En un jardín, Becks corre a atrapar una pelota de tenis como parte de un juego en el que busca un aroma específico. Es de raza cazadora, braco de Weimar, tiene la cabeza café oscuro y el cuerpo jaspeado en blanco. No parece una típica “perra policía”, pero lo es y apenas a principios de mes ayudó en la localización de 49 fosas clandestinas en Colima.
Esta perra de tres años, traída de Estados Unidos y entrenada un tiempo en Colombia, es uno de los 86 canes —30 apenas en entrenamiento— con los que cuenta actualmente la Unidad Canina de la Fiscalía General de la República (FGR), dirigida por Marlenee Rivero, para identificar narcóticos, explosivos o restos humanos.
Lejos del falso estereotipo de que los perros policía son pastor alemán, agresivos y que buscan drogas porque son adictos, los miembros de esta Unidad pueden ser de cualquier raza, mientras tengan el carácter y olfato necesarios, y no son entrenados para atrapar o atacar delincuentes, sino que todo el tiempo están jugando a encontrar sus objetivos.
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Es un viernes soleado y caluroso en el noroeste de Ciudad de México, en la sede de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) donde duermen y entrenan estos peludos agentes. Para una demostración, Becks tendrá que hacer una búsqueda en un jardín al fondo de las instalaciones. No es la extensión de terreno en la que suele trabajar de verdad, de unas dos canchas de futbol, pero en algún punto en el pasto hay enterrada una pequeña muestra de olor de cadáver humano.
Para este tipo de rastreo, los perros no van atados con correa, sino que olfatean libremente. El manejador (agente asignado para trabajar con cada can) da una instrucción y Becks se lanza a recorrer el área. Llega hasta una esquina, donde se acumula tierra sin pasto, quizá removida, pero no se confunde y sigue buscando. Regresa trotando, recorre el jardín. De pronto detecta algo, pero huele hacia arriba, en el aire.
“Capta las corrientes de aire”, explica el instructor. “Está emanando el aroma, que se evapora, sube, se desplaza por el viento y el perro capta la corriente”.
La perra baja la nariz otra vez al pasto y avanza dos metros, hasta que se enfoca en un solo punto y empieza a rascar y rascar. Ha encontrado el lugar de donde viene el olor, imperceptible para las personas que están alrededor.
La muestra enterrada es una pelota de tenis que los instructores han preparado en una caja cerrada con materia cadaverina y putrefactina (compuestos químicos que se encuentran en la materia orgánica muerta) para que se impregne su olor. Los perros son capaces de distinguir que lo que han hallado es humano y no animal. Pueden identificar restos hasta de unos diez años, cuando no se han perdido los restos de tejidos o fluidos, incluso si fueron quemados o disueltos en ácido.
Becks escarba un poco más en el jardín hasta que el manejador lanza rápidamente otra bola que rebota en el hoyo, para que la perra crea que encontró la recompensa buscada. Entonces se va corriendo con ella y empieza el juego de lanzarle la pelota, ir por la pelota, volvérsela a lanzar, como cualquier otro perro jugaría con su dueño.
BUSCAR EXPLOSIVOS EN HOTELES
Jack es un springer spaniel de tamaño mediano, dedicado a buscar explosivos, igual que su vecino de sección, un golden retriever que es el más grande y peludo de toda la Unidad. En lugar de imponer miedo, estos ejemplares más bien dan confianza. Y esa es justo la intención.
Los perros de búsqueda de explosivos hacen dos tipos de rastreos: operativo, cuando se recibe una amenaza de bomba y rápido tienen que identificar si efectivamente hay pólvora o algún dispositivo, o bien preventivo, cuando hay que garantizar que no haya riesgos en un lugar donde va a estar alguna personalidad a cuidar.
El común es el segundo, así que, por ejemplo, si hay una cumbre política en un hotel, los perros van a tener que peinar el estacionamiento y las zonas públicas en medio de huéspedes, que se inquietarán menos ante un perro como Jack, que ante uno de raza más grande o aspecto agresivo.
Rivera Rezo, directora de la Unidad, y Gustavo Cruz, jefe del cuerpo de instrucción, explican que para que un perro sirva en estas tareas no importa la raza ni el sexo, sino el carácter. Los analizan cuando tienen entre uno y dos años de edad y los hacen pasar por nueve pruebas antes de seleccionarlos, algunas de ellas de olfato, pero otras específicamente para ver la sociabilización del animal.
En una lo acercan a un grupo de personas que no conoce: si se muestra temeroso, no funciona para el trabajo, y si se pone agresivo, tampoco. En otra prueba hacen como que le van a pegar, y si quiere salir huyendo, tampoco lo integran al equipo.
“Si se queda quieto y te ve como preguntando qué quieres, ese es el perro que nos funciona, que no tiene miedo y está seguro de él”, detalla Cruz. “Porque el trabajo lo van a hacer en lugares donde hay mucha gente, en el aeropuerto, en cateos en casas, en las secciones de paquetería, en la central camionera, y no podemos tener un perro ni temeroso ni agresivo. Tiene que ser totalmente sociable”.
Los instructores cuentan que una vez tuvieron hasta un poodle, ya que la Unidad, creada en 1992, antes reclutaba perros domésticos que le ofrecían. Desde 2016 todos los canes los aporta Estados Unidos a través de la Iniciativa Mérida, el plan conjunto con México y Centroamérica para combatir el crimen organizado.
UN TRABAJO PERRÓN
Dedicados a explosivos hay solo siete perros de los 86 de la unidad, ya que México no tiene problemas de terrorismo. Para búsqueda de restos son 11, mientras que, debido al contexto que atraviesa el país, la mayoría están entrenados en narcóticos, 68 en total.
Igi forma parte de esta última división. Ella sí es una pastora y su rastreo es muy distinto al de Becks. Primero porque, como regularmente tendrá que hacerlo entre maletas, paquetes o en personas, va sujeta con una correa.
En este entrenamiento tendrá que buscar una sustancia prohibida entre una fila de camionetas de la propia Fiscalía. No solo identifica drogas, sino también, como en este caso, papel moneda, es decir, dólares y euros que son transportados ilegalmente. Para esta prueba hay escondida una bolsa llena de tiras verdes, que son dólares triturados.
Debajo del sol a plomo que eleva la temperatura por encima de los 25 grados, el manejador guía a Igi por dónde olfatear: las llantas de las camionetas, la parrilla, las puertas. Va de una a otra sin ladrar buscando entusiasmada. Hasta que, al llegar al último vehículo, por fin percibe algo en el lado izquierdo del cofre.
Entonces ocurre la otra diferencia fundamental de su rastreo: no rasca, ni ladra, ni brinca, sino que se sienta y mira fijamente. A este tipo de reacción se le llama pasiva y los animales están entrenados así para evitar que tengan contacto con drogas o precursores químicos que dañen su salud, como el fentanilo, una nueva droga de diseño cien veces más potente que la morfina.
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Los perros reciben entre tres y cinco meses de entrenamiento inicial y luego trabajan alrededor de diez años antes de jubilarse. Viajan constantemente por el país para cumplir con misiones, pero mientras están en la AIC hacen prácticas. Cada manejador tiene un perro asignado y, además de los rastreos y el entrenamiento, su trabajo consiste también en bañar al animal, limpiar su espacio, alimentarlo con las mejores croquetas y mantenerlo activo.
Cuando Igi ha encontrado su objetivo, el manejador le rebota sobre la camioneta un juguete de tela que atrapa y empieza a sacudir en el aire. Él la acaricia cariñosamente, le repite con voz acaramelada que lo hizo muy bien. El ejercicio termina, pero el juego sigue unos minutos más, porque para los perros no se trata de un trabajo como tal. Ese juguete, que sirve de recompensa, es a lo único a lo que estos animales son adictos.