Un maicero de Nebraska se inquieta al ver su cultivo atrofiado por la sequía; un nigeriano saca diminutas batatas del suelo; un barón cafetalero costarricense despide a cientos de obreros porque un hongo ha arruinado su cosecha. La primavera pasada sembré un cerezo en el norte del estado de Nueva York, y una mañana de verano encontré que el escarabajo japonés lo había deshojado.
Esos desastres son cada vez más comunes en un planeta espoleado por el cambio climático y el comercio mundial, donde el calor quema sembradíos, la sequía y el cultivo excesivo arruinan el suelo, y los insectos cruzan océanos para devorar plantas indefensas. Agrónomos han trabajado en estos temas durante años, pero el acelerado crecimiento de la población humana ha vuelto perentorio resolver estos problemas. Si no podemos dar de comer al mundo, el mundo terminará comiéndonos.
La Organización de las Naciones Unidas y muchos expertos afirman que la producción global de alimentos tiene que duplicarse para 2050, punto en que la población mundial habrá rebasado, con mucho, la cifra de nueve mil millones de personas. Sólo faltan treinta y cinco años, y para entonces no habrá nuevas tierras de cultivo; de hecho, es probable que se hayan reducido. Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, este país perdió 29 millones 542 037 hectáreas de tierras cultivables entre 2002 y 2012, y una extensión mayor se convirtió en barbecho durante los siguientes años de graves sequías. Si hemos de creer los pronósticos, la situación será mucho peor.
Mas la solución parece estar a nuestro alcance. En 2012 inventaron una nueva herramienta que ha revolucionado la manera como los científicos examinan y manipulan los procesos genéticos de las plantas. Su nombre: CRISPR-Cas9, y a diferencia de sus predecesores en el mundo de la modificación genética, es un instrumento de gran especificidad que permite actuar directamente en un gen para activarlo o inhibirlo, retirarlo o cambiarlo por un gen distinto. Las primeras pruebas sugieren que esta herramienta será como un caza F-16 comparado con el cuchillo de pedernal de la Edad de Piedra que conocemos como injerto: el método tradicional y meticuloso de reproducir una nueva planta híbrida. Biólogos y genetistas están seguros de que los ayudará a lanzar una segunda Revolución Verde. Si los dejamos.
“Ahora disponemos de una técnica muy fácil, rápida y eficaz para reescribir el genoma”, declaró una de las inventoras, Jennifer Doudna, de la Universidad de California, Berkeley, cuando se lanzó la Iniciativa Genómica Innovadora, en 2014. “[Nos] permite realizar experimentos que hasta ahora eran imposibles.” La rapidez y simplicidad de CRISPR tienen enormes implicaciones para la agricultura, pues el proceso podría producir plantas más resistentes a cualquier ataque que la naturaleza, cada vez más sofocante, pueda depararles. Y además, también podría derivar en cosechas más nutritivas con menos plantas. Los investigadores se han aferrado de tal manera a su invento, que han publicado más de ciento cincuenta artículos científicos relacionados; una tasa de publicación que va en aumento. “Es difícil mantener el ritmo de los artículos en circulación”, confiesa Joyce Van Eck, directora de un laboratorio dedicado al estudio de las mejoras de cultivos genéticos en el Instituto Boyce Thompson de la Universidad de Cornell. “El campo está en rápida expansión.”
Abren la cremallera del ADN
CRISPR es el acrónimo,deprepárate, Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats (repeticiones cortas palindrómicas en clústeres regularmente interespaciadas). El nombre deriva de un truco que utilizan las bacterias para protegerse de virus y fagos mortales, los pequeños saboteadores de las células. Las “repeticiones palindrómicas” (secuencias de genes que se leen del mismo modo desde cualquier extremo) son elementos de la respuesta inmune, código genético que las bacterias copian e incorporan de los virus invasores para que, si regresan, puedan identificarlos fácilmente. Es como un cartel de “Se busca” del FBI o cubrir soldados enemigos con pintura que brilla en la oscuridad.
La técnica requiere de dos cómplices: moléculas que guían al ARN y una proteína de una clase llamada Cas, y de ellas, la más eficaz —hasta ahora— es Cas9. Sabemos que ARN es el vehículo que el ADN necesita para comunicar su mensaje. Ahora bien, dentro de la célula, Cas9 prepara el ambiente químico alrededor de una molécula de ADN para que ocurra la interacción y, luego, instiga al ARN para encontrar la sección seleccionada del ADN. Cuando lo logra, el ARN dirige a Cas9 al interior del ADN, donde Cas9 abre la doble hélice y hace una de tres labores, según las instrucciones químicas que le dio el científico: a) inhibe la actividad de la sección, b) la estimula para actuar o c) extirpa los genes seleccionados.
