En Cien años de soledad un extraño mal se esparce sobre Macondo: es el mal del olvido. En un esfuerzo iniciado por Aureliano Buendía, y secundado por Arcadio Buendía, se colocaron etiquetas con los nombres de cada objeto por todo el pueblo, a fin de evitar la terrible peste del olvido.
Una extraña manera, sin duda, de invocar a Mnemósine y solicitar su intervención a favor de un pueblo que tuvo que poner una etiqueta encima de aquel animal llamado vaca, y al cual había que ordeñar todos los días…
Ardua tarea la del narrador, sin duda, cuando su principal misión se encuentra en recordarnos que hay historias e Historia, y es que, nos dice Walter Benjamin:
«El arte de narrar se aproxima a su fin porque el cariz épico de la verdad, que no es otro que la sabiduría, se extingue»[1].
¿Pero qué significa aquí «cariz épico de la verdad»? ¿No se supone que en la modernidad, la Verdad, en un sentido fuerte, como lo diría Nietzsche, es prístina y no puede portar adjetivos? Benjamin se coloca desde ya a contracorriente y nos sitúa de una sola vez ante una idea de la verdad que tiene matices, que no está edificada de una vez y para siempre, y que uno de esos matices tiene el rango de épico, término que en un autor como Benjamin no puede ser tomado a la ligera.
La sabiduría, en tanto ese cariz épico de la verdad, remite a la idea, tal vez, del combate, de la agonística epistemológica heraclítea, de la cual Octavio Paz señalaría que remite a la suave y firme tensión que existe tanto en el arco como en la lira.
La narración surge originariamente en el boca en boca, dirá Benjamin. Quizá por eso señalaría también que el proceso que indica la eventual muerte de la narración, es la novela moderna, y es que en esta época, de reproductibilidad masiva gracias a la imprenta, la palabra estará siempre disponible.
El libro, asociado indefectiblemente a la narrativa novelística moderna, implica decirle adiós a Mnemósine; adiós de una vez y para siempre a las tradiciones orales que apostaban a la memoria, tanto a la pensada como a la vivida.
Y es que la narración, de acuerdo con la idea de Benjamin, es un acto de escucha, mismo todo el tiempo apela a la memoria. El arte de narrar historias, nos dice, consiste en volver a contarlas una y otra vez, no por el mismo narrador, sino por otro, quien vía el impacto psicológico de la narración lleva a que ésta se anide en su memoria.
Por eso es importante entender que no hay narración sin memoria; el narrador es imposible. Por eso Arcadio Buendía es el narrador por excelencia, si se le quiere pensar en un sentido llano, porque busca fijar a toda costa el nombre, el signo a la cosa, entendiendo que el signo, como lo narraría décadas atrás Marcel Proust, no es algo que se encuentre fuera de nosotros, sino que todo el tiempo y a toda hora nos habita y nos permite habitar el mundo. Al respecto, escribirá Benjamin:
«Narrar historias ha sido siempre el arte de seguir contándolas y este arte se pierde si ya no hay capacidad para retenerlas. Se pierde porque ya no se teje ni se hila mientras se las escucha. Cuanto menos pendiente de sí mismo está el que escucha, tanto más profundamente se graba en su memoria lo que está escuchando. Mientras se deja llevar por el ritmo de su trabajo, puede registrar las historias de tal manera que con ellas, con toda naturalidad, le es transmitido también el don de narrarlas. Así se configura la red en la que encuentra su lugar el don de la narración»[2].
En todo esto, no debe olvidarse, se encuentra lo que podría denominarse como un nudo del lenguaje, es decir, un estrecho entrelazamiento que se teje con los hilos de la memoria, los signos y la lengua en su conjunto. No hay lengua sin la facultad mimética y sin lo que Benjamin llama el don de recordar y de construir lo semejante a partir de lo semejante.
Por eso a Benjamin le preocupa con tan denodado interés el asunto de la memoria: porque sin esta la dimensión épica de la verdad se hace imposible. La sabiduría exige de la narración de historias, pero, sobre todo, de poder recordarlas para vivificarlas y rehacerlas, de reescribirlas en la memoria de la comunidad que somos en el lenguaje. Escribe Benjamin:
«Hay que suponer en cambio que la facultad de producir semejanzas […] y por lo tanto también la facultad de reconocerlas, se ha transformado con el curso de la historia. La dirección de esta transformación parece determinada por un creciente debilitamiento de la facultad mimética. Puesto que es evidente que el mundo perceptivo del hombre moderno no contiene más que escasos restos de aquellas correspondencias y analogías mágicas que eran familiares en los pueblos antiguos»[3].
La cuestión de la narración adquiere así una dimensión mayor, porque en ella se juega no solo la posibilidad de transmitir una historia. No se trata de un mero acto de comunicación o incluso de un proceso continuo de transmisión de saberes y de tradiciones. En efecto, nos dice Benjamin:
«La narración no pretende como la información, comunicar el puro en-sí de lo acaecido, sino que lo encarna en la vida del narrador, para proporcionar a quienes escuchan lo acaecido como experiencia. Así, en lo narrado queda el signo del narrador, como la huella de la mano del alfarero en la vasija»[4].
En esto se vuelve al tema original: el de la memoria, porque el narrador habla, pero habla desde una escucha simultánea, la de su propia voz. Su voz, al salir de su boca deja de ser solo suya y se convierte en el vehículo mediante el cual se comparte el don del decir, del construir historias y donarlas a su vez a los otros, que son todos los demás que se hacen una comunidad de lenguaje.
Pero en esto Benjamin invita a una precaución, sobre todo cuando piensa en Reik, quien distingue entre la memoria —conservación del pensamiento— y el recuerdo, el cual tiene siempre un efecto destructivo y devastador del proceso de toma de conciencia. Por ello afirmará nuestro autor:
«Solo puede llegar a ser parte de la memoria involuntaria aquello que no se ha vivido expresa y conscientemente, en suma, aquello que no ha sido “experiencia vivida”»[5].
Todo esto quiere decir entonces que la narración debe ser entendida como el proceso de convertir en experiencia vivida la experiencia no vivida. Aquí se trata de mucho más que de un mero juego de palabras, pues narrar implica poner en operación el proceso de la memoria, pero no como un acto consciente, sino como una especie de aparición intempestiva que nos obliga a confesarnos lo que nos habíamos ocultado a lo largo del tiempo.
El tiempo de la narración es, pues, el tiempo recobrado de Proust. Por eso la búsqueda del tiempo perdido es una profunda inmersión en los mares de la memoria, de aquella que nos viene de forma involuntaria porque, si se es estricto con lo que Benjamin sostiene, esa es la única memoria auténtica.
Es decir, la memoria de lo auténticamente vivido es siempre racionalización del proceso vital. En cambio, la memoria involuntaria nos remite a lo que no vivimos y que solo a través de su rememoración es reconstruido, no en su literalidad, sino a partir del referente y de los signos y significados que nos rodean en el momento en que nos adviene el pinchazo del inconsciente y, con él, la reapropiación de lo que nos habita como memoria y nos reinventa con su retraimiento al presente.
En este punto es preciso decir que para Benjamin la memoria es una facultad de dimensiones épicas y la ubica por encima de todas las otras facultades humanas. Dice el autor:
«La memoria es la facultad épica que está por encima de todas las otras. Únicamente gracias a una amplia memoria puede la épica, por un lado, apropiarse del curso de las cosas y, por otro, con la desaparición de estas, reconciliarse con el poder la muerte»[6].
Pero, si la memoria se da a la par del ejercicio de nuestra facultad épica por excelencia, el narrador juega entonces el papel del héroe. Quizá sin decírnoslo, Benjamin pensara que a la modernidad le hacen falta nuevos héroes, auténticos defensores de la memoria a través de la permanente lucha del lenguaje.
Personajes que se atrevan a otear en los límites del riesgo que implica sumergirse en las profundidades del inconsciente y que sean capaces de revelarnos lo que ahí habita, quizá para conservar, paradójicamente, no un estado de cosas, una idea o una forma de aparecer y ser en el mundo, sino la propia facultad de narrar vía la rememoración de lo que nos es oculto.
No es casual, en ese sentido, que uno de los ejemplos que utiliza Benjamin para ilustrar la idea de lo semejante y su vinculación con nuestras facultades miméticas —la base, sin duda, de la capacidad de narrar algo— sea el de la astrología. Pensando como pensaba, no sería extraño asumir que si Benjamin habla del don, también piense en la revelación de la memoria a través del lenguaje a la manera en como los místicos antiguos llegaron a pensar en los arcanos celestes.
La narración, por lo tanto, escapa al mundo del arte en el sentido que se le podría dar a la construcción novelística moderna. No, el arte de narrar es otro, el que lleva al narrador a impregnar a toda su historia de sí, a fusionarse entre vida y letra, entre palabra y discurrir de la existencia, a no dejar de anclar en hechos vitales, rememorables, aquello que se dice porque se considera digno de mantenerse en la memoria de los otros.
Tratando de pensar como Benjamin, valdría decir que solo aquello que es intensamente vivido puede ser guardado auténticamente en nuestra memoria y que únicamente en el momento de nuestra autonarración será que nos encontraremos frente a frente con aquello que nos es necesario recobrar y vivir una vez más. Pero esta vez como memoria pensada, que remite a la memoria que nos obliga a ser en esta ocasión vivida, de una vez y para siempre, para que la narración y autonarración de nuestros recuerdos nos lleven a la exigencia de ubicarnos en el tiempo y de enfrentarnos a la desdicha y el reto de estar vivos.
La memoria sería, desde esta perspectiva, la metaforización de la vida que nos habíamos ocultado en signos que estaban ahí para ser redescubiertos en el instante en que nos damos cuenta de que requerimos acudir a nuestro propio rescate vital. Y no para sanar o nombrar lo que nos ocultamos en el sentido psicoanalítico, sino para convertir en auténtica memoria lo que asumimos que somos y en lo que nos escribimos en tanto experiencia lingüística y significante que podemos ser.
Ni Marcel o Swan o Arcadio Buendía nos son tan familiares porque sean personajes centrales en Proust y en García Márquez; lo son porque en ellos están los narradores que ambos escritores fueron, porque no escribieron meras novelas en el sentido moderno que criticaría Benjamin.
En ambas tramas lo que se encuentra es precisamente la huella del alfarero, la síntesis de la memoria de los narradores que son y no son sus personajes; que viven en ellos lo que cada uno vivimos, no porque nuestras existencias y discurrir vital se asemejen, sino porque nos colocan ante el espejo de la memoria.
No es fácil volver a escapar al aroma que evoca nuestra niñez, a la flor que nos remite al primer encuentro con la verdad, a la palabra que nos hace escuchar una vez más todo aquello que quisimos narrar o nos fue narrado en la niñez. En eso radica la potencia épica a la que alude Benjamin; recordemos lo que decía Nietzsche: «hay cosas que no quiero saber, la sabiduría puede ponerle límites al conocimiento».
Es esa sabiduría a la que seguramente nos remite Benjamin cuando la ubica como la más épica de las dimensiones de la verdad: porque esta no es Una, porque no es conocimiento racional en el sentido cartesiano; acá es puro impulso, memoria viva y ardiente que hace que se encienda la llama de la vitalidad y el coraje de recordar y recordar, de enaltecer la escucha, de un estar abiertos a la voz que nos llama para narrarnos e invitarnos a convertirnos en guardianes del lenguaje, vía la memoria, vía la narración de lo que portamos como alfareros del lenguaje.
Se trata de la defensa de un lenguaje situado mucho más allá del sentido utilitario que se le ha dado en la sociedad de masas; del lenguaje entendido superando el carácter instrumental que se le asigna en una sociedad que, como la de Benjamin, ya estaba inserta en una lógica de comunicación de masas en la cual se intentó reducir al lenguaje a un mero vehículo de intercambio de datos e información.
Esta idea del lenguaje como un vehículo portador de mensajes se encontraba ya en la base de lo que serían las futuras teorías de la comunicación funcionalistas, propias de la sociología norteamericana, y frente a las cuales autores como Adorno, y posteriormente Marcuse, se enfrentarían denunciando el carácter estrictamente instrumental con el que habían surgido en los regímenes totalitarios, y que se mantuvo en las sociedades capitalistas de la posguerra. En esa lógica, escribiría Benjamin:
«Cada mañana se nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello, somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza ningún acontecimiento que no esté cargado de explicaciones. En otras palabras, casi nada de lo que acontece beneficia a la narración y casi todo, a la información. Porque el hecho es que el arte de narrar radica en referir una historia libre de explicaciones»[7].
Al respecto, hay que considerar que la narración requiere de experiencia, de la cual, en la visión de Benjamin, también en la modernidad se carece cada vez más. A pesar de la primera guerra mundial, que a nuestro autor le tocó atestiguar, las generaciones que se suceden a partir del siglo XX no son más ricas, sino más pobres en experiencias comunicables.
Pero, si se entiende bien lo dicho a lo largo de este texto, estas experiencias no son otras sino las dignas de ser narradas, las que habitan la memoria, y no los recuerdos, y las que se engarzan con la experiencia que puede alojarse en la intimidad de la conciencia individual, pero, sobre todo, como referencia de la Historia de la humanidad; así:
«Lo que desde luego se pone aquí de manifiesto es que la pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo —tan exacto y afilado como el de los mendigos de la Edad Media— […] Sí, reconozcámoslo: esta experiencia no es solo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata pues, de una especie de nueva barbarie»[8].
Esta barbarie —que en Benjamin puede tener un carácter ambivalente, según el texto en que la aborde y contextualice— se ha convertido en una especie de anhelo. Es, debe decirse, compleja y múltiple, pues en ella se concatenan, sin un orden preciso, pero interactuando de manera interdependiente, el debilitamiento de la memoria, la pauperización de la experiencia, el afán informativo sobre el auténticamente narrativo y la capacidad de vivir con base en experiencias dignas de ser rememoradas. En efecto:
«Pobreza de la experiencia: eso no hay que entenderlo como si los seres humanos anhelasen experiencias nuevas. No, al contrario: anhelan liberarse de las experiencias, anhelan un mundo y un entorno en el que puedan hacer valer su pobreza, la exterior y, por fin, también la interior, tan clara, tan limpiamente, que de ella pueda, al fin, salir algo decente»[9].
¿Qué puede narrarse si no hay experiencia? ¿Cómo no va a haber un predominio de la narrativa ligera si el afán informativo se encuentra por todos lados y, más aún en nuestros días, cuando las fake news han inundado prácticamente todos los intersticios de la vida comunitaria virtual?
Nuestra pobreza, la de la modernidad y la de nuestros días, no es otra sino la del abandono del arte de narrar; la de la renuncia a cultivar ideas, palabras, signos, a fin de esperar en el futuro su cosecha en la rememoración, la cual, como lo diría Octavio Paz, tendrían que convertirse en algún momento en ceremonia y celebración. Lo primero, porque recobrar la memoria, en el sentido de Proust, concita a la celebración de la vida, a la recapitulación de lo existente y del discurrir en ello, porque es lo que nos permite atestiguar y atestiguarnos como parte del mundo.
Ahora bien, aunque Benjamin no lo dice de manera explícita, no debemos caer en la trampa de creer que la narración se da únicamente en los textos de larga extensión. Es decir, la narración, la que de verdad es auténtica, puede sintetizarse en unas cuantas líneas, en unos versos.
La narración —y hay que defender esta tesis—, si ha de sobrevenirnos en nuestros días, podrá hacerlo solo cuando es radicalmente poética, es decir, cuando logra de la nada hacer poiesis.
La memoria y la narración, como las entiende Benjamin, recordémoslo, son la parte épica de la verdad, pero de la verdad más profunda, la que puede salvarnos de la frivolidad de la palabra inerte es únicamente la verdad poiética, la que no obedece a la racionalidad fría del algoritmo y la identidad perenne.
Como ejemplo puede pensarse en este poema de Bertolt Brecht, con quien nuestro autor sostuviera largas y potentes conversaciones e intercambios epistolares:
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Recuerdo de María A.
Aquella tarde, aquel azul septiembre
Quietos bajo el ciruelo en flor
La tuve entre mis brazos como un sueño
Entre mis brazos aquel antiguo amor.
Encima nuestro en el cielo del verano
Seguí una nube con la vista largo tiempo
Era tan blanca y parecía tan alta.
Cuando volví a mirarla, se escapó en el viento.
Desde aquel día pasaron muchas lunas
Nadando en la quietud sin detención.
De los ciruelos ya habrán hecho leña
Y tú preguntas qué se hizo de mi amor
Tengo que contestarte: no me acuerdo.
O no, ya sé, ahora me acuerdo bien.
Pero su cara no, no puedo reencontrarla.
De lo único que estoy seguro: la besé.
Pero aun el beso lo hubiera olvidado
A no ser por esa nube que pasó.
Esa la tengo presente para siempre
Era muy blanca y desde arriba descendió.
Puede que los ciruelos sigan floreciendo
Y que ya tenga siete hijos aquella mujer
Pero esa nube solo floreció pocos minutos
Cuando volví a mirarla ya no la encontré.
Así es como hay que recordar. Así es como debe
narrarse: con la vida desenvainada, con la espada de la palabra en la lengua,
dispuesta a arrancarle a la memoria los trozos de vida fugaz que le dan sentido
a lo que somos, que nos hacen saber que sin ellos, cualquier rostro, cualquier
beso, cualquier alegría o infortunio no son más que piezas de un museo dedicado
a la mera exposición de reliquias y no de memoria; de historia.
[1] Benjamin, Walter, “El narrador”, en Iluminaciones, Taurus, Madrid, 2018, P. 229.
[2] Ibídem. P. 233.
[3] Benjamin, Wlater, “Sobre la facultad mimética”, Ensayos escogidos, Ediciones Coyoacán, México, 1999.
[4] Ibídem, “Sobre algunos temas en Baudelarire”, P.11.
[5] Idem.
[6] Benjamin, “El Narrador, op cit, P. 239.
[7] Benjamin, “EL Narrador, en Iluminaciones, op cit, p. 231.
[8] Benjamin, “Experiencia y Pobreza” en Iluminaciones, op cit, p. 97.
[9] Ibídem, p. 99