Una tarde de octubre, cerca de tu cumpleaños mientras caminaba por el centro, pasé frente a una tienda de instrumentos musicales.
No tenía planes, una tarde extraordinaria, sin prisa. Sólo buscaba matar tiempo, y entonces lo vi.
Estaba colgado en una pared de madera clara, rodeado de guitarras con el barniz desgastado y tambores que parecían guardar años de silencio.
Brillaba.
Rojo profundo, como cereza recién mordida.
Los botones blancos resaltaban sobre el cuerpo lacado, alineados con la precisión de un reloj antiguo.
Tuve que acercarme.
Casi sin darme cuenta, ya estaba frente al vidrio, con las palmas abiertas, como si mi cuerpo hubiera recordado algo antes que mi cabeza.
Pensé en tus manos.
Esas que tú llamabas torpes, pero que para mí eran firmes, honestas, capaces de aprender lo que sea en lo que pusieras tu mente.
Imaginé tus dedos explorando ese acordeón como si descubrieran un idioma nuevo, como cuando me descubrías a mí.
Y recordé, con una punzada en el pecho, aquella vez que dijiste —entre bromas que no son bromas— que si alguien te regalaba uno, aprenderías a tocar.
Que lo harías por ti, pero también por tu abuelo, ese que te enseñó que en las fiestas familiares no hay mejores palabras que una canción bien tocada.
Entonces te vi recibiéndolo.
La sala con luz tenue.
Los foquitos navideños parpadeando en las esquinas.
Tu mamá nerviosa, sin saber si mirar o fingir que no veía.
Tú, con la caja grande entre las piernas, dudando si abrirla.
Yo sonriendo apenas, sabiendo que en cuanto vieras lo que había dentro, ibas a levantar la vista con esa expresión tuya que mezcla asombro con miedo.
Y después, claro, lo abriste.
Lo sacaste con cuidado como quien encuentra algo sagrado.
No dijiste nada. No era necesario, tu rostro me lo dijo todo. Después me abrazaste fuerte.
Y prometiste, casi susurrando, que esta vez sí ibas a cumplir lo que dijiste. Y te creí.
Fuiste a buscar clases.
Te recomendó un amigo de tu papá a un hombre mayor, viudo, que enseñaba desde su patio lleno de macetas cerca de tu departamento.
Te gustó.
Fumaba mientras tocaba. Tenía las uñas largas y las manos sucias, pero entendía de música y de hombres que llegan tarde a sus propios talentos.
Las primeras semanas fueron un desastre.
El acordeón se resistía.
Te peleabas con los botones.
Las notas salían sueltas, como si el instrumento quisiera hacerte renunciar.
Pero no lo hiciste.
Cada tarde, después de trabajar, practicabas en casa.
Yo te escuchaba desde la otra habitación, intentando no interrumpir, aunque a veces me asomaba para verte concentrado.
Había algo conmovedor en tu esfuerzo.
Algo tan frágil que dolía bonito.
Cuando por fin pudiste tocar una canción entera sin equivocarte, te temblaban los dedos.
Me la dedicaste sin decirlo.
Sólo me miraste.
Y entonces empezaste a llevarlo contigo a las reuniones.
Tus primas te pedían canciones.
Las tías te grababan con el celular.
Tu papá no decía nada, pero su manera de callar había cambiado.
Yo me quedaba sentada, viendo la escena como si fuera una película donde todo tenía sentido.
Donde bailábamos al ritmo de cualquier canción que trajeras de moda esa semana.
Tuvimos desacuerdos.
También silencios largos.
Pero no nos fuimos.
Nos quedamos a mirar el eco de lo que habíamos sembrado.
Tú tocabas.
Y cada vez que lo hacías, me buscabas con la mirada.
Como agradeciendo que yo hubiera creído en ti antes que tú mismo.
Y entonces…
Un claxón.
Gente cruzando a prisa.
La ciudad retomando su ritmo sin esperarme.
Parpadeé.
Seguía ahí.
Parada frente a la tienda.
El acordeón colgado en la misma pared.
Rojo.
Brillante.
Intacto.
No lo compré.
No volví.
No te lo di.
Nunca aprendiste a tocar.
No hubo maestro.
No hubo caja envuelta.
No hubo cena familiar ni abrazos en silencio.
No hubo tú y yo, más adelante.
Toda esa historia —las clases, las tardes, las canciones, tu papá tragándose las lágrimas, la sala iluminada, tu mirada buscando la mía—
todo eso, nada de eso.
Lo soñé despierta.
Lo escribí en mi cabeza con tanto detalle que a veces me confundo.
Como si en otro lugar, en otro diciembre, sí hubiera ocurrido.
Y no me duele que se haya terminado.
Me duele todo lo que no empezó.
Lo que viví en voz baja.
Lo que no se dijo.
Lo que no se tocó.
Las canciones que no bailamos. Las noches que no estuviste.
Ese acordeón, aún colgado, sigue ahí.
Y a veces, cuando paso cerca, me pregunto si todavía está esperando a alguien.
O si, como yo,
ya entendió que hay cosas que existen sólo en la versión de la vida que no vivimos. Ok