Decenas de familias de personas migrantes han hecho su segundo “hogar” en la Central de Autobuses del Norte de la Ciudad de México. Allí duermen, se asean, esperan, se entretienen, sueñan con llegar seguras a la frontera norte de México montadas en un autobús que puedan pagar como sea.
Confían en cruzar hacia Estados Unidos para entregarse a la autoridad estadounidense amparados en la nueva política migratoria tras el fin del Título 42, en mayo pasado. Pero, mientras eso ocurre, ven pasar los días en los alrededores de la terminal camionera en espera de que algo ocurra a su favor.
MEJOR DORMIR EN LA CENTRAL DE AUTOBUSES DEL NORTE
Sus necesidades son apremiantes: conseguir dinero para comer, bañarse y comprar el pasaje de autobús hacia Monterrey o Matamoros. Las horas pasan entre el sol, el tránsito, la lluvia y la caridad de quien les obsequia. Llegan de Ecuador, Colombia, El Salvador Perú, Haití, pero la mayoría son venezolanos y su “fe en Dios” los mantiene firmes. Sienten que lo peor ya pasó después de salir con vida en su paso por la selva El Darién que conecta Colombia con Panamá.
No buscan albergue. “¿Para qué?”, dicen, “si ya están llenos y toca dormir afuera, en la calle”. Entonces prefieren dormir en la Central de Autobuses del Norte sobre sus mochilas que sirven de almohada; gordas porque allí guardan una cobija, una chamarra, una muda de ropa, medicamentos básicos, pila para celular, documentos personales; y si tienen suerte, pan y agua.
Confían en un milagro para entrar en el primer mundo; “después Dios dirá”, afirman. Al mismo tiempo, en Palacio Nacional el presidente Andrés Manuel López Obrador se reúne con Antony Blinken, secretario de Estado de Estados Unidos, y abordan el tema migratorio desde la perspectiva del muro fronterizo y la buena voluntad entre ambos gobiernos.
LA FE DE YELITZA
Sentada en el camellón —entre coches y camiones que pasan a toda velocidad—, Yelitza es una mujer de 43 años que cuida a sus cuatro hijos de 14, 13, 5 años y una bebé de 9 meses; están también su hijastro de 22 años y su esposo de 45, que salió a buscar comida. Allí se encuentra su pequeño campamento familiar de dos por dos metros.
Yelitza esta enfundada en su pijama verde porque ya no tiene ropa limpia. “Hemos llegado hasta acá por la misericordia del Señor. El 22 de agosto salimos de Venezuela, vendimos todo antes de salir y el dinero ya se nos terminó. Mi esposo es mecánico, la situación allá es grave por las extorsiones. El dinero no alcanza para la comida, menos para su educación”, dice al mirar a sus hijos. “La inscripción en el colegio público cuesta 10 dólares, no los tenemos y ellos tienen derecho a ser educados”.
Junto a un guía esta familia cruzó El Darién en tres días y medio. Si sobrevivieron fue porque no se despegaron del grupo de cientos donde la única regla es moverse juntos y no separarse para no ser presa de los animales.
“Es una experiencia atroz estar caminando y caminando, cruzar muchos ríos, expuestos a un animal salvaje y culebras. Por la noche no dormíamos, entre todos nos cuidamos; es común al paso encontrar muertos tapados con sábanas y bolsas o flotando en el río”.
“ES BASTANTE ENGORROSO ATRAVESAR MÉXICO”
De Panamá cruzaron a Costa Rica y luego Centroamérica hasta llegar a Chiapas. El dinero se fue principalmente en el pago de pasajes como lanchas, camiones, combis y motocicletas. “Es bastante engorroso atravesar México, por ser migrantes nos cobran de más: 100 o 200 pesos por cada uno”.
Sus cuentas arrojan que, desde su salida de Venezuela, al día de hoy han gastado en promedio 3,000 dólares, equivalente a 54,000 pesos. Y les faltan 10,000 más para pagar siete pasajes de autobús a la frontera.
—Nosotros sabíamos que esto iba a ser fuerte y duro; a los niños les ha dado diarrea, fiebre, vómito, pero ahora están bien. Esto es ganar o ganar porque qué gana uno con estar en Venezuela. La meta no es quedarnos en México, sino llegar a Estados Unidos; no buscamos “la bestia”, pensamos tomar un bus a Matamoros y después entregarnos allá en el nombre del Señor.
—¿Y si los regresan a México? —pregunto
—No, no, no: yo lo vuelvo a intentar, Dios no lo va a permitir.
Son las 14:00 horas y su bebé llora de hambre; ella descubre su seno y la alimenta para calmarla, para no ver llorar sus grandes ojos negros. Hace unos días alguien le regaló un poco de leche, pero ya se terminó. “Hoy nos dejaron unos totopos; es lo que hemos comido. Es maravilloso cuando de repente llega alguien con tortas, como ustedes les llaman aquí”.