El proceso modifica fácilmente el ADN de la planta sin cambiar su esencia, excepto para volverla más apetitosa, nutritiva, rápida de madurar, fácil de embarcar y resistente a la cosecha con máquinas, a la sequía o a las temperaturas elevadas. Y eso es lo que ofrecen a grandes y pequeñas compañías, al mundo en general y comunidades aisladas.
Antes hacían falta años para el proceso natural de prueba y error de la reproducción de plantas. Norman Borlaug, padre de la primera Revolución Verde —exitoso esfuerzo para mejorar la productividad de los cultivos en países pobres, iniciado en la década de 1940 y que, a la larga, duplicó y hasta cuadruplicó el rendimiento de muchas especies vegetales—, necesitó casi dos décadas para crear una variedad de trigo superior. Ahora, con CRISPR-Cas9 es posible reducir ese ciclo de desarrollo a unos cuantos días o semanas.
Eso se debe a que podemos procesar, almacenar y comparar enormes cantidades de datos genéticos de una manera rápida y económica. La gran ventaja para los científicos ha sido el acelerado desarrollo de la química y genética celular y, lo más importante, una enorme y creciente base de datos con la información de los genomas de muchas especies.
Lo ideal sería saberlo todo sobre el genoma de nuestros cultivos básicos favoritos, incluida la posición de cada uno de sus genes. Y semejante conocimiento está ocurriendo con una celeridad pasmosa. Los investigadores de la Universidad de Kansas han secuenciado el primero de los veinte cromosomas del trigo (nada menos que el más difícil, pues es mucho más complejo que todo el genoma del arroz) y han dicho que terminarán con los diecinueve restantes en los próximos tres años. El resultado será un conocimiento absoluto del genoma del tercer cultivo más importante del mundo, el que tiene el mayor contenido de proteína y, posiblemente, el grano más versátil como alimento y fuente de aceite de cocina.
Luego, entrará en acción la increíble flexibilidad de CRISPR-Cas9. El objeto será utilizarla para reemplazar completamente un segmento de la secuencia genética de la planta, más o menos como intercambiar un fragmento de bloques Lego, a fin de mejorar una conducta específica. Imagina que una cepa de trigo se reproduce estupendamente a orillas de una marisma salobre en Ecuador, pero comparada con las altas espigas doradas de Iowa, es una enana que produce granos pequeños y amargos. Sin embargo, al añadir fragmentos del genoma ecuatoriano a la variedad estadounidense, los científicos podrían producir una cepa más resistente a la sal que, no obstante, siga dando grandes cosechas. De ese modo, las regiones saladas y áridas de Ecuador y Estados Unidos obtendrían una planta superior.
Es crítico señalar que esto nada tiene que ver con crear una nueva especie. CRISPR-Cas9 es una herramienta que permite adaptar plantas a nuevos ambientes refinando sus rasgos genéticos, pues utiliza sus propios genes y los de plantas con las que se reproducirían naturalmente, como sus primas silvestres. Cuando la herramienta actúa en un minúsculo segmento de su ADN, la planta no cambia de especie; técnicamente, ni siquiera cambia de genotipo. La tecnología respeta su capacidad evolutiva para desarrollarse durante eones, sólo que la ayuda a evolucionar más rápidamente para adaptarse al ambiente actual. En suma, lo que estamos haciendo es pisar el acelerador del proceso natural de la planta.
Tomates hermosos
Por supuesto, hacen falta lineamientos y precaución. Los primeros resultados de las pruebas con CRISPR-Cas9 no fueron del todo previsibles y publicaron tasas de éxito de hasta 80 por ciento: suficiente para estudios experimentales, mas no para aplicaciones comerciales, pues según Van Eck (de Cornell), pueden ocurrir “interacciones de ADN fuera de objetivo”, en las que “accidentalmente modifiquen una secuencia muy similar en otra parte del genoma”. Ese fue un problema grave de las primeras tecnologías de ingeniería genética que, en esencia, inundaban de compuestos el genoma de la planta, confiando en que alguno se adhiriera. CRISPR-Cas9 es comparativamente preciso, pero algunos científicos tienen sus reservas. La tecnología podría mejorar, y seguramente lo hará; desarrollarán nuevas versiones de CRISPR-Cas9 o bien encontrarán una nueva enzima que haga lo mismo, pero con mayor precisión.
Por otro lado, Van Eck y colegas han demostrado que ya tienen algo que funciona maravillosamente con los tomates, planta que se ha convertido en “una especie modelo, como la rata blanca en los estudios con animales”, dice. Muy pronto, la investigadora de Cornell y especialistas del campo tratarán de mejorar la consistencia del tomate y su resistencia a las enfermedades, con resultados de “absoluta precisión, porque podemos acceder directamente a las áreas que queremos”. Otros logros iniciales incluyen una nueva versión de arroz más adaptable, con una capacidad de fotosíntesis más rápida y eficaz. Todo esto presagia un futuro donde, gracias a CRISPR-Cas9, la ciencia tomará el control de la consola de arroz, planificará el aporte —agua, nutrientes del suelo, temperatura-, y haciendo los ajustes necesarios, controlará el resultado final: productividad, valor nutricional, resistencia. Lo único que hará falta es que el consumidor se decida a comprar.
El recelo vence a la ciencia
En todo el mundo se han establecido cultivos biotecnológicos. Estados Unidos ha aprobado casi cien plantas genéticamente modificadas para uso agrícola. Casi todo el algodón de India —cultivo básico indispensable para el país— es Bt (abreviatura de biotecnológico, sinónimo de genéticamente modificado), lo mismo que 90 por ciento del algodón chino. Cuatro de cada cinco frijoles de soya cosechados en el planeta son Bt, igual que el 35 por ciento del maíz mundial; y Bangladés está contemplando sembrar una berenjena Bt que podría duplicar sus cosechas protegiéndolas de los gusanos. Hace poco, Mark Bittman, autor especializado en el tema de alimentos, señaló que, desde hace años, hemos estado consumiendo papayas Bt sin darnos cuenta, y eso lo dice el mismísimo “Mr. Natural”.
Con todo, algunos países están protestando. México, primero en domesticar el maíz, ahora importa el grano para satisfacer la demanda local porque sus activistas no aceptan híbridos de organismos genéticamente modificados (OGM). La cosecha de los maiceros mexicanos es 38 por ciento menor que el promedio mundial y tres veces inferior a la estadounidense, donde 90 por ciento del maíz producido es un OGM híbrido. Los campos mexicanos están plagados de asesinos de cultivos como el gusano cogollero, el gusano cortador negro y la palomilla del maíz, cuyo costo para el país se eleva a casi la mitad de la cosecha y orillan a los agricultores a rociar sus tierras con miles de toneladas de insecticidas químicos.
La Unión Europea ha aprobado sólo un cultivo Bt, una variedad de maíz para alimentar ganado. Sus razones fueron eminentemente políticas y burocráticas: la mayoría de los países miembros debe aprobar una planta biotecnológica, y el sentir anti-OGM es muy intenso en lugares donde vocablos como naturely natürlich se refieren más a lo que ha venido haciéndose durante siglos que a cuanto existe o es producto de la naturaleza.
Mas la labor genética no sólo tiene detractores; también cuenta con feroces partisanos. Tomemos el ejemplo de Golden Rice, un arroz básico modificado para producir su propia vitamina A, que ofrece el potencial de salvar de la ceguera a 2.8 millones de niños y evitar la muerte de otro millón… anualmente. Y, sin embargo, sigue esperando en los laboratorios. La idea de los OGM horroriza a grupos ambientalistas como Greenpeace, que ha resistido con acciones violentas (incluida la destrucción de un arrozal experimental de Golden Rice en Filipinas, el año pasado), pese a que una organización no lucrativa ofrece el producto en todo el mundo, sin condiciones comerciales y con la promesa implícita de salvar muchas vidas.
El consenso científico sobre la seguridad de los OGM es abrumador. Una reciente encuesta Pew reveló que 88 por ciento de los científicos estadounidenses considera inofensiva la tecnología OGM; en comparación, sólo 33 por ciento de los civiles opina lo mismo. Hace poco, un dictamen 7-1 de la Suprema Corte de Estados Unidos concedió que la alfalfa genéticamente modificada es segura, y tras ardua revisión, el Departamento de Agricultura ha autorizado el uso de la remolacha azucarera Bt. Varios estudios independientes han realizado pruebas animales de cultivos genéticamente modificados. En 2012, la revista Food and Chemical Toxicology publicó el metaanálisis de doce estudios a largo plazo y doce estudios multigeneracionales, y concluyó “que las plantas GM son lo mismo, nutricionalmente, que sus equivalentes no GM y pueden usarse con seguridad como alimento y forraje”. Y según la organización independiente Biofortified, se han llevado a cabo más de cien estudios similares sin que se observaran resultados prejudiciales.
No obstante, los activistas anti-OGM suelen citar dos investigaciones con ratas que utilizaron maíz GM y el plaguicida Roundup, ambas a cargo del francés Gilles-Éric Séralini, quien descubrió que los roedores alimentados con maíz GM tenían más probabilidades de morir prematuramente que los del grupo control. Ahora bien. La publicación que aceptó inicialmente los estudios, Food and Chemical Toxicology, acabó por retirarlos y todas las organizaciones científicas y de seguridad alimentaria de Europa condenaron las investigaciones citando, entre otros problemas, que la cepa de ratas utilizadas en las pruebas es propensa al cáncer: 80 por ciento de los animales desarrollan tumores de manera habitual. “Lo único que demostraron esos resultados fue un resultado de la variación aleatoria de un experimento mal controlado”, acusó Ian Musgrave, de la Universidad de Adelaida, Australia Meridional, en entrevista con Forbes cuando los estudios fueron retractados.
Sin duda has oído hablar de Roundup (ingrediente activo: glifosato), y es porque es la primera parte de un dúo que la agroquímica Monsanto ha estado comercializando durante años, presuntamente para crear un ciclo de dependencia entre los agricultores de todo el mundo. Cierto, Monsanto produce Roundup, pero desde 1996 también produce cultivos Roundup Ready —que incluyen soya, maíz y alfalfa—, todos genéticamente modificados para resistir su pesticida, así que puedes usarlos en tus campos para eliminar los hierbajos sin dañar tu siembra. Estupendo, ¿verdad? Pero las semillas Roundup Ready tienen un lado oscuro: son estériles. Así que, cada año, los agricultores tienen que comprar una nueva cepa de semillas Monsanto y esto ha sido tremendamente lucrativo para la empresa que, a la fecha, tiene un tercio del negocio global de semillas, valuado en
40 000 millones de dólares. La controversia Monsanto/Roundup sigue encendiendo pasiones: entre muchas otras inquietudes, se ha planteado la posibilidad de que el ADN de las plantas Bt Roundup Ready puede estar contaminando las reservas de alimentos no modificados. Además, está el problema de la peligrosidad del glifosato: la Organización Mundial de la Salud ha dicho que es un probable carcinógeno.
Entre tanto, diversas marcas comerciales han adoptado el eslogan “No OGM”, como la popular cadena “rápida-casual” Chipotle, que acaba de poner ese cartel en sus restaurantes. Y tiene sentido: si más de dos tercios de los estadounidenses opinan que los OGM no son saludables, la postura lucrativa es declararte libre de OGM. Y los gobiernos locales siguen el ejemplo. Vermont exige que todos los alimentos OGM sean etiquetados como tales, y dos condados rurales de Oregón han prohibido los cultivos OGM dentro de sus fronteras.
Con todo, pese a la sabiduría convencional, en Estados Unidos y otros países, el dinero startup para desarrollo de OGM fluye como agua: inicialmente para aplicaciones biomédicas y de bolsillos de capitalistas de riesgo y farmacéuticas tradicionales como GlaxoSmithKline, Celgene y Novartis. Las startups estadounidenses incluyen a Caribou Biosciences, Editas, Intellia Therapeutics, CRISPR Therapeutics y CRISPR-Plant.
En China, donde las poblaciones rurales responden con miedo e ira a los OGM, el único cultivo Bt que se desarrolla actualmente es la famosa papaya de Bittman. Pero la poderosa clase científica de ese país ha puesto toda su capacidad al servicio de la labor genética con cuatrocientos laboratorios y treinta mil investigadores, de suerte que las instalaciones de investigación nacionales ya han secuenciado los genes de tres mil variedades de arroz y se disponen a correlacionarlas para identificar los mejores rasgos para nutrición, rendimiento y resistencia a estresores ambientales. Tal vez, muy pronto, puedan producir lo que algunos investigadores han dado en llamar el “superarroz verde”. Aun cuando el gobierno chino no consiga vender cultivos genéticamente modificados a su pueblo, hay buenas posibilidades de comercializarlos entre los habitantes del sureste de Asia, África e India, quienes recibirán el alimento con los brazos abiertos. Hace poco, Gengyun Zhang, director de ciencias de la vida en BGI, gigantesco centro de ingeniería genética patrocinado por el gobierno chino, declaró: “Con la tecnología actual, no dudo que podamos alimentar al mundo”.