de cuatro años, en la Agrícola San Ramón, de Sonora, envenenada con plaguicidas.
De acuerdo con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, de 2007 a principios de 2015 al menos cuarenta niños jornaleros agrícolas o hijos de jornaleros han muerto.
El secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete Prida, aseguró en junio que el gobierno federal había asumido el combate al trabajo infantil como una política de Estado. Destacó que en los últimos dos años, más de quinientos mil niños y adolescentes de entre cinco y diecisiete años habían dejado de trabajar para continuar sus estudios. No obstante, aceptó que 2.5 millones todavía se encontraban en esa condición.
No hay nada que presumir. Por el contrario, estos casos demuestran que México es un paraíso para esta nueva forma de esclavitud del siglo XXI, una esclavitud sin cadenas cuyas principales víctimas son niñas, niños y adolescentes.