Era 1999. Tenía 23 años y lo último que esperaba ese fin de semana era enamorarme.
Fui a Veracruz con un par de amigos. Playa, camarones al mojo de ajo, conversaciones largas en palapas sin techo. Uno de esos viajes donde los días parecen lentos pero se van volando. La conocí en un café cerca del malecón. Ella leía La tregua de Benedetti y llevaba un vestido rojo que no combinaba con sus sandalias. O tal vez sí, porque todo en ella parecía combinar con lo improbable.
Se llamaba Laura. Era de Guadalajara y estaba de vacaciones con una amiga. Nos reímos de lo raro que era coincidir así, sin mapas ni algoritmos.
Pasamos esa tarde juntos, los cuatro, entre cervezas, botanas y miradas que querían quedarse más tiempo. Hicimos planes para otro día que ya no iba a existir, porque ella se regresaba al día siguiente muy temprano.
Cuando pidieron el taxi, el grupo se fue separando entre abrazos, promesas ligeras y despedidas. Yo la acompañé hasta la banqueta. El motor encendido. La puerta abierta. Su amiga ya dentro. El final, inevitable.
Y entonces, lo decidí.
“Si voltea —me dije—, si antes de que el taxi dé vuelta en la esquina, voltea a verme, me lanzo a buscarla. No importa que Guadalajara esté a más de 1,000 kilómetros. No importa que suene ridículo. Si voltea, lo haré.”
El taxi arrancó. Avanzó unos metros.
Y justo cuando parecía que no —como escena escrita por un guionista que odia los finales abiertos—
Laura volteó.
Sacó la mano por la ventanilla.
La agitó.
No con nostalgia.
No con emoción exagerada.
Solo con esa sencillez que tienen los gestos que saben que pueden cambiarlo todo.
Y entonces sonrió.
Fue suficiente.
Dormí un par de horas. Al amanecer, llené el tanque de gasolina, preparé una mochila y salí de nuevo. Pero no manejé directo a Guadalajara. Me detuve en un puesto de periódicos en Córdoba, encontré el directorio de Telmex, busqué su apellido. Solo tenía una pista vaga de dónde vivía, pero con suerte encontré el número que creí que podía ser el de su casa. Y con los nervios de quien está a punto de hacer el ridículo de su vida, entré a una cabina telefónica, marqué con monedas y esperé.
—¿Bueno?
—¿Laura? Soy yo… el del esquite.
Silencio.
Y luego, una carcajada que reconocí al instante.
—¿Vienes en camino?
—Ya estoy cerca.
Nos vimos esa misma tarde, en una cafetería cerca de Chapultepec. Yo con la camisa arrugada, los ojos rojos y la certeza de que todo lo demás podía esperar.
Han pasado 25 años desde esa llamada.
Hoy tenemos una casa con jardín, dos hijos que ya casi nos alcanzan en altura, y muchas formas de contarle al mundo cómo empezó todo.
A veces, una decisión repentina y azarosa —como esperar un saludo de alguien que ya va en el taxi—
es lo que define el resto de tu vida.