En el mundo hay más de 1,300 millones de personas con discapacidad, es decir, una de cada seis personas, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2022). Lejos de ser una minoría, somos una población históricamente invisibilidad, estereotipada o sobreprotegida. En años recientes, ha tomado fuerza el concepto de diversidad funcionalcomo una forma alternativa de entender la discapacidad: no como una carencia, sino como una manera distinta —y legítima— de interactuar con el entorno.
El término fue acuñado por el colectivo Foro de Vida Independiente en España en 2005, buscando desmontar las etiquetas negativas asociadas a la discapacidad. En lugar de hablar de “discapacitados” o “minusválidos”, se propone hablar de personas con diversidad funcional, destacando que cada persona tiene diferentes formas de funcionar y que ninguna es menos valiosa que otra. Sin embargo, aunque el concepto ha sido adoptado en algunos círculos académicos y de activismo, sigue generando debate, especialmente en América Latina, donde muchos colectivos aún prefieren hablar de discapacidad desde el enfoque de derechos humanos.
Lo cierto es que, más allá de los términos, existe una realidad que no se puede ignorar: la discapacidad no es un estado homogéneo. No es lo mismo vivir con una parálisis cerebral severa que con una amputación de miembro inferior, ser una persona sorda o vivir con ceguera adquirida. Todas estas realidades caben en la categoría de “persona con discapacidad”, pero sus implicaciones, necesidades y formas de vida son radicalmente distintas. Esta diversidad al interior de la discapacidad no solo es evidente, es también una riqueza y una responsabilidad colectiva.
En México, según el Censo 2020 del INEGI, más de 6.1 millones de personas tienen alguna discapacidad, y entre ellas, el 51% son mujeres. A pesar de los avances en leyes y programas, el acceso a educación, salud, empleo digno y movilidad sigue siendo desigual. Pero también hay otro aspecto poco discutido: la falta de adquisición de habilidades funcionales por parte de algunas personas con discapacidad, incluso cuando su condición sí lo permite.
Hablar de habilidades funcionales implica hablar de autonomía: cocinar, desplazarse, utilizar tecnología asistida, manejar dinero, comunicarse efectivamente, entre otras. Es decir, herramientas para vivir con dignidad y participar en sociedad. En muchos casos, estas habilidades no se enseñan porque las familias, las escuelas o incluso los sistemas de salud tienden a sobreproteger o subestimar a la persona con discapacidad. Pero también hay casos en los que la propia persona, con capacidad cognitiva y física para adquirir dichas habilidades, decide no hacerlo. Ahí es donde debemos poner el foco.
Es duro decirlo, pero necesario: hay personas con discapacidad que, teniendo la posibilidad de desarrollarse funcionalmente, no asumen la responsabilidad de hacerlo. Se refugian en la comodidad del asistencialismo o del “yo no puedo”, reforzando estigmas y cerrando puertas no solo para sí mismos, sino también para quienes luchamos por demostrar que ser persona con discapacidad no es sinónimo de dependencia
.Esto no es un juicio hacia quienes enfrentan barreras estructurales graves o quienes, por la complejidad de su condición, requieren apoyos permanentes. Es un llamado a la autocrítica dentro de la comunidad de personas con discapacidad. Si exigimos inclusión, también debemos estar dispuestos a contribuir, a construirnos como ciudadanos activos, autónomos hasta donde nuestras condiciones lo permitan.
Entender la diversidad funcional es reconocer que no todos necesitamos lo mismo, pero que todos podemos algo. La funcionalidad no es un absoluto, es un espectro. Y en ese espectro, todos somos responsables de aprovechar nuestras capacidades al máximo. La discapacidad no nos define por lo que no podemos, sino por cómo elegimos —y luchamos— por vivir con lo que sí podemos.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.