ARELI tuvo que esperar siete meses por un diagnóstico acertado de las secuelas que le dejó el COVID-19. Su caso, como el de muchos recuperados, desafía el sistema de salud mexicano, cuya capacidad de respuesta para esa población es insuficiente.
Ingeniera de 31 años, Areli Torres se contagió en junio pasado y los síntomas más fuertes -fiebre y dolor de cabeza- le duraron cuatro días.
Entre junio y agosto se realizó tres pruebas que dieron positivo, pero aun así decidió volver a su vida normal. O lo intentó, porque un mes después del contagio se le empezaron a adormecer varias partes del cuerpo.
Hoy la molestia se concentra en una pierna.
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Desde entonces “todo es incierto, todo ha sido un calvario. He visto a cuatro médicos y (…) hay mucho desconocimiento sobre las secuelas o síntomas persistentes del COVID-19. Sigo en busca de respuestas”, comenta con enfado a la AFP.
Un primer doctor del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) “concluyó que era ansiedad” y le recetó antidepresivos. Dos médicos privados, incluida una neuróloga, ratificaron el diagnóstico.
Hizo terapia, yoga y retomó el entrenamiento físico, pero aun así “tenía la mitad del cuerpo adormecido”.
Fue en febrero que otro médico identificó el problema: una inflamación del sistema nervioso a raíz del coronavirus, que no para de sorprender a los científicos.
Entre otras cosas le recomendó “tener paciencia”, aunque para entonces ya había tenido que posponer su boda.
Múltiples afecciones
En México, de 126 millones de habitantes, 1,6 millones de pacientes han superado el COVID-19 y casi 184,000 perdieron la batalla.
Aunque no hay cifras sobre el número de recuperados que padecen secuelas, en octubre pasado Ricardo Cortés, director de Promoción de la Salud de la Secretaría de Salud, aseguró que menos de 5% de quienes sufrieron un cuadro grave necesitaban rehabilitación pulmonar.
Pero esa visión ha cambiado. “No solamente aquellos que han presentado un cuadro severo o crítico, como al principio lo creíamos, son los que van a desarrollar secuelas”, comentó a la AFP María Isabel Jaime, subdirectora de la Unidad de Medicina Física y Rehabilitación del IMSS.
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A esa institución llegan “pacientes que han tenido un cuadro moderado y que dos o tres semanas después de haber vivido la fase aguda ya presentan secuelas”, agregó.
Se cuentan afecciones respiratorias, gastrointestinales, renales, hepáticas, en el sistema nervioso, fibrosis pulmonar, fatiga, debilidad muscular, alteraciones cognitivas y sensitivas, y ansiedad.
Algunas unidades del IMSS y el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) ofrecen terapias de rehabilitación pulmonar, pero son insuficientes.
El seguro social mexicano cuenta con unos 20 millones de afiliados y da cobertura a ocho millones de personas más bajo otras modalidades.
Capacidad insuficiente
El presidente Andrés Manuel López Obrador insiste en que su gobierno heredó un sistema de salud “rezagado”, si bien el sector público cuenta con especialistas de primer nivel.
Al inicio de la emergencia, México tenía un déficit de 200,000 médicos y 300,000 enfermeras, según cifras oficiales, por lo que el gobierno tuvo que contratar personal a marchas forzadas.
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También adaptó casi un millar de hospitales para atender a enfermos de COVID-19, suspendió los trasplantes durante varios meses, y en general se redujeron las atenciones a enfermos de otros padecimientos graves.
La inversión en el sector durante la crisis asciende a 75,000 millones de pesos de acuerdo con las autoridades.
Pese a ello, la infraestructura para atender a los enfermos con secuelas del virus “probablemente no sea suficiente para poder cubrir toda la demanda”, reconoció en diciembre pasado José Luis Alomía, director de epidemiología de la Secretaría de Salud. N