Desde el asiento del pasajero del Camaro convertible rojo que corría a toda velocidad, lejos de Southampton Road, Janet observó cómo cambió el paisaje de casas de un piso a los campos de tabaco y huertos de manzanos. Llegó a Charlotte, Carolina del Norte, para trabajar en una granja, pero no iba a la pizca; ella y las otras tres mujeres en el auto vestían tacones altos y minifaldas transparentes. se sentían solas y temerosas.
Las aterrorizaba pensar en la violencia que vendría. Era el mediodía, y después de una hora en el camino, el hombre detrás del volante, a quien las mujeres conocían como Ricardo —un nombre falso común que los tratantes usan—, viró hacia un camino de terracería y se detuvo ante un grupo de cabañas baratas que tenían pisos cubiertos de colchones. Estas chozas destartaladas eran el hogar de más de 100 trabajadores de granja. En la cercana casa principal de la granja, los trabajadores —en su mayoría de México, El Salvador, Honduras y Guatemala— estaban en su hora de almorzar, comiendo pollo y arroz.
Las cuatro mujeres descendieron del Camaro y fueron hacia unos cobertizos cerca de las cabañas, donde los trabajadores guardaban sus herramientas. Los pisos de cemento en el interior se habían desmoronado, descubriendo grandes hoyos de tierra. Mientras las mujeres tendían harapos, los hombres, sucios y oliendo a sudor después de pasar toda la mañana en los campos, terminaron de comer rápidamente y se formaron fuera de los cobertizos, con tantos como 50 hombres esperando por una mujer. Ricardo se quedó en el auto, haciendo guardia por si se aparecía la policía o alguien que pudiera querer robarlo y a las mujeres.
Uno por uno, los hombres pagaron 30 dólares por violar a Janet y las otras mujeres. La mayoría de ellos, habiendo pasado mucho tiempo sin sexo, duraron solo unos cuantos minutos con Janet. Algunos fueron tan violentos que ella estaba segura de que la habrían lastimado de gravedad o, incluso, matado si no fuera por Ricardo, que observaba la operación. Recuerda que eso sucedió una vez a una mujer que llegó sin chofer o padrote;ella dice que los trabajadores de la granja arrojaron el cuerpo en un vertedero.
Al final del día, cuando el sol se ponía, las mujeres le entregaron todo el dinero que juntaron a Ricardo, y manejaron de vuelta a Charlotte. En el auto, lo único que Janet quería era descansar, pero sabía que debía llamar a su padrote, a cientos de kilómetros de distancia y reportarle cuántos clientes había tenido y cuánto dinero ganó. Tan pronto como llegara a Charlotte, Janet sabía que habría clientes esperándola en el burdel. Al día siguiente repetiría la misma rutina, y pensar eso la hizo odiarse a sí misma. Se sintió inhumana, como una máquina.
Janet fue obligada a prostituirse en México, por un novio llamado Antonio, en 1999. Los coyotes los cruzaron por la frontera al año siguiente, y fueron a vivir con la familia de Antonio en el barrio de Queens de la ciudad de Nueva York, donde la pusieron a trabajar en burdeles. Cada dos semanas, una furgoneta las llevaba a ella y otras mujeres y muchachas —algunas tan jóvenes como menores de 12 años— a Charlotte, donde ella pasaba una semana o más, obligada a tener sexo con extraños en un burdel por la noche y en los campamentos de trabajo de las granjas durante el día.
La trata de personas florece en áreas de industrias dominadas por hombres, como en las ciudades con auge de fractura hidráulica y petróleo, las bases militares y, como lo muestra una serie de casos en la corte y recuentos de víctimas, en los campamentos de trabajo de las granjas. El Departamento de Estado de Estados Unidos calcula que los tratantes meten entre 14 500 y 17 500 personas a esa nación cada año.
“Estas organizaciones que hacen víctimas a las mujeres… las transportan a donde está el negocio”, dice James T. Hayes Jr., el agente especial a cargo de Investigaciones de Seguridad Nacional en Nueva York. Los tratantes montan su negocio en áreas metropolitanas —a menudo escogen Queens por su ubicación céntrica junto al corredor este hacia ciudades al norte y el sur, además de su gran base de clientes en la ciudad de Nueva York— y envían mujeres a granjas cercanas o lejanas, que van desde Vermont hasta Florida. Los funcionarios no saben cuántas mujeres están atrapadas en este tráfico de la ciudad a las granjas, pero los expertos dicen que la cantidad aumenta cada año. Keith V. Bletzer, profesor adjunto de la Universidad Estatal de Arizona que ha estudiado la prostitución en áreas rurales, dice que hasta hace pocos años las mujeres iban a los campamentos de trabajo de las granjas por su propia cuenta a vender su sexo por una necesidad financiera. Sin embargo, ahora hay un elemento de crimen organizado, con “otras personas reconociendo que esta podría ser una viable” fuente de ingreso, comenta. En vez de mujeres vendiendo su sexo para ganarse la vida, los tratantes las llevan a las granjas como parte de operaciones internacionales más grandes.
En algunos casos, los padrotes se hacen pasar por novios para atraer víctimas y trasladarlas de burdel en burdel. En otras ocasiones, los coyotes cruzan mujeres a través de la frontera y luego las fuerzan o coaccionan a vender su sexo para pagar la cuota por pasarlas. La Organización de las Naciones Unidas dice que criminales que antes traficaban con armas y drogas han hecho de las mujeres su mercancía más reciente. “Es enormemente redituable”, dice Lori Cohen, directora de la iniciativa contra la trata en Santuario para Familias. Las drogas contrabandeadas se venden con rapidez, pero, en el caso de una mujer, “la pasas a través de la frontera una vez y solo sigues usando su cuerpo una y otra vez hasta que ella se derrumba”, explica.
Para Janet, quien pidió que Newsweek se refiriese a ella por el nombre que usó más cuando era prostituta, ese derrumbe tomó más de una década. “Venden tu cuerpo”, dice ella a través de un voluntario de Santuario para Familias. “Es casi como si tu cuerpo ya no fuera tuyo.”
Su primera vez
Ampliamente considerada como la capital mundial de la trata de personas, Tenancingo, Tlaxcala, está a dos horas al sudeste de la ciudad de México. Muchos de los 10 000 habitantes de la ciudad están involucrados en la prostitución; para los hombres jóvenes, convertirse en padrote significa unirse al negocio familiar. “Es una ciudad de trata de personas”, dice la jueza Toko Serita de la Corte de Intervención en Tráfico de Personas “donde generaciones de familias y hombres están metidos en el negocio”. Los hombres allí “reclutan” a mujeres de otras partes de México, a menudo fingiendo que se han enamorado de ellas, para luego llevarlas a Tenancingo, donde comienza la prostitución forzada. De allí, muchos padrotes llevan a sus víctimas a trabajar a la ciudad de México; algunas luego van a Estados Unidos, donde hay más dinero que ganar.
Janet creció con su abuela en Puebla, a media hora en auto de Tenancingo. “Mi infancia fue muy pobre, pero tengo recuerdos que me hacen reír”, dice. Un día de 1998, cuando Janet tenía 23 años, caminaba de regreso a casa de su trabajo en una fábrica cuando un auto se detuvo junto a ella. “Hola, mi nombre es Ricardo”, dijo el hombre dentro del auto. “¿Te puedo acompañar?”
“No, no te conozco”, dijo Janet.
El hombre insistió y le preguntó si podían ser amigos. Cuando llegaron a casa de Janet, ella finalmente dijo que estaba bien, podían ser amigos. Como se había separado recientemente del padre abusivo de su hija pequeña, Janet no estaba ansiosa por tener alguien nuevo en su vida. Pero el hombre del auto siguió presentándose. “Él era muy respetuoso conmigo. En Puebla, cuando una mujer se sube a un auto con un hombre, lo primero que hace el hombre es empezar a toquetearla. Él te quiere llevar de inmediato a la cama”, dice ella. Sin embargo, este hombre “se portaba muy cortés”.
En julio de 1999, después de conocer a Ricardo por poco más de un año, Janet aceptó mudarse con la familia de él en Tenancingo, dejando a su hija al cuidado de su propia abuela. Pero cuando llegó, ella se enteró de que su nombre era Antonio, no Ricardo, y que él era padrote. Su familia vivía en la miseria, aun peor que la de Janet cuando era niña. La familia de Antonio dormía en un cuarto y los animales que tenían dormían en otro. Se filtraba agua por el techo cuando llovía y los niños corrían descalzos y jugaban con pañales sucios. Después de seis meses, Janet decidió dejar a Antonio, pero descubrió que estaba embarazada y se quedó.
Ahí fue cuando comenzó el abuso. Primero Antonio obligó a Janet a tomar píldoras para que abortase. Así sucedió. Semanas después, él le dijo que tenía que hacerse prostituta. Al principio ella protestó, diciendo que había tenido un buen trabajo en una fábrica y podría hallar otro como ese de nuevo. Pero él insistió y ella, al final, cedió. La primera vez que vendió su sexo fue en las calles de la ciudad de México. Durante esa época, cuenta, “[el sexo] era día y noche y me sentía terrible”. Después de un año, Antonio le dijo que si se iban a Estados Unidos, su familia allí podría ayudarlos a hallar un trabajo legal. Renuentemente, Janet aceptó, y en junio de 2000 cruzaron la frontera y llegaron a Queens.
“Instalados para
ser invisibles”
La gran mayoría de los alrededor de 3 millones de trabajadores en granjas de Estados Unidos no nació en ese país. Como Janet, la mayoría llegó buscando una oportunidad y, también como Janet, son desalentados de manera constante por un sistema que opera en contra de ellos. Pocos compradores en los supermercados suburbanos saben que las leyes federales de trabajo excluyen a los trabajadores de granja de ciertos derechos que la mayoría de los estadounidenses da por hechos, como el pago por horas extras, días libres y contratos colectivos. Estado por estado, los voluntarios han tratado de cambiar eso, pero los “grandes agricultores” usualmente se las arreglan para frustrar las acciones.
Los trabajadores en las granjas de cultivos de temporada por lo general viven en barracas por algunos meses cada vez. En las granjas ganaderas de todo el año, los trabajadores moran en chozas o tráileres. “El ciudadano común no los ve”, dice Renan Salgado, del Centro de Justicia para los Trabajadores. “Están ubicados para ser invisibles.” Dada su condición de indocumentados, los trabajadores rara vez salen de las granjas, dependen de supervisores e intermediarios para que les lleven todo, desde abarrotes hasta atención médica y mujeres.
El escenario es una mezcla volátil, propicia para la violencia. “Esa gente simplemente está aburrida, y está sola”, dice Gonzalo Martínez de Vedia, también del Centro de Justicia para los Trabajadores. “Tenemos una población entera que se sienta en casa por toda una temporada. Hombres solos. Hay mucho abuso de alcohol y drogas.”
Los trabajadores tienden a sacar su frustración con las visitantes femeninas. Lo que sucede en las granjas, dice Cohen, es violación. “Pienso que hay la percepción de que cuando…pagas por tener sexo con alguien, ello significa que pagas por el derecho a hacer lo que quieras con esa mujer”, dice ella. “La violencia que nuestras clientas han experimentado a manos de sus compradores es en verdad estremecedora.”
Tener a los niños
de rehenes
Antonio le prometió una vida mejor a Janet al norte de la frontera, pero sus condiciones de vida en Queens fueron horrendas. “La gente dormía una encima de la otra, y todas las mujeres trabajaban en la prostitución”, dice ella. Los primos de Antonio eran padrotes, según supo, que operaban una banda familiar. Janet todavía tenía que vender su sexo, y una rutina se desarrolló. Antonio pasaba los días jugando fútbol y billar, mientras Janet tenía que trabajar en burdeles de Queens y Boston. Tan pronto como Antonio supo de la oportunidad de venderles sexo a los trabajadores de granja, empezó a enviar a Janet a Charlotte. Allí, una casa blanca de un piso y tres habitaciones cerca del final de un camino sinuoso servía como burdel, ofreciendo a los clientes una rotación constante de mujeres no oriundas del estado. Janet y las otras víctimas veían hombres de las 7 de la noche a las 3 de la madrugada, dormían hasta las 11 de la mañana y luego eran llevadas a las granjas.
“Me sentía como un animal”, refiere Janet. “Los hombres eran muy agresivos. Me agarraban. Me empujaban. Me tomaban del cuello. Me penetraban muy duro. Así que cuando terminaban, era como mi salvación.” Muchos hombres parecían estar drogados; algunos se negaban a pagar. Ella trataba de hacerlos usar condón, pero a veces el condón se rompía o los hombres se los quitaban. Janet dice que tuvo muchos abortos
—siempre practicados con píldoras de Cytotec, ampliamente usadas en el mundo de la trata—, que perdió la cuenta de cuántos fueron. Ella vivía en un miedo constante: “Ni siquiera me gustaba verlos”, dice respecto a sus compradores.
Antonio aún le prometía que se casarían y le dijo que enviaba el dinero que ella ganaba a México, donde alguien les estaba construyendo una casa. Los primos de Antonio les decían a sus víctimas mentiras similares para mantenerlas esperanzadas y alineadas. “Los tratantes son astutos. Han encontrado el tipo de punto débil que necesitan explotar”, dice Cohen. “Es casi como un guion.” Los tratantes también amenazarán que si una mujer huye o va a la policía, ellos lastimarán a su familia en México. De una banda que daba servicio a los trabajadores de granja, los fiscales supieron que los padrotes iban tan lejos como embarazar a sus víctimas solo para poder tener a los niños de rehenes.
“El miedo que inducen las organizaciones de trata a sus víctimas a veces dificulta, si no es que imposibilita, el lograr que una víctima al final admita que es una víctima”, dice James Hayes Jr., de Investigaciones de Seguridad Nacional. Tristemente, algunas víctimas hacen todo lo posible por proteger a sus tratantes o regresar con sus padrotes, a pesar de la ayuda de las autoridades y los voluntarios.
Alrededor de 2009, uno de los padrotes de la banda de Antonio fue arrestado por abuso doméstico y Antonio huyó a México. Sin embargo, se mantuvo en contacto con Janet por teléfono y esperaba que ella siguiera trabajando y enviándole dinero. Mientras tanto, Janet estuvo en contacto con su hija, quien estaba todavía en México y necesitaba cuidados médicos a causa de un accidente. Para cubrir esos gastos, Janet le preguntó a Antonio si podía usar algo del dinero que ganaba, pero él se negó. Así que ella fue al consulado de México en la ciudad de Nueva York para que la asesorasen, y después de que describió su predicamento, el personal del consulado contactó a Santuarios para Familias.
Esa visita al consulado puso en marcha una investigación del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos a principios de 2010. Los investigadores realizaron acciones de vigilancia y leyeron cuidadosamente los registros telefónicos, financieros y de viaje, con el fin de identificar y localizar a miembros clave de la banda. Con la ayuda de Janet, los funcionarios rescataron a 25 víctimas, arrestaron a los padrotes y hallaron a Antonio escondiéndose en México. En 2012, los funcionarios lo extraditaron y fue sentenciado en junio de 2014. Él y tres de sus primos se declararon culpables y ahora cumplen sentencias que van de 15 a 22 años en prisión.
El camino que llevó a Antonio a la trata quedó claramente asentado en el material de la corte. Quedó huérfano a los seis años, después de que su madre lo abandonó y su padre murió de alcoholismo. Un tío en Tenancingo lo acogió, pero lo golpeaba rutinariamente con un fuete y lo hacía pasar hambres. Él creció sin educación, amigos ni afecto. Al crecer en Tenancingo, escribió su abogado en un memorándum, Antonio vio “una cultura que no solo toleraba la trata de personas, sino que la presumía con las extravagancias ostentosas de sus participantes”. Antonio le dijo a su abogado: “Yo quería ser alguien”.
El juez sentenció a Antonio a 15 años tras las rejas, además de cinco años de libertad supervisada. Debe registrarse como delincuente sexual y pagarle a Janet US$1.2 millones como compensación, los cuales saldrán del dinero que obtuvo como padrote y cualquier dinero que gane en los programas laborales carcelarios. Mientras esté en prisión, pagará por lo menos US$20 al mes, sirviéndole como un recordatorio constante de lo que hizo.
El día de la sentencia, presentándose en una corte de Brooklyn como Jane Doe Núm. 1, la mujer finalmente enfrentó al hombre que la había esclavizado por 11 años. “Él no me trató como un ser humano. Él me trató como un robot sexual”, dijo ella en la corte. “Por años lloré en silencio. Todos los días llevo las cicatrices del abuso de Antonio, pero ya no puedo callarme. Estoy aquí hoy para que Antonio y su familia ya no sean capaces de obligar a otra mujer a prostituirse.”
“Llegó la carne fresca”
Los detalles del recuento de Janet son consistentes con los de otra víctima y múltiples trabajadores de granja que Newsweekobtuvo. En Nueva York, un extrabajador de una granja lechera en el condado de Lewis dice que, una vez a la semana, un hombre iba a la granja con mujeres y llamaba a las puertas de los trabajadores, diciendo: “Llegó la carne fresca” y “Tú vas a pasar”. Alguien que provee servicios a los campamentos de trabajadores de granjas en el norte del estado de Nueva York dice que sus visitas semanales a las granjas coinciden con las de las mujeres obligadas a trabajar, y que los trabajadores siempre le dicen que se apure y le sirven comida antes de que sea el “turno” de ellos para el sexo. Las tarifas con las mujeres van de US$25 a US$60.
“En esencia son prisioneros y no tienen tiempo libre, así que es más fácil para ellos cuando les ofrecen esa oportunidad, simplemente está allí”, dijo un extrabajador de granja, Arturo Vázquez, quien trabajó en el norte de Nueva York, a través de un voluntario afiliado con el Centro de Justicia y Derechos Humanos Robert F. Kennedy. Él dijo que vio mujeres latinoamericanas en las granjas, así como chinas y rusas.
Una víctima que le pidió a Newsweek referirse a ella como Katarin, el nombre que usó como prostituta, dice que soportó años de prostitución forzada en campamentos de trabajadores de granjas. Ella solo tenía 13 años en 2010 cuando su futuro padrote se acercó a la banca de parque donde ella estaba sentada en un poblado cercano a Puebla después de terminar su turno laboral en una nevería. El muchacho, de 16 años, se presentó a sí mismo. Ella pensó que él era guapo, y después de una semana iniciaron una relación sentimental. Tres semanas después de que se conocieron, ella se fue a vivir con la familia de él en Tenancingo. Cinco meses después, cruzaron la frontera a pie con polleros hacia Arizona. Luego tomaron una furgoneta hacia Queens, y tres días después, él la obligó a prostituirse.
Katarin recuerda a los choferes que la llevaban a granjas en Long Island, así como en Delaware, Nueva Jersey y Pensilvania. Ella veía de 30 a 40 hombres al día en catres plagados de chinches. Muchos de los hombres eran violentamente alcohólicos, y algunos usaban cuchillos o tijeras para rasgar sus condones. “A veces no podían venirse porque bebían demasiado, y ellos se enojaban en serio porque el tiempo se acababa y no habían terminado”, dice Katarin a través de Santuario para Familias. Para 2014, ella había desarrollado una infección vaginal que le producía un dolor insoportable, y cuando su padrote le dijo que tenía que seguir trabajando, ella decidió escapar. Acudió con la policía; la ayudaron a ingresar en el hospital y en una casa de seguridad.
Su padrote huyó y permanece en fuga.
Don Chingón
El hombre responsable de hacer caer la banda de Antonio es James Hayes Jr., quien supervisa la oficina en Nueva York de Investigaciones de Seguridad Nacional. El trabajo inmigratorio a Hayes le viene de familia: su abuelo fue inspector de aduanas y su padre trabajó para el Servicio de Inmigración y Naturalización y para Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. A mediados de la década de 1990, por su interés en seguir una carrera en una agencia del orden público, Hayes, ahora de 41 años y oriundo de Brooklyn, prefirió la patrulla fronteriza sobre el Departamento de Policía de Nueva York. De allí se mudó a Los Ángeles para desmantelar pandillas y entró en su puesto actual en 2009. Desde entonces, dice él, su oficina ha rescatado a más de 250 víctimas de trata y hecho por lo menos 150 arrestos relacionados con este delito.
El caso que involucra al tratante de Janet fue uno de un puñado que incluye campamentos de trabajadores de granja que han ido a las cortes en años recientes. En mayo de 2014, después de otra redada hecha por Hayes, un juez declaró culpables a dos hermanos mexicanos de dirigir una banda que operaba cuatro burdeles y traficaba mujeres a granjas de Nueva Jersey. Los hermanos recibieron cadena perpetua, las cuales se cree que son las primeras cadenas perpetuas por trata de blancas en el estado de Nueva York. Otros 15 miembros de la banda fueron acusados, incluido un hombre cuyo trabajo era intercambiar autos por dispositivos de rastreo. “Vimos con ambas [bandas] niveles muy sofisticados de organización y delineaciones muy sofisticadas de responsabilidades”, dice Hayes. Los fiscales creen que la banda de los hermanos comenzó por allá de 1999 e involucró a cientos, si no es que miles, de mujeres.
En 2011, el colega de Investigaciones de Seguridad Nacional, la agencia de Hayes, en el sur, Brock Nicholson, ayudó en la redada al burdel de Charlotte donde Janet había sido enviada. En 2013, el fiscal general de Georgia anunció una campaña contra la trata que señaló las “comunidades rurales donde muchachas son llevadas en camionetas para ser abusadas por los trabajadores de granja”. Y en febrero del año pasado, la investigación que Nicholson hizo por cinco años a una banda domiciliada en Savannah, llamada Operación Noche Oscura, concluyó con la condena de 23 acusados. Por lo menos dos de las docenas de víctimas que Nicholson rescató habían sido obligadas a tener sexo con trabajadores migrantes en campos de camotes en Georgia y las Carolinas.
El problema también existe en el Oeste Medio. En octubre, funcionarios de Michigan en el condado Lenawee, un área rural en las afueras de Toledo, Ohio, acusaron a un hombre local de traficar con dos mujeres estadounidenses veinteañeras con los trabajadores de granja del lugar. “Hemos investigado [la trata de blancas en] las granjas de migrantes por años”, dice R. Burke Castleberry Jr., el fiscal de cargo en el condado.
Dos casos separados, juzgados entre 2011 y 2013, referían la transportación de mujeres desde Queens a granjas de Vermont para que tuvieran sexo. En uno, el cual involucraba a por lo menos cinco mujeres, el intermediario entre el padrote y los trabajadores de granja era un trabajador social del Departamento de Niños y Familias de Vermont. Él se había aprovechado del hecho de que los trabajadores dependían de él para su comida y servicios, y no solo los abastecía de ropa, a la que le subía el precio, sino también de mujeres. Sus tarjetas de presentación decían “Don Chingón”, para indicar que era el mandamás. (Podría haber un retruécano extra, ya que el verbo chingar puede significar “tener sexo”.) Los fiscales de ambos casos en Vermont no pudieron demostrar que las mujeres eran víctimas de trata, y así los hombres enfrentaron cargos solo relacionados con prostitución interestatal.
Hayes dice que su oficina está persiguiendo docenas de casos de trata de blancas. “Ya sea que las lleven a granjas o clubes nocturnos o apartamentos”, dice él, “nos enfocamos en ponerle fin a ello”.
“Yo quería amor”
Han pasado varios meses desde que Janet encaró a Antonio en la corte. Ella se sienta en una sala de conferencias en el piso 28 de un edificio en el centro de Manhattan vistiendo una chaqueta negra y una blusa morada, su cabello recogido con una cinta para la cabeza. Hay vistas panorámicas, pero se enfoca en la mesa frente a ella, usando un lápiz para dibujar el hogar de su infancia en Puebla. Allí fue donde se sintió más feliz y segura, una época de vestidos azules de quinceañera y cenas con pavo en Navidad. Mientras crecía allí, aprendió de su abuela la importancia de las relaciones amorosas. “Quería casarme de verdad por amor”, dice ella. “Es algo permanente.”
Ver a Antonio tras las celdas le ha dado una especie de sensación de cierre a Janet, ahora de 38 años, aunque ella sigue batallando con su pasado. “Perdí los mejores momentos de mi vida, cuando pude haber estado con mi familia”, dijo en la corte. Como vive en Estados Unidos con una visa especial para víctimas de trata, se ha reunido con su hija, ahora una adolescente. Por estos días, Janet asiste a terapia y cuenta con el apoyo de un novio, aunque ella no le cuenta a sus amistades toda su historia. Se escapó de las garras de la esclavitud, pero sabe que hay millones de personas que todavía están encadenadas.