Cómo las opciones de Biden con respecto a China han sido limitadas por las políticas de Trump y por las ambiciones de negocios de sus propios donadores.
¿QUÉ haría Joe Biden si tuviera que elegir entre complacer a sus donadores políticos y respaldar una política clave de Donald Trump? Bueno, obviamente, él va a… Esperen un minuto. ¿Va a qué?
Con respecto al tema de política exterior con mayores consecuencias que el gobierno de Biden probablemente habrá de enfrentar, es decir, cómo hacer frente a la República Popular de China (RPC), el nuevo presidente demócrata parece listo para seguir el camino establecido por su predecesor republicano.
“Solo déjenme decir que creo que el presidente Trump tenía razón al asumir un enfoque más duro con respecto a China”, señaló en enero Antony Blinken, secretario de Estado de Biden, durante su audiencia de confirmación ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Entonces, antes de que la sorpresa de esa afirmación pudiera asentarse, añadió de inmediato: “Estoy muy en desacuerdo con la forma en la que abordó el asunto en distintas áreas, pero el principio básico fue el adecuado, y pienso que en realidad fue útil para nuestra política exterior”.
Es difícil sobreestimar el cambio que se ha producido en los círculos de política exterior de Washington en estos últimos cuatro años, un cambio cuyo impulso se debe, como lo reconoció Blinken, al expresidente Donald J. Trump.
Desde que Richard Nixon estableció relaciones con la República Popular de China, en 1972, la política estadounidense ha buscado constantemente integrar a Pekín en un orden internacional construido por Washington en la era de la posguerra, para ayudarla a convertirse en un país “normal”. En 1978, cuando Deng Xiaoping comenzó a abrir la economía de China al mundo, Estados Unidos utilizó el comercio y la inversión como las herramientas principales para incorporar a China al mundo y ayudar a convertirla, en palabras del exsecretario Adjunto de Estado Robert Zoellick, “en una parte interesada responsable”. En los hechos, los gobiernos sucesivos, desde Ronald Reagan hasta Barack Obama, mantuvieron el mismo curso. La política estadounidense hacia Pekín fue de “participación”, y la economía fue su elemento clave.
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Entonces llegó Donald Trump. Elegido en parte porque amplios sectores de la zona industrial de Oeste Medio habían quedado económicamente devastados por las importaciones de bajo costo de China, Trump juró evitar que Pekín, como afirmó repetidamente en su ruta de campaña, “nos siga estafando”. Para consternación de la comunidad estadounidense de política exterior, y para las principales 500 empresas según la revista Fortune, el expresidente desmanteló el statu quo de libre comercio con Pekín. Impuso elevados aranceles a las mercancías hechas en China, buscó limitar la inversión de ese país en industrias clave de alta tecnología de Estados Unidos y trató de bloquear empresas chinas de alto perfil como Huawei no solo en el mercado estadounidense, sino también en el de sus aliados clave.
Ahora, gran parte del electorado clave de Biden desearía volver atrás en el tiempo. Desde Wall Street y Silicon Valley hasta Hollywood, todos están comprensiblemente obsesionados con el enorme (y creciente) mercado chino. Sin embargo, las primeras señales del nuevo gobierno indican que probablemente quedarán decepcionados.
En su testimonio de confirmación, Blinken calificó con franqueza las relaciones con la RPC como “el mayor desafío de política exterior de este siglo”. La cuestión que enfrentan él y el gobierno de Biden es, ¿qué van hacer al respecto?
La respuesta, obtenida de numerosas entrevistas con personas que forman parte del gobierno de Biden (y con personas externas que han hablado con ellas sobre China), es: todavía no están muy seguros. “Definitivamente, se trata de una obra en desarrollo”, afirma un oficial de alto rango del Pentágono que participará en una revisión formal, anunciada el 24 de febrero, sobre la postura de defensa de Estados Unidos hacia la RPC. El militar, que no está autorizado para hablar de manera oficial, solicitó mantenerse en el anonimato.
Esto no debería sorprendernos. El desafío de confrontar a una China en crecimiento hace ver la primera Guerra Fría, que se libró contra la Unión Soviética, como un asunto relativamente simple. A diferencia de Moscú, Pekín preside una economía cada vez más grande y tecnológicamente sofisticada. El tamaño de su mercado seduce a compañías de todo el mundo. A pesar de que el gobierno de transición de Biden le ha pedido esperar, el 30 de diciembre, la Unión Europea firmó un tratado amplio de inversión con Pekín que tardó siete años en desarrollarse. (El Parlamento Europeo aún debe ratificar el tratado, por lo que no es necesariamente algo seguro). En un par de décadas, la RPC será la economía más grande del mundo, y Pekín busca abiertamente dominar sectores clave de la economía del siglo XXI, desde la inteligencia artificial hasta la informática cuántica.
UN ENEMIGO FORMIDABLE
Al mismo tiempo, ese país expande y moderniza un ejército cada vez más capacitado, y ya es un “competidor casi en igualdad de circunstancias” (según la terminología del Pentágono) en la región del Indo-Pacífico. Quizá Pekín aún no sea una amenaza nuclear tan grave como lo fue la Unión Soviética en su momento, ya que tiene muchas menos cabezas nucleares que las que tenía Moscú en el punto más alto de la Guerra Fría, pero su éxito económico, su creciente sofisticación tecnológica y sus ambiciones mundiales la convierten en un enemigo aún más formidable que lo que fue Moscú.
Al Pentágono le preocupa que Estados Unidos se arriesgue a quedar rezagado con respecto al ejército de la RPC. El expresidente del Estado Mayor Conjunto, el general Joseph Dunford, dijo al Congreso que “en unos pocos años, si no cambiamos nuestra trayectoria, perderemos nuestra ventaja cuantitativa y cualitativa en relación con China”. Michelle Flournoy, exsubsecretario de Defensa del gobierno de Obama, afirma que los futuros gastos de defensa “requerirán una gran inversión en nuevas tecnologías y capacidades con las que aún no cuenta el ejército estadounidense”.
Esto incluye todo tipo de armamento, desde defensas efectivas contra los misiles hipersónicos de China, que serían cruciales, por ejemplo, en cualquier conflicto relacionado con Taiwán, hasta una función cada vez más prominente en el combate por la inteligencia artificial y lo que el analista militar Christian Brose, exdirector de personal del Comité de Servicios Armados, denomina “máquinas inteligentes”, que pueden ayudar en la identificación de objetos en un campo de batalla, navegación y muchas otras aplicaciones no letales.
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La gente de Biden reconoce estos desafíos. Por ahora, en público, todos se muestran de acuerdo. El presidente mismo dijo que Estados Unidos estará en “competencia extrema [con Pekín], pero no tiene que haber un conflicto”. (En las primeras etapas de su campaña presidencial, Biden hizo su famosa [o infame] desestimación de la idea de que China constituye una amenaza contra Estados Unidos: “¿Se van a comer nuestro almuerzo? ¡Vamos, hombre!”).
En su discurso de la “competencia extrema”, Biden trató de distanciarse del enfoque de Trump, diciendo que “nos centraremos en las reglas internacionales”. Pero el presidente tiene un campo de acción limitado con respecto a China. Se trata de una limitación construida, por una parte, por el gobierno saliente, y por la otra, por algunos de sus mayores donadores de campaña; donadores cuyo mayor deseo es borrar los últimos cuatro años.
Ellos añoran los días en los que los principales funcionarios del gobierno estadounidense pronunciaban discursos donde describían el “pacífico crecimiento” de China. Les gustaba participar en ejercicios diplomáticos como los “diálogos económicos estratégicos” del pasado, que eran reuniones con interminables diálogos entre funcionarios de alto nivel de Pekín y Washington, que comenzaron en el gobierno de George W. Bush y continuaron en el régimen de Barack Obama. Esa continuidad ejemplificaba cómo ambos partidos políticos de Washington llegaron a ver las relaciones con Pekín a través del mismo cristal: uno de un bello color de rosa.
Wall Street, los altos ejecutivos de las 500 empresas principales según la revista Fortune, las grandes empresas tecnológicas y Hollywood fueron algunos de los principales donadores de la campaña de Biden. En JP Morgan y en el Bank of America, por ejemplo, más de 7,000 empleados de ambas firmas combinadas donaron un total de más de 200,000 dólares a las campañas presidenciales; más de 80 por ciento a Biden. En Google, 6,900 hicieron donaciones, 97 por ciento de ellos donaron a Biden. Amazon: 10,000 empleados dieron dinero a un candidato presidencial, 80 por ciento a Biden. En Hollywood, 4,100 empleados de Disney donaron a las campañas presidenciales, 84 por ciento a Biden. En conjunto, las industrias de la televisión, la música y el cine donaron 19 millones de dólares a la campaña de Biden, y apenas 10 millones a la de Trump, informa el Centro para la Política Consciente.
Todos ellos han tenido desde hace mucho tiempo un gran interés en hacer negocios en China (aun cuando el así llamado “Gran Cortafuegos” deja fuera a algunas empresas tecnológicas como Google y Facebook). Ahora, todos tienen interés en ver cómo define el gobierno de Biden la “competencia extrema”. “Nadie es tan ingenuo como para pensar que simplemente podemos volver a los días idílicos de la ‘participación estratégica’”, afirma Scott Harold, experto en ciencia política de alto nivel de la Rand Corporation centrado en Asia Oriental. “Pero ¿habrá alguna presión para ser menos conflictivos de lo que fue Trump? Seguro”.
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GENOCIDIO Y CRÍMENES DE LESA HUMANIDAD
Actualmente, el equipo de Biden ya tiene claro que no será fácil realizar esos ajustes. En los últimos días de su régimen, la gente de Trump avivó el fuego en dos de los temas más polémicos entre Pekín y Washington. El 19 de enero, un día antes de que Biden asumiera la presidencia, el entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, declaró que China había cometido “genocidio y crímenes de lesa humanidad” al reprimir a los musulmanes uigures de la región de Sinkiang. Puede decirse que esa afirmación llevó a las relaciones entre ambos países al punto más bajo desde la masacre de la plaza de Tiananmén. Los asesores clave de política exterior de Biden, el consejero de seguridad nacional Jake Sullivan, el coordinador de la región Indo-Pacífico, Kurt Campbell, y Blinken, se enfurecieron en el momento en el que fue hecha esa declaración, dijeron a Newsweek fuentes cercanas a los tres funcionarios. (A dichas fuentes se les garantizó el anonimato para que pudieran hablar con franqueza).
Los abogados internacionales de derechos humanos no se han puesto de acuerdo en cuanto a si la reclusión de los uigures por parte de Pekín es, de hecho, un genocidio de acuerdo con las leyes internacionales, y el equipo de Biden quería realizar una evaluación por sí mismo. Sin embargo, el hecho de manifestar su desacuerdo desde el inicio haría que los republicanos acusaran inevitablemente a Biden de mostrarse “débil” frente a China. Así, al día siguiente de asumir el cargo, Blinken señaló que estaba de acuerdo con la designación de Pompeo.
Eso provocó indigestión en algunos recintos demócratas. Durante décadas, el electorado a favor de los negocios con China había cabildeado en gobiernos anteriores para dejar de lado el tema de los derechos humanos. Y casi siempre obtenían lo que querían. A principios del gobierno de Obama, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijo públicamente que los derechos humanos “no pueden interferir” con otros temas más urgentes con China.
Los tiempos han cambiado. Un cabildero veterano de un importante banco de inversión de Wall Street dijo a Newsweek: “No está claro qué es lo que esos tipos piensan exactamente sobre cuánto énfasis hacer en los derechos humanos, pero creo que todo el mundo ha comenzado a darse cuenta de que será más que en el pasado”. La mayoría de los asesores de Biden con respecto a China (Sullivan, Blinken, Kurt Campbell y la representante comercial de Estados Unidos Katherine Tai) trabajaron en varios momentos en el gobierno de Obama.
El uso de la palabra “genocidio” puso al gobierno en un aprieto. Como señala el cabildero de Wall Street, que pidió no ser identificado para poder hablar libremente, “no se puede acusar a otro gobierno de ‘genocidio’ y luego no hacer nada. Tiene que haber consecuencias. Entonces, ¿habrá ahora más sanciones [económicas]? ¿Y eso no desencadenará una respuesta por parte de [Pekín]? Y díganme cómo se diferencia esto de lo que hizo Trump”. Un funcionario de alto nivel del Consejo de Seguridad Nacional de Biden está de acuerdo: “Todas esas son preguntas que estamos abordando”.
El otro asunto delicado que el equipo de Trump dejó pendiente es el misterio de dónde y cómo se originó el virus del covid-19 en China, y cuál debería ser la respuesta de Occidente, si es que debe haber alguna. De nueva cuenta, en sus últimos días en el cargo, Pompeo planteó la posibilidad de que el virus pudo haber escapado del Instituto de Virología de Wuhan (IVW), y que, en otoño de 2019, varios investigadores del laboratorio habían presentado síntomas parecidos a los provocados por este coronavirus.
El 13 de enero, un equipo de investigadores de la Organización Mundial de la Salud (OMS), de la que el gobierno de Trump retiró a Estados Unidos acusándola de ser un lacayo de Pekín, entró en Wuhan para investigar lo que había ocurrido allí. Rápidamente, el equipo de Biden reincorporó a Estados Unidos al organismo como un símbolo de que el país volvería a tener una función clave en las instituciones internacionales. Prometió restituir sus cuotas anuales de 200 millones de dólares al año a ese organismo.
Entonces, la OMS se puso en vergüenza a ella misma y, por extensión, al gobierno de Biden. El organismo concluyó su “investigación” sobre los orígenes del virus sin ver ningún dato crítico del laboratorio del IVW. Antiguos funcionarios del gobierno de Trump afirmaron que funcionarios chinos habían eliminado datos de las primeras etapas del brote relacionados con el laboratorio de virología. Sin embargo, el equipo de la OMS declaró de manera concluyente que el covid-19 no había tenido su origen ahí y sugirió la teoría de que el virus había llegado en paquetes de carne congelada importada.
La apresurada investigación y la posterior conferencia de prensa de la OMS fueron un fiasco. Sullivan, asesor del Consejo de Seguridad Nacional, tuvo que emitir una declaración en la que afirmó que el gobierno de Biden aún tenía preguntas sobre cómo la OMS había llegado a esa conclusión, e hizo un llamado a Pekín para proporcionar más datos sobre los primeros días del brote. En otras palabras, sonó bastante como Mike Pompeo. Cuando se le preguntó sobre su reacción ante la investigación de la OMS, Biden respondió lacónicamente: “Necesito tener los datos”.
JAPÓN Y COREA DEL SUR COMO ALTERNATIVA
Esas dos controversias inmediatas oscurecieron los otros problemas importantes que Pekín plantea para Biden. Uno de ellos es de tipo económico: si es necesario “desvincularse” de China, y en qué medida. Mientras ocupó la presidencia, Trump impulsó este tema, particularmente tras el surgimiento del covid-19, cuando exigió que todo el equipo de protección personal, como los cubrebocas, fuera fabricado en Estados Unidos y no en China.
Pero el esfuerzo para presionar más ampliamente a las multinacionales estadounidenses para desligarse de China ha sido precario, y hasta ahora, no muy efectivo. El Congreso aprobó una ley en 2019 donde se llamaba a las empresas de defensa y telecomunicaciones de Estados Unidos a eliminar de su cadena de suministro el hardware y el software hechos en China. Sin embargo, el avance ha sido vacilante debido a que eliminar el equipo procedente de China está resultando ser mucho más difícil de lo que Washington tenía entendido. También resulta muy costoso para muchas industrias básicas. En un estudio reciente realizado por el Rhodium Group, un grupo de investigación con sede en Washington, D. C., se calcula que la pérdida de los clientes chinos costaría 54,000 millones de dólares en ventas anuales a la industria de los semiconductores de Estados Unidos.
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Muchas empresas han dedicado años a construir sus cadenas de suministro en China y se muestran reacios a perderlas. Y mientras tanto, un ejecutivo de la industria de telecomunicaciones a quien se le garantizó el anonimato para que pudiera hablar con franqueza señala que “nadie miraba con suficiente detalle para ver en qué medida esos componentes y hardware chinos se infiltraron en las empresas estadounidenses”.
Sin embargo, las multinacionales que esperan que Biden les conceda una excepción podrían ver traicionada su confianza. El 24 de febrero, Biden firmó una orden ejecutiva en la que se incluye una reevaluación de las cadenas de suministro en industrias clave, entre ellas, la de los semiconductores y las baterías avanzadas. En el anuncio, el gobierno también dijo que trabajaría con sus aliados Japón y Corea del Sur en un esfuerzo para persuadir a sus empresas de reubicar sus cadenas de suministro de China.
Fuera de la ocasional retórica pública, el gobierno de Trump no hizo énfasis en trabajar con los aliados de Estados Unidos para lograr la desvinculación. Seúl y Tokio estarían felices de sostener esas conversaciones, pero la medida en la que las empresas japonesas y surcoreanas estarían dispuestas a desvincularse es incierta, en el mejor de los casos. Actualmente, sus economías están aún más entrelazadas con la de China que la de Estados Unidos. Como se indica en el informe del Rhodium Group, los competidores de Estados Unidos podrían quedarse de inmediato con los clientes chinos si las empresas estadounidenses se van. Pero, independientemente de si los aliados se alinean o no, está claro que la presión sobre las compañías estadounidenses no se ha reducido en lo que va de la presidencia de Biden. Al menos, no por ahora.
Biden también ha decepcionado a sus partidarios de Wall Street y de las 500 mejores empresas según la revista Fortune al no eliminar los 250,000 millones de dólares en aranceles que impuso el gobierno de Trump a las exportaciones chinas. Trump prometió disminuir o eliminar los aranceles a cambio de una mayor cantidad de compras de bienes y productos agrícolas estadounidenses por parte de China, a lo que Pekín se comprometió en un acuerdo firmado en enero de 2020. Pero Pekín no ha cumplido: sus compras son mucho menores de lo prometido, y el equipo de Biden medita sobre cómo hacer cumplir el acuerdo. A eso se debe que, por el momento, el retiro de los aranceles esté fuera de toda discusión. “No podemos eliminarlos sin haber obtenido nada a cambio”, señala la fuente del Consejo Nacional de Seguridad.
La segunda área crítica para la política de Biden sobre China es la recientemente anunciada revisión de defensa, cuyos resultados parecen ya estar escritos. Lloyd Austin, secretario de Defensa de Biden, ha dado señales de que el nuevo gobierno, al igual que su predecesor, considera a China como la principal amenaza militar y geopolítica de Estados Unidos. El gobierno de Biden parece compartir la creencia de que Pekín busca expulsar a Estados Unidos del Pacífico Occidental y dominar el Mar del Sur de China. Washington también desea asegurarse de que Estados Unidos tenga las armas y los recursos humanos en la región para disuadir a Pekín de emprender alguna acción en Taiwán, al que la RPC considera como una provincia renegada.
Una fuente de la Casa Blanca, a quien se le garantizó el anonimato debido a que no está autorizada para hablar de manera oficial, señala que Biden, en su reciente llamada telefónica de dos horas de duración con el presidente chino, Xi Jinping, dedicó “un tiempo considerable a Taiwán. Está bien consciente del punto álgido en el que se ha convertido”.
¿TRABAJAR CON PEKÍN EN EL CAMBIO CLIMÁTICO?
Lógicamente, todo esto llevaría a enviar más soldados a la región Asia-Pacífico, y a realizar una mayor inversión en tecnologías para contrarrestar las fortalezas de China, por ejemplo, sistemas de defensa que puedan derribar misiles hipersónicos. Trump buscó ambas cosas, pero realmente nunca logró ninguna.
El posible problema para Biden es que Estados Unidos está entrando en un periodo en el que los ya enormes déficits presupuestarios podrían explotar en niveles sin precedentes si se aprueba el proyecto de ley de 1,900 billones de dólares de ayuda contra el covid-19.
El temor a más largo plazo del Pentágono, afirma la fuente que participa en la revisión de defensa, es que inevitablemente se encontrará bajo presión debido a los recortes en el gasto que se producirán en los próximos años. Esto ya era así antes de la pandemia. La fuente dice, medio en broma, que le preocupa que el “giro a Asia” de Biden acabe siendo tan intrascendente desde el punto de vista militar como lo fue el de Obama. A pesar de la algarabía con respecto al “giro”, solo un puñado de soldados acabaron siendo desplegados en Asia (la mayoría de ellos, 1,150 infantes de marina, fueron enviados a Australia). “Todo el mundo por aquí sospecha que el hacha [del presupuesto] va a caer en cualquier momento”, señala la fuente del Pentágono.
Blinken no bromeaba cuando dijo que aprobaba el enfoque más duro de Trump hacia China. Con respecto al comercio y a la defensa, el enfoque asumido hasta ahora por Biden es más de lo mismo. En cuanto a los detalles del enfoque del gobierno anterior con los que dicen no estar de acuerdo, estos se reducen a dos cosas. Biden trabajará más enérgicamente con los aliados de Estados Unidos para enfrentar a China en el área comercial y disuadirla militarmente. La otra diferencia es el deseo, a pesar de la tensión en las demás áreas de la relación, de trabajar con Pekín con respecto al cambio climático.
Tratar de persuadir a Pekín para que reduzcan sus emisiones de CO2 que son, por mucho, las mayores en el mundo a escala anual, es un buen objetivo. Sin embargo, queda muy poco claro por qué Pekín decidiría participar ahora. El zar del cambio climático John Kerry ha dicho que el mundo se ha visto privado del liderazgo estadounidense sobre el tema. La verdad es que a Pekín nunca le ha interesado el “liderazgo” estadounidense sobre el cambio climático, y esto sigue siendo así.
Sin embargo, dada la gran potencia que este tema parece tener entre el nuevo Partido Demócrata (Biden estaba dispuesto a enfurecer a los trabajadores sindicalizados del oleoducto de Keystone para tranquilizar a sus partidarios obsesionados con el cambio climático), Pekín podría usar el tema para tratar de obtener lo que quiere en otras áreas. Podría prometer un recorte de emisiones aquí o allá, o acordar asociarse en algunos proyectos de investigación de energía “ecológica” a cambio de eliminar los aranceles o de alguna desescalada general en la guerra económica en curso.
Ese no es un acuerdo que Trump habría hecho. Sin embargo, tan solo un mes después del inicio del régimen de Biden, sus donadores (Wall Street, las grandes empresas tecnológicas y Hollywood, principalmente) ya deberían tener claro que este presidente no puede simplemente chasquear los dedos y fingir que estamos de nuevo en 2010, cuando la política estadounidense se relacionaba enteramente con la “participación” y con atraer seductoramente a un mercado de 1,300 millones de consumidores.
¿Señales clave sobre cómo podría lucir la política de Biden con respecto a China? Cuando el gobierno decida mantener indefinidamente los aranceles de Trump (o si decide hacerlo) si China no aumenta sus compras de bienes y servicios estadounidenses; la forma en que la revisión de defensa en curso modificará el despliegue militar de Estados Unidos en el este de Asia; si el nuevo presidente tratará de revivir una versión del Acuerdo de Asociación Transpacífico, un acuerdo comercial entre los aliados de Estados Unidos que el gobierno de Obama nunca envió al Congreso para su ratificación. Esa sería una poderosa señal para los aliados de Estados Unidos en Asia de que Biden habla en serio sobre trabajar con ellos para expandir el comercio y contener a China, que está excluida de ese Acuerdo.
Biden y su equipo ya han mostrado que son realistas y no románticos en relación con China. Y la realidad a la que se están adaptando es la que Donald Trump ayudó a crear. N
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek