Hace tres siglos, mucho antes de que ningún humano pudiera imaginar siquiera la inmediatez de la comunicación actual, el escritor Jonathan Swift afirmó: ”la calumnia vuela y la verdad viene cojeando tras ella”.
Hoy, las noticias e imágenes viajan literalmente a la velocidad de la luz; pero esa prontitud tiene costos que aún no hemos sabido aquilatar, como la reproducción infinita de un video apócrifo hecho con IA, o el linchamiento mediático de una persona a causa de una imagen falsa o sacada de contexto.
Me detengo aquí para citar a otro autor, Henrik Johan Ibsen, quien acuñó la famosa frase“ una imagen vale más que mil palabras”. Y a este ancestral enunciado agregaría que, esas mil palabras -según su contexto- esconden verdades más profundas que desafían cualquier apariencia. Aún más en el caso de la justicia, esta sobreexposición visual plantea serias cuestiones sobre la relación entre la imagen de una persona y su vínculo con acusaciones, especialmente cuando no están debidamente corroboradas por descuido, negligencia, mala fe, o todas las anteriores. La arena pública se convierte así en un espacio peligroso donde la percepción visual puede influir de manera negativa en el ámbito jurídico, y erosiona los derechos esenciales, como la presunción de inocencia.
Ahora, partamos de dos principios fundamentales. Por un lado, el derecho a la imagen, constitucionalmente reconocido. Por otro, la existencia de organismos como la Fiscalía General de la República en quien recae la facultad de llevar a cabo investigaciones y, en un momento determinado, presentar acusaciones. Aquí surge una cuestión crítica: ¿hasta qué punto la difusión pública de una imagen no confirmada puede dañar un proceso penal? Sin lugar a duda, depende del contexto y de las “mil palabras” que vistan esa imagen.
Como he dicho, la presunción de inocencia es un derecho constitucional que garantiza que una persona sea considerada inocente hasta que se demuestre lo contrario, destinada a evitar un proceso penal viciado. Sin embargo, la estigmatización mediática de una persona puede desvirtuar este principio y generar lo que en la doctrina se llama “efecto corruptor”. Ejemplo de ello es el show de nuestra política criminal, la cual tomó el equivocado camino de utilizar la detención o abatimiento de personas ligadas al crimen organizado como plataforma de campaña; así, caímos en el riesgoso y grave juego de vulnerar derechos humanos al usar la exposición mediática de los individuos detenidos, acompañados de veloces acusaciones, muchas veces no verificadas.
Un caso paradigmático es el del señor Miguel Ángel Treviño Morales, un agricultor tamaulipeco, detenido en 2013, a quien se le asoció apresuradamente y sin el debido respaldo jurídico con el alias “Z-40”, líder de una organización criminal. A diferencia de otros acusados, en proceso, o en prisión preventiva, su nombre completo e imagen no han sido suprimidos en los medios, a pesar de que existe un sinnúmero de sentencias absolutorias de que, la persona detenida el 16 de julio del 2013, es un homónimo de la persona identificada como líder de los Zetas, alias “Z-40”.
Y lo anterior contrasta con la práctica habitual de proteger la identidad de los procesados, limitando la divulgación de su nombre a las iniciales y evitando la publicación de sus rasgos faciales. ¿Qué implicaciones tiene esto? Creo que la difusión mediática de su imagen y alias no sólo afecta su derecho a la presunción de inocencia (como regla de trato extraprocesal), sino que también crea un sesgo en la opinión pública y, potencialmente, en jueces y testigos.
Dicho sesgo, en este caso particular, ha sido insuficiente para crear un efecto corruptor en sus procedimientos, pues al no ser reconocido por sus acusadores, fue absuelto de todos los cargos que lo relacionan con el crimen organizado; sin embargo, la exposición mediática y estigmatización no se limitan al ámbito nacional. En casos de intento de extradición, como el del propio Miguel Ángel Treviño, la influencia de los medios sobre la opinión pública en otros países, como Estados Unidos, compromete el derecho a un juicio justo.
Finalmente, creo que debemos considerar el impacto de la exposición mediática sobre los derechos de terceros, como familiares o menores relacionados con los acusados. La estigmatización pública de una persona, al ser asociada irresponsablemente con un alias o imagen, puede tener efectos devastadores para quienes lo rodean, sumiendo a sus familias en un limbo jurídico y, sobre todo, de linchamiento social.
No cabe duda de que Swift tenía razón, pero incluso cojeando hay que ir tras la verdad.