Hoy hace 160 años nació Sigmund Freud, y el mundo del psicoanálisis celebra. Y si por algo consideramos esta fecha como algo memorable, no se debe tanto a su nacimiento como tal -evento que no tiene ninguna esotérica milagrosa ni nada que se le parezca- sino a lo que él mismo dio a luz en su vida cambiando de manera provocadora y polémica en cuanto a las simpatías y rechazos que ocasionó y ocasiona aún hoy día, pero en forma inexorablemente decisiva los modos de pensar de la cultura occidental.
Se trata de una invención. Dirán seguramente que es el psicoanálisis. No estarán equivocados. Pero me gustaría señalar con un poco más de precisión lo que creo que ha sido la gran innovación freudiana, la que la vuelve digna de considerarse un acontecimiento en nuestra historia: la invención del psicoanalista y, con él, de un nuevo modo de lazo.
El psicoanalista es el partenaire necesario de un nuevo lazo, inédito e irreductible a las formas conocidas. Ni maestro y discípulo, ni amo y esclavo, ni consejero y consultante, ni confesor y penitente, ni adiestrador y adiestrado, ni… el lazo analítico funda una nueva forma de tratamiento de las aflicciones humanas. Aquello que su inventor proponía como enfermedades del pensamiento que afectan las ideas, el cuerpo, las vidas, la vigilia y los sueños, los yoes mismos de aquellos que no encontraban otro lugar donde su padecer fuera dignificado en su sentido más íntimo, genuino y singular.
Freud inventó un lazo entre personas que pone en el centro de la escena una particular sensibilidad a las resonancias de la palabra y sus efectos tanto para hacer sufrir como para intentar curar ese sufrimiento. Palabra bisturí, pasión de los seres hablantes -que resuene la pasión en sus múltiples sentidos-, que tanto corta la carne como cauteriza la herida.
Alguien que se ocupe de ese extraño parásito que es la lengua para los humanos y de sus efectos, es lo que Freud ha legado en el centro de una terapéutica que, sin dudas, no es como las demás. Esta lengua que se nos entromete incluso antes de poder tomar nota de ello, y de la cual nos hacemos poseedores de una manera siempre resbaladiza; esta lengua que nos determina con la repetición y es a la vez la clave de lo nuevo; de esta lengua, no tenemos ningún reaseguro más que lo que con ella podamos hacer en nuestras vidas. Una lengua que no es simple artificio ficcional, significante, simbólico. Una lengua que se encarna en lo más real de un cuerpo que sufre, que goza, que vive.
El psicoanalista está allí para hacer posible la apuesta de tratar lo vivo como vivo, desde lo más vivo: su recurso a la lengua y sus efectos de sentido, de sin sentido y su más allá del sentido, para tocar lo real. “El realismo propio del psicoanálisis es lo real producido por su práctica de la lengua”, decía Eric Laurent. Es un modo teórico de decir que el psicoanálisis cambia vidas. Tenemos testimonios, muchos, de ello. Gracias al genio creador de Freud, quien agradecía lo afortunado que era porque ninguna cosa le había resultado fácil en la vida. Gracias a muchos otros que hicieron del psicoanálisis su deseo decidido, su apuesta, su causa, manteniendo vivo el legado freudiano lo que significa reinventarlo cada vez, a la altura del sujeto de la época.
Una cereza de Jacques Lacan, para el pastel de palabras que en estos días muchos dedicamos a Freud: “Nunca podré recordar lo suficiente, a aquellos de ustedes que frecuentan la literatura analítica -y Dios sabe que se ha vuelto enorme, casi difusa- que unan a esa lectura una dosis al menos proporcional de lectura de Freud mismo. Verán resplandecer la diferencia.” (Conferencia Freud en el siglo, a propósito del centenario del nacimiento de Sigmund Freud).