Los
oídos y las papilas gustativas son socios; ambos se encargan de enviar las
señales a través de la red del sabor, cuyo destino final es el cerebro. La
música del restaurante, el sonido del pan tostado que se parte en dos, los
hielos que entrechocan en la bebida, todo va en el mismo paquete.
“Chefs,
gastrofísicos y neurogastrónomos coinciden en la importancia de lo crujiente y
lo crocante”, comenta Charles Spence, psicólogo experimental de la Universidad
de Oxford, Inglaterra. “Son atributos que nos gustan mucho en la comida pero
tendemos a pensar que es algo que sentimos en la boca cuando mordemos, cuando
de hecho la investigación muestra que el
impacto del sonido es igual o mayor”.
Spence,
tras 10 años dedicados a entender cómo procesa el cerebro la información de los
sentidos, ha comprobado que los sonidos desempeñan un papel importante a la
hora de comer, que inicia antes de que el bocado llegue a tocar los labios del
comensal.
La
gente se lo atribuye al aroma, dice Spence, pero “desde el chisporroteo de los
huevos o de la carne en la sartén, el gorgoteo del café, nos preparan para lo
que viene”, con entusiasmo y salivación, conviene agregar.
Spence además de sus labores académicas ha trabajado con el famoso chef Heston
Blumenthal, dueño de The fat duck (dicen los conocedores que es uno de
los mejores restaurantes del mundo), quien aboga con insistencia de que la
cocina se aborde desde un punto de vista científico, y es un pionero –también–
en la gastronomía multisensorial.
Juntos
–chef y estudioso– realizaron varios experimentos para sondear cómo las
sensaciones sonoras afectan la percepción del sabor. En uno, sirvieron a los
participantes una ostra dividida en dos; la primera mitad la acompañaban con
sonidos marítimos, la segunda, con los de una granja. La primera fue
considerada “más agradable”.
Pero –el obstáculo del otro lado de la moneda– si el sonido del ambiente es alto, suprime la habilidad de sentir
intensamente el sabor. Y la prueba más a la mano es la comida que se
sirve en los aviones.
Las
investigaciones de Spence desvelan que las notas de alta frecuencia resaltan
los sabores dulces y las de baja frecuencia, los amargos. “Una vez que sabes
eso, puedes buscar música que tenga tales características”. Los tonos bajos de
Carmina Burana de Carl Orff, por ejemplo, hacen que “si estás comiendo algo que
tenga alguna nota amarga, la sientas más intensamente”.
Un
chocolate, que es amargo y dulce, se va intensificar a uno u otro sabor de
acuerdo a los sonidos que acompañen el momento de degustar la golosina. “Suena
raro, y no le sucede a todos, pero nuestras pruebas muestran que le pasa al
promedio de la gente. Cuando lo
experimentas, es asombroso”, acota.
Y donde los conocimientos científicos alcanzan otra
dimensión, en cuando Spence señala que se acentúa la dulzura de un platillo sin
aumentar las calorías “conociendo los vínculos entre el sentido del gusto, por un lado, y el de
la audición, por el otro”.
Hay
más aplicaciones que la mera necesidad de no ganar peso. En el caso de los
diabéticos que requieren de una dieta baja en azúcar, Spence se pregunta si a
ellos se les puede diseñar una lista de reproducción (play list) para que
disfruten el mismo sabor dulce que se les prohíbe. Él mismo se responde: “Hasta
ahora sé que se satisface el deseo de
dulzura por un día, tenemos que investigar más para poder asegurar que
si escuchas los mismos sonidos dulces por un año, van a seguir teniendo el
mismo efecto”. Suena delicioso.