LOS MOCHIS, CULIACÁN.— Los tres agentes de la Policía Estatal de Sinaloa, que protegen la operación de búsqueda, no se atreven a abandonar el confort del aire acondicionado, dentro de su camioneta. Desde ahí miran a Mirna Nereyda y las suyas trabajar, sobre la dura tierra salitrosa que refleja la luz del sol con los 40 grados de temperatura ambiente, a 20 kilómetros de Los Mochis. Ella ya encontró a su “tesoro”: hace dos meses, el 14 de julio de 2017, y aunque nadie le sugirió que allí habrían enterrado a su hijo, desaparecido exactamente tres años antes, reconoció “el calcetín, la costilla de Roberto”, lo sintió a él. “Te buscaré hasta encontrarte”, es el lema de su grupo, y lo cumplió. Pero sigue trabajando, no abandona, hurga subterráneos con la varilla que rasca el aroma a cadáver, entierra la pala, remueve lo removido, dejando caer el sudor como lágrimas gruesas.
Tardaron 40 días en darle la confirmación genética de que su instinto de madre no le mintió. Mirna persiste, guiando a sus Rastreadoras, como las bautizaron los periodistas del semanario local Ríodoce, Javier Valdez y Luis Fernando Nájera. Recuerda que Valdez le expresaba su temor de que a ella la mataran, acaso en su casa, tal vez en una de sus dos salidas semanales a buscar “tesoros” en fosas clandestinas. Pero fue él a quien interceptaron y asesinaron en las calles de Culiacán, el 15 de mayo de 2017, dejando tantos casquillos en el suelo que las marcas amarillas de los peritos semejaban las señales de una carrera de obstáculos.
Ese crimen provocó conmoción nacional e internacional, y una severa respuesta presidencial verbalizada en una escenificación con embajadores y altos funcionarios. Todo debía cambiar. Se cumplen ahora cuatro meses y todo sigue igual: el letrero que Valdez colgó en la puerta de su “UNidaD de InVestiGaciÓn”, con el subtítulo “(Unidad por ser uno)”; el tequila blanco que dejó a medias en la oficina del director de Ríodoce, Ismael Bojórquez; el óleo blanco y negro de Carlos Santana que colocó en la pared de la sala de su casa, aunque su esposa Griselda desconfiaba de su impacto en la colorida decoración; El Zurdo, el histórico mesero que lo vio llegar por primera vez hace 20 años al bar El Guayabo; los políticos cuyos actos de corrupción solía exhibir y los criminales cuya brutalidad cronicaba, y entre quienes deben estar tranquilos los autores intelectuales de su asesinato; y el fiscal Juan José Ríos que se comprometió a hacer todo para descubrir a los responsables de matar a Javier, y que hoy no concede entrevistas para explicar por qué, como señala Ismael, se ha llegado a nada.
Como hacen también los buscadores en los cerros de Iguala, aquí se utiliza una varilla de 1.20 metros, en forma de T. FOTO: Témoris Grecko
TERCAS Y VALIENTES
A través de sus periodistas Nájera —corresponsal en Los Mochis— y Valdez —editor—, Ríodoce cubrió los trabajos de Las Rastreadoras desde el surgimiento del grupo, a raíz de que Roberto Corrales Medina fue “levantado” cuando vendía accesorios para automóviles en una gasolinera de El Fuerte, Sinaloa, el 14 de julio de 2014. Los testimonios indican que se lo llevaron policías municipales en una camioneta Explorer negra.
Mirna Nereyda Medina Quiñonez, maestra jubilada y madre de Roberto, y otras mujeres en situación parecida, crearon el núcleo de lo que eventualmente se convertiría en Las Rastreadoras de El Fuerte. Todos los días miércoles y domingos salen a realizar búsquedas: una semana por los alrededores de Los Mochis, la siguiente por Guasave, la próxima por El Fuerte, y se repite la secuencia.
En el contingente de hoy van 25 personas, de las que solo seis son hombres. Más de lo acostumbrado: “Últimamente, como que ellos han agarrado una poquita más de conciencia y dicen pues yo también les voy a ayudar”, explica Mirna. “Porque la pala para nosotras es muy pesada, el pico, el machete… pero las mujeres también le echan muchas ganas, con la pala y todo”.
El primer punto de búsqueda incomoda a algunas personas: a cada quien le urge que el sitio donde, por alguna causa, sospecha que pueden haber enterrado a su desaparecido, sea el próximo a visitar. Pero ahora hay algo así como un apremio: hace sólo tres días que —según informaciones recibidas— sepultaron entre tres y cinco cuerpos a solo cien metros de las casas del ejido de Bachomobampo, a media hora de Los Mochis, y puede ser menos difícil identificar las huellas del procedimiento, y que los cadáveres se encuentren en mejor estado.
Son días de lluvias intensas, sin embargo. La zona está anegada. El cuñado de uno de los desaparecidos se mete hasta la cintura en el agua, en un esfuerzo infructuoso. Tendrá que esperar a que seque el terreno. El grupo se traslada ahora a las cercanías de un bolsón de agua llamado laguna de Batebe, con un suelo duro, reseco, salitroso. El calor adormece.
Como hacen también los buscadores en los cerros de Iguala, aquí se utiliza una varilla de 1.20 metros, en forma de T, para penetrar la tierra. “Al sacarla, te la llevas a la nariz y si detectas aroma, es que hay algo”, explica Mirna. “Algo” son restos humanos. “Casi no nos gusta usarla porque se lastiman los cuerpos”.
Se cree que de 15 a 20 individuos fueron inhumados en el área. Puede ser que vengan más: Las Rastreadoras, comenta Mirna, detectaron un gran hoyo hecho con maquinaria, “como que lo tienen listo para utilizarlo. Estamos vigilando para no permitirlo… O si nos ganan, pues cuando menos venir y sacarlos inmediatamente”.
Uno se pregunta con qué podrían evitarlo. Yesenia, una de las fundadoras, cuenta que en varias ocasiones han sido hostigadas por hombres armados, que incluso han disparado por encima de sus cabezas. “¡Qué miedo que nos meten!”, se estremece. Recia, imponente, Mirna admite que a ella también se le mete el espanto y se han tenido que marchar de algunos sitios, “pero volvimos, porque somos muy tercas, muy valientes”.
“No creo que haya nadie que pueda decir algo malo de él”, asevera Miriam Ramírez, reportera de Ríodoce. FOTO: Témoris Grecko
EL RIESGO DEL COMPROMISO
El Guayabo combina un añejo espíritu de cantina —fue abierto en 1953— con aspiraciones de espacio familiar. Su especialidad es el pollo asado pero los aguachiles hacen temblar los dientes de placer. Lo anima una colección de personajes, como Casimira, la cacahuatera, y El Zurdo, vestido siempre de blanco desde que empezó a servir mesas ahí, hace 41 años y medio, precisa: “Llegué en un mes de marzo”. Y falta Javier Valdez: entrando, junto a la puerta, debajo de la vitrina, se halla la que fue su mesa, sobre la que colocaba el sombrero panamá que tenía que usar para protegerse la piel clara, sensible al sol. Casimira y El Zurdo lo extrañan. Se llevaban pesado, recuerda el camarero, con la confianza de las décadas y mucho cariño.
Valdez era un tipo muy querido: “Todos lo conocían en Culiacán”, afirma su viuda, Griselda Triana, periodista de radio. “No creo que haya nadie que pueda decir algo malo de él”, asevera Miriam Ramírez, reportera de Ríodoce. Cuando “él estaba en la redacción, era una fiesta: chistes, tontería, risas”. Pero “se tomaba muy en serio su trabajo”, continúa, y “se deprimía por las cosas que tenía que cubrir”.
El 12 de mayo de 2014, mataron a Sandra Luz Hernández. Valdez publicó un artículo titulado “Las tres muertes de Sandra Luz”, en el que señalaba con nombre y apellido a los presuntos responsables, a los que la activista, durante dos años, había denunciado como quienes “levantaron” y desaparecieron a su hijo Édgar.
Miriam Ramírez se “impresionó muchísimo” al leer el texto: “Le dije ‘oye Javier, ¿cómo te atreves a hacer eso?’ Y me dice: ‘Pues porque se lo debemos a Sandra. Ella lo dijo tantas veces, les dijo a las autoridades quiénes eran, dónde estaban, nunca le hicieron caso y finalmente la asesinaron’. Javier se entregaba totalmente a defender a la víctima y eso sin duda te pone en riesgo”.
El lunes 15 de mayo, al mediodía, Valdez conducía su automóvil sobre Riva Palacio cuando fue interceptado, antes de cruzar General Iturbe. Lo bajaron del vehículo y lo acribillaron en la calle. Ahí lo encontró minutos después, por casualidad, el director Ismael Bojórquez, quien se dirigía a Ríodoce, a dos cuadras de allí. “Lo vi tirado”, recuerda. Pensó que era un atropellado. Desde su carro, vio el sombrero y las botas. “Cuando me bajé, ya tenía la certeza de que era Javier. Me dijeron: ‘Lo acaban de quebrar’. Teníamos 24 años de amistad”.
Javier Valdez “vivía con miedo, con preocupaciones”, reconoce Griselda Triana, “pero decidió no callar. FOTO: Témoris Grecko
NO AL SILENCIO
A los 50 años, autor de libros como “Los huérfanos del narco”, en el que aborda los problemas de los niños que han perdido a sus padres a causa de la violencia, y “Narcoperiodismo”, sobre las amenazas contra la prensa, Javier Valdez tenía reconocimiento en México y en el extranjero, incluido el Premio Internacional de Libertad de Prensa. Lo que para algunos puede ser vanidad, en el caso de Valdez era una especie de seguro de vida, con la esperanza de que su amplia visibilidad disuadiera a quienes quisieran agredirlo.
No sirvió. La investigación que inició la fiscalía sinaloense y retomó a nivel federal la fiscalía especializada en libertad de expresión, “no tiene nada”, explica Bojórquez: “No sé si porque no supieron o porque no quisieron investigar… o porque investigaron y llegaron a un punto en el que dijeron aquí no me meto. Que es lo más probable”.
El incidente más significativo, a principios de 2017, fue el conflicto provocado por una entrevista que le hizo Valdez a un capo, Dámaso López, que estaba en conflicto con “Los Chapitos”, como llaman a los hijos del antes todopoderoso jefe del Cártel de Sinaloa, Joaquín “El Chapo” Guzmán. Tras una secuencia de sucesos, quedó claro que ambas partes habían quedado molestas. Ante la abdicación de la autoridad, sólo hay sospechas, sin indicios claros.
“Es muy difícil admitir que estás en riesgo, que en cualquier momento puede volver a suceder esto”, reflexiona Miriam. “Porque no sabemos quién asesinó a Javier, ni por qué. Entonces estamos en riesgo todos los periodistas en Sinaloa, la familia de Javier, porque no tenemos la certeza de nada”.
Agotada por la búsqueda y el calor, Mirna Nereyda también se sabe en peligro. Su insumisión —el rechazo a resignarse ante el crimen— molesta y no han dejado de llegar amenazas. Además de los tres policías que descansan en el aire acondicionado, hay otro que fue asignado para proteger al grupo y que sí se expone al duro clima.
Ella, que ya encontró a su “tesoro”, podría abandonar. Ese día, “en cuanto vi el primer pedacito de mijo, lo identifiqué, había su esencia, su aroma, estaba él allí, y me metí y escarbé, quería sacar todo lo que pudiera… pero de repente, me salí, no podía trabajar. Me salí y a 10 metros encontré su mano, por ahí tirada. En tres años, ¡imagínate! Por allá, a otros 10 metros, estaba parte de su pie”. Las pruebas de ADN confirmaron su presentimiento: “Nunca dije ‘a la mejor es’. Siempre dije que era él. Y pues ya está descansando mi hijo, como se lo prometí”.
Su lucha continúa, sin embargo. “Hemos encontrado 96 tesoros. De esos, son 41 de la familia (Las Rastreadoras) y los demás son de personas que no estaban en el grupo. Muchas señoras ya han encontrado a sus tesoros y siguen trabajando, igual que yo. Seguimos apoyando a las otras señoras. El apoyo moral, más que el físico, es muy importante”.
También se rinden en Ríodoce. “Lo que nos motiva es el amor que le tenemos a Javier, que no estamos dispuestos a que su asesinato quede impune”, asienta Miriam Ramírez. “Ése es el motorcito que nos hace seguir aquí, que nadie haya dicho renuncio: es por Javier y por el compromiso que tenemos con la sociedad.
Sintiéndose bajo amenaza, angustiado tras el asesinato —el 23 de marzo de 2017— de su amiga Miroslava Breach, Valdez no cejaba: “Vivía con miedo, con preocupaciones”, reconoce Griselda Triana, “pero decidió no callar, decir lo que tenía que decir, y no volverse cómplice”.
“A Miroslava la mataron por lengua larga”, escribió Valdez en Twitter. “Que nos maten a todos, si ésa es la condena de muerte por reportear ese infierno. No al silencio”.
“Era refrendar que no vamos a dejar de hacer periodismo”, interpreta Ramírez, “que estamos llenos de dolor, estamos llenos de rabia, que tenemos miedo pero que no nos vamos a callar”.
“Javier era como mi Pepe Grillo. Teníamos una relación de