LAS NECESIDADES BIOLÓGICAS EN LA CENTRAL DE AUTOBUSES DEL NORTE
Una familia venezolana que se adelantó en su camino hacia el norte regaló a Yelitza su casa de campaña al ver que su bebé lloraba al no poder dormir a la intemperie, a las afueras de la Central de Autobuses del Norte. Aunque allí solo caben tres personas, ahora duerme una familia de siete y ella lo agradece. Sus vecinos son las otras familias migrantes que con menos suerte y algunos hules improvisaron techos para protegerse de la lluvia.
El cuerpo no perdona orinar y defecar; por eso esta familia como otras tantas terminan por orinar en el camellón donde pernoctan, sea sobre avenida Lázaro Cárdenas o aquel otro que está afuera de la estación del metro “Autobuses del Norte”. Solo si es muy necesario defecar lo harán en los sanitarios de la terminal camionera, donde deben pagar los 7 pesos que cuesta su acceso.
Con los migrantes, más que con los pasajeros y turistas, los baños se encuentran llenos por la mañana y por la tarde. Entre ellos el papel sanitario y el jabón se han convertido en un lujo. Sin dinero, adultos y niños buscan la manera de burlar el mecanismo de la puerta giratoria para entrar dos por uno. Algunos lo logran, otros no y se quedan atorados hasta que llega personal del área a destrabar el mecanismo y supervisar que cada uno pase y pague su acceso por separado.
UN LAVADERO IMPROVISADO
En el baño de mujeres las escenas varían: una mujer lava su cubrebocas con una pequeña barra de jabón, cuidando gastar solo el necesario. Después asea su cara y se cambia de ropa. Una niña pica una y otra vez el botón de la máquina que dispensa papel sanitario, pues necesita más del normal para sus hermanos mientras, afuera, su mamá limpia la nariz mocosa de su hermano con la manga de una sudadera. Es porque el niño está un poco resfriado.
Las mujeres migrantes convierten los lavamanos en tinas para bañar bebés y lavaderos improvisados para ropa. “Aunque uno les diga que no pueden hacerlo, se molestan; reclaman que ya pagaron sus 7 pesos para entrar”, relata el personal de limpieza. No mienten; a unos metros de ella una migrante recién lavó la entrepierna de sus jeans y busca que el secamanos haga el papel de secadora.
La sala de espera de la Central de Autobuses del Norte se ha convertido también en la sala de entretenimiento para migrantes. En la calle no hay mucho qué hacer más que esperar, ver coches y camiones pasar, dormir con una cobija cubriendo el rostro; jugar con los niños descalzos sobre un cartón para no ensuciar los calcetines; o entretenerlos con botellas de plástico vacías.
Por eso, aburridos, cruzan la calle y entran en la terminal para aprovechar una silla vacía o distraerse en los puntos más socorridos, como son las estaciones para cargar batería de celular y utilizar wifi gratuito. O en las máquinas para ganar juguetes de peluche para los niños por 5 pesos.
UNA TORTA Y UN MENSAJE DE ESPERANZA
No se acercan a los restaurantes que allí se encuentran, pero sí merodean el pequeño súper. Los encargados cuentan que algunas de sus caras ya son conocidas y han entrado a comprar en promedio hasta tres o cuatro veces al día. Su menú varía: si tienen suerte y juntan más de 30 pesos alcanza para una sopa instantánea, agua simple o galletas. Si el dinero es menos, entonces bajan a la estación del metro y en uno de los puestos donde todo cuesta 10 pesos compran cacahuates, galletas y agua.
Las cien tortas que Diana Sierra y su esposo, Marco Antonio Ferrer, llevaron en apoyo, “volaron” en cinco minutos. Al ver que era comida, los migrantes con sus niños corrieron al auto donde recibieron una torta de jamón, un jugo y una pequeña nota para apapachar su corazón.
“Hemos querido darles un mensaje de esperanza porque hay que acompañarlos, México es un país bueno y humano, lo hacemos por corazón y humanidad”, cuenta Diana mientras sacude la caja vacía donde estaban las tortas.
Una noche antes este matrimonio y una empleada compraron los ingredientes (cien bolillos, cien rebanadas de jamón, cien más de queso panela, bolsas de frijoles refritos y latas de chiles). Por la mañana las prepararon y las acomodaron en cajas junto con los jugos.
En realidad, las tortas fueron insuficientes; por eso prometieron regresar al día siguiente con el doble. “Hay mucho niño necesitado aquí, se ve que tienen hambre y están deshidratados”, dice Marco Antonio.
LOS ABUSOS EN MÉXICO
En México, como en El Darién, las decenas de familias migrantes siguen la misma regla: estar juntos de día y acampar juntos de noche, solo que no es para evitar ser atacados por animales feroces, sino para eludir encuentros con grupos del crimen organizado. Y, de ser posible, dormir en grupo afuera de las terminales camioneras bajo la presencia de alguna autoridad.
Por no entrar en México con un grupo grande, a José Luis le tocó ser víctima de extorsión. Salió de Venezuela el 4 de septiembre, en dos semanas cruzó siete países y llegó a Chiapas; en dos semanas más llegó a la Central de Autobuses del Norte. Sentado en una banqueta, el hombre de 30 años cuenta su historia mientras lleva a sus hijas en los tatuajes de sus antebrazos.
“Cuando pasé de Guatemala a México eran como las 4 de la mañana, pasé por abajo del río porque arriba esta Migración. Nos topó un grupo y arma en mano nos quitaron pertenencias, credenciales, dinero y teléfono. Dijeron: ‘¡Pinches culeros, aquí no están en su tierra, aquí las cosas son como decimos nosotros porque somos del cártel!’. Decían que no gritáramos para que no llegara Migración. Sentí mucho miedo”, reconoce.
“Si volviera a nacer no haría esto que estoy haciendo. Voy a encontrar ese tren que le dicen ‘la bestia’ ¡Para allá voy a dar! En Estados Unidos voy a entregarme: a ver qué hacen conmigo. Tengo miedo, pero pienso positivo”., añade José Luis.
“SI ME DEPORTAN SERÁ DECISIÓN DE DIOS”
Carla y su hija están a unos metros de José Luis. Ya habían llegado a Veracruz, pero migración las detuvo y las regresó a la Ciudad de México. Ahora, en la Central de Autobuses del Norte, esperan abordar un camión a Matamoros y entregarse a la autoridad migratoria.
“Llego sola con mi hija y Dios, andamos los tres. Espero que por ella me den un apoyo para poder quedarme allá; y si me deportan a Venezuela será decisión de Dios, no mía”.
A Kelsi, de 25 años, y su compañero, el Negro, el Instituto Nacional de Migración los detuvo y los regresó dos veces desde la frontera norte, una vez por Tamaulipas y la otra, por Sonora. Esta será su tercer intento por llegar.
“La tercera es la vencida”, dice él con optimismo. Sus contactos, que ya lograron cruzar a Estados Unidos, les han recomendado viajar de día y no de noche para evitar secuestros en el autobús.
Por ser migrantes, ambos saben que no podrán evitar el sobreprecio en pasajes hasta cinco veces más alto; saben que sus rostros, su acento y en algunos casos el color de piel los delata.
“Los mismos choferes te venden con Migración, ellos nos entregan” dice Kelsi. “Hay taxistas que han cobrado 1,000 pesos por traslados de 30 minutos contra la amenaza de denunciarlos a la autoridad” complementa el Negro. Otros más relatan que son los empleados de hoteles quienes los denuncian con la autoridad migratoria o integrantes de los cárteles.
“NO VENGAN, NO PASEN POR ESTO”
Ángel y su familia esperan tener pronta respuesta de la appestadounidense CBPOne para llegar a Estados Unidos con una cita; mientras tanto, este grupo de ocho integrantes esperará en México. Son las 18:00 horas y apenas lograron comprar algo para comer: en una mano un pan con jamón, en la otra, un vaso de agua.
Su experiencia no es diferente de las demás. Ángel salió de Venezuela con dos mudas de ropa, pero al cruzar por El Darién algunas prendas se mojaron y las tuvo que dejar porque eso aumentó el peso de su carga. Se despreocupó cuando en la travesía las sustituyó por la ropa sin dueño que halló en mochilas abandonadas.
“Cruzar El Darién es desesperante, huele horrible; por las noches no duermes, solo tienes pesadillas”. Su experiencia ha sido tan dura que en su comunicación por WhatsApp con la familia les ha dicho claramente: “No vengan, no pasen por esto”.
LA CENTRAL DE AUTOBUSES DEL NORTE NO ES PARA QUEDARSE
Cartón en mano, “Machuca Rico”, otro inmigrante venezolano, va con su familia camino a la frontera. “Tenemos 25 días caminando porque nadie nos quiere vender boletos para desplazarnos, un boleto que vale 1,000 pesos nos lo quieren dar entre 2,000 y 3,000”, cuenta. Por eso están indecisos en buscar a “la bestia”.
Mientras lo piensan, abordan el Metro de la Ciudad de México con otras seis personas. No tienen claro a dónde ir, solo saben que no se quedarán afuera de la Central de Autobuses del Norte porque ya está saturada.
En la espalda, va su mochila; en la mano, un cartón doblado en tres que, en realidad, es su cama. La familia lleva prisa; “Machuca Rico” no tiene tiempo para platicar más. Por eso, cuando aborda el vagón del metro y se cierra la puerta, solo levanta su mano para decir adiós. N