Con la piel más reseca de los labios por no poder hacer pausas para beber agua durante su turno en el hospital, Beatriz, enfermera de 52 años , madre de tres que aún viven en casa, a través del monitor, le cuenta a una terapeuta que la ansiedad no la deja dormir, que lleva cuatro semanas viviendo con una de sus compañeras sin poder ver a nadie que no trabaje en la misma institución médica que ellas. No es sólo la incertidumbre colectiva lo que le preocupa sino no poder volver a casa cuando pase esto, si es que pasa.
Fue hasta después de las primeras dos semanas en que la llegada del virus al país fue oficial, cuando decidió que saldría de casa para quedarse cerca del hospital y lejos de su familia. Besó a su esposo en la frente, tomó una mochila , su rosario con olor a rosas, le puso más alimento al perro y acariciándole la frente le dijo, ‘nos vemos luego, espero’. Más tarde los llamó para avisarles de su decisión, no podía cuidarlos y hacer su trabajo; irónica ambivalencia. La falta de equipo de protección médica, medidas sanitizantes e información son los motivos que llenan de ansiedad a Beatriz y a sus compañeras enfermeras.
Marcelo por otra parte, no trabaja en ningún hospital, diseña software en una compañía para la cual, mientras no sea obligatorio, no cerrarán sus instalaciones ni dejarán que los empleados que han quedado después de los recortes trabajen desde casa.
A pesar de implementar normas de seguridad básicas: contar con jabón en los baños, gel antibacterial y obligar el uso de cubrebocas, la mayoría de los que siguen yendo a la planta han decidido autoaislarse para evitar ser una fuente de contagio. Marcelo, que está próximo a ser padre ha optado por limitar su contacto, sólo ve a su esposa y suegros mediante videollamadas, ordena el supermercado por internet y pide cualquier cosa que le parezca necesaria mediante apps y sitios web. Lleva 45 mañanas sin despertar acompañado, mientras Eva entra al último trimestre. Planea tomarse 15 días antes de la fecha del parto para asegurarse de no tener síntomas y estar presente cuando nazca su primer hijo.
Y así continúa la vida de Cristina, la hija menor de Virginia y Adolfo, de 70 y 74 años respectivamente, la única que mantenía contacto continuo con sus padres. Acostumbraba visitarlos al menos 3 veces por semana, cualquier pretexto era bueno, lo importante; verlos, abrazarlos, escucharlos y estar ahí ante cualquier necesidad. Con el corazón roto tuvo que dejar de hacerlo, aunque mantiene un contacto estrecho con sus padres a través del teléfono, ya que no están nada acostumbrados a los teléfonos celulares y mucho menos a las videollamadas. Añora poder abrazar a sus viejos. “ya me había olvidado de las largas pláticas por teléfono” le repite su madre entre risas que suenan a profunda tristeza. Cristina, quien es cajera en un supermercado, sabe el riesgo que representaría acercarse más de lo debido. Ahora les deja el súper en la puerta de la casa con recordatorios de lo mucho que los ama y los extraña, Adolfo lo recuerda cada vez que muerde una de sus galletas de nuez, con las que acostumbraba a tomar el café con su hija.
Alejarse se ha convertido en una de las muestras de amor más grande.