Imagine un restaurante pop-up con capacidad para 56 comensales, con dos servicios diarios y una lista de espera de 60 000 personas. Ahora, imagine que es usted el último de la lista. Esa bien podría ser la más pura definición de optimismo.
Noma, refectorio de la capital danesa distinguido cuatro años consecutivos como el Mejor del Mundo por la revista Restaurant, ha redactado semejante lista para su pop-up de cinco semanas en Tokio. Mas no fui una de esos 60 000. ¡Figuré entre los contadísimos suertudos que consiguió reservación! Así que el 9 de enero me reuní con los primeros comensales que se sentaron a la mesa para deleitarse con el primer servicio del primer día.
Atragántese de envidia
René Redzepi (37 años) es el chef, fundador y gran mago de la “Nueva Cocina Nórdica”. El maestro y su dedicado equipo hacen gala de técnicas escandinavas tradicionales como ahumado, encurtido, curado y fermentado para transformar ingredientes nativos en algo completamente nuevo y –aun más importante- delicioso. “El objetivo es forzar la creatividad estableciendo limitaciones”, explica Redzepi.
Es como un teatro comestible, donde el emplatado es el escenario y el menú, la narrativa a veces caprichosa. Lo que él describe como “bocadillos” –liquen de reno frito, saltamontes fermentados, jugo de lechuga tostada- ha resultado tan innovador e inspirador que el inevitable contragolpe no se hizo esperar. Este mes, la “Gran locura escandinava” de Redzepi encabezó la “Lista de tendencias que nos tienen hartos” de la revista New York (“Yo mismo estoy harto de escuchar mi nombre”, reveló Redzepi con patente sinceridad), mientras que otro crítico lo ha llamado “una encarnación de la veneración de la naturaleza”, cosa que describe como “un vehemente sistema de creencias entre los chefs de primer nivel, rayando entre la gastronomía y la religión”.
La filosofía de este semidiós danés determina no solo su cocina, sino la administración de su restaurante. Por ello, en vez de explotar su éxito creando una franquicia aeroportuaria, Redzepi cerró Noma durante tres meses y voló a Japón con los 60 miembros de su personal –desde sous chefs hasta lavaplatos- para materializar un osado proyecto desarrollado a lo largo de varios años y dar vida a un pop-up. “Aun cuando existía el potencial de quedar como tontos”, reconoce el danés.
Con todo, emprendió el reto porque Tokio le resultaba extraño, debido a su rica cultura gastronómica. “Como se nos considera exitosos, existe el peligro de caer en la complacencia y dejar de buscar oportunidades, de percibir posibilidades. Así que el pop-up es como una buena sacudida.”
Redzepi y su equipo consiguieron las instalaciones del Signature, prestigioso restaurante con reconocimiento Michelin en el 37º piso del Hotel Mandarin Oriental de Tokio. Recibieron autorización para retirar la suntuosa tapicería de terciopelo púrpura y los candelabros de cristal para decorar el espacio con el sobrio estilo danés. El principal atractivo del salón es la vista del monte Fuji, a casi 97 kilómetros de distancia.
“Con una aguja en el cerebro”
La fusión danesa-japonesa se evidencia no solo en la comida y la decoración, sino en el personal. Al ingresar en el comedor fui recibida cálidamente y con abundantes reverencias por docenas de empleados de Noma y del hotel, todos vestidos con el característico uniforme gris pálido del restaurante.
Luego de conducirme a la mesa y darme unos minutos para disfrutar de la vista espectacular, me sirvieron una copa de aromático jugo: manzana con infusión de pino y un cítrico japonés llamado kabosu agrio. Noma ofrece vinos, pero los maridajes con jugo son una innovación que Redzepi introdujo hace ocho años y se han generalizado de tal manera que incluso “Evolution”, el jugo de Starbucks, sugiere “maridajes” en su sitio web.
El primero de los 14 platillos llegó con gran ceremonia. Era una monstruosidad: langostino sobre una cama de hielo, con el caparazón de la cola levantado para exponer la carne cruda y salpicada con grandes hormigas negras. Cuando fui a tomar un bocado, para mi horror, las patas se agitaron febrilmente. Intenté tranquilizarme y pregunté a uno de mis camareros –el propio Redzepi- si el crustáceo estaba vivo. “Eso parece, pero está muerto”, aseguró.
“¿Cómo?”, pregunté, nerviosa
“Con una aguja en el cerebro. Durante tres o cuatro minutos después de matarlo, el langostino se mueve, como si fuera eléctrico.”
Ese pequeñín parecía funcionar con corriente alterna, lo cual no me reconfortó mucho. Fue bastante desagradable ver que la comida trataba de estrechar mi mano desde el plato. Cerré los ojos y mordí la cola con hormigas. Fue… ¡delicioso! Casi como helado de langosta escarchado con confites salados de hormiga.
Pregunté a James Spreadbury, gerente de Noma, si las hormigas eran de criadero o salvajes. “Salvajes”, respondió. “Del bosque de Nagano. Las recolectamos bajo tocones de árboles.”
Mientras aguardaba por el siguiente plato, eché un vistazo por el salón y observé una reacción parecida entre los comensales de otras mesas. Suspiré aliviada con lo que sirvieron a continuación: gajos de un fruto cítrico con diminutos chiles de Okinawa en salmuera sobre un espejo de aceite de alga tostada. Nada se movía.
A eso siguió un hígado de rape laminado, congelado y servido sobre pan ligeramente tostado a la parrilla. Llegó a la mesa en una servilleta gris pálido a juego con los uniformes Noma. Me invitaron a consumir el hígado antes de que se derritiera y así lo hice, tomando después un sorbo de jugo para enjuagar el paladar. La manzana con pino complementó perfectamente el Platillo No. 4, tiras de sepia que imitaban tallarines de soba. El camarero me entregó un tazón con caldo de pino y pétalos de rosa, y sugirió que mojara cada “tallarín” en la salsa antes de engullirlo.
El quinto plato semejaba una rebanada de tarta de banana, pero como sin duda adivinó, eran almejas de agua dulce y una pasta de kiwi salvaje sobre una corteza pastelera de alga. El personal estaba especialmente orgulloso de sus almejas. Cada tarta contenía 45 moluscos y 13 personas pasaron ocho horas sacándolos de las conchas. Sin embargo, los sabores, de increíble complejidad, perduraban y cambiaban continuamente, como si fueran “caramelos eternos” de Willy Wonka.
El sommelier, Mads Kieppe, explicó la dificultad de maridar el vino con las almejas. “Después de comer eso, no debe probar bebida alguna en cinco minutos”, previene. Luego me sirve otro jugo: nabo cocido condimentado con yuzu y brotes de casis, un sabor floral y nada dulce. Kieppe y los chefs dedicaron mucho más tiempo al maridaje de jugos que a las combinaciones de vino, de modo que cada bebida fue desarrollada para un segmento específico del banquete, casi como un platillo líquido paralelo.
El mayor orgullo de Redzepi es su cremoso tofu al vapor, servido con nueces silvestres. “El tofu pertenece a una antigua tradición y es muy difícil de preparar”, explica. No obstante, es muy fácil de comer.
El cubo de vieiras desecadas con hayucos y algas se parecía mucho al típico cubo de Rice Krispies. Se disolvió casi instantáneamente en mi lengua y lo enjuagué con jugo de pepino y alga.
Mi voto al platillo mejor presentado fue para la calabaza rebanada, bañada con aceite de cerezo y capullos de cerezo salados. Iba acompañada con jugo de calabaza y grosella espinosa, un brebaje digno de los salones de Hogwarts.
Con dramática ceremonia, colocaron un platón de cerámica negra en el centro de la mesa. Sobre él había tres “flores de ajo” negras, homenaje al arte japonés del origami. Me indicaron que tomara una flor (una especie de cuero frutal doblado) y la comiera de punta a tallo. La pasta fermentada de ajo era suave y ligeramente dulzona; su textura era gomosa, con sabor a regaliz negro. El comensal de la mesa vecina, el rey del ramen Ivan Orkin, describió las flores como “caramelos para adultos”.
Presentaron raíces blancas en un tazón blanco y en el centro colocaron un huevo encurtido rojo para evocar la bandera japonesa. Kieppe sirvió un mocktail [coctel sin alcohol] que, según explicó, “es una combinación de caldo y té”. Por un momento, me pregunté si el conejo blanco le habrá dicho lo mismo a Alicia.
Hasta entonces, todo había sido frío o a temperatura ambiente. Pero al fin llegó el primer plato caliente: un pato salvaje asado (con cabeza y patas) en salsa de bayas matsubusu, con el color y la acidez de los arándanos. La carne de la pechuga estaba rebanada directamente en el cuerpo y se desprendía fácilmente con los palillos [hashi].
Los camareros retiraron los restos y anunciaron que, en breve, regresarían “transformados”. Entre tanto, recibí un humeante tazón de caldo con un sabroso nabo.
El pato regresó, hecho una desgracia. Lo habían asado y descuartizado; la cabeza, cortada a lo largo, me miraba fijamente con la lengua asomando por el pico. Supongo que era el segmento masculino del banquete. Comencé a echar de menos los pétalos de rosa.
Los postres comenzaron con una dulce bebida de koji y junípero, seguida de un extraordinario tazón de una cosa que mi camarero describió como “arroz” aunque, de alguna manera, consistía de posos de sake. La salsa de acedera en el fondo convirtió aquel platillo en un homenaje deliberado a la alianza danesa-japonesa.
Lo que parecía un final perfecto no era más que el preludio de una serie de delicias. Un boniato fundido cubierto con azúcar moreno caramelizado y una salsa de kiwi silvestre de contorno; tuve que controlar el impulso de lamer el plato. Un mágico paisaje de musgo coronado con champiñones fermentados sumergidos en chocolate y delicadas alas de canela silvestre. Me informaron que el equipo de Noma fue a los bosques de Aomori, en el norte de Japón, a recoger los hongos y la canela.
Los comensales abandonaron el comedor en saciado éxtasis. El personal estaba exultante. Pregunté a Redzepi, el príncipe de Dinamarca visitante, a cuál cuento de Hans Christian Andersen le recordaba aquella aventura en Japón. Reflexionó un momento en su respuesta y salió con una ocurrencia: “Por supuesto, pensé en El traje nuevo del emperador. Pero no estoy seguro, todavía es muy pronto para saberlo. Pregúnteme de nuevo en cinco semanas”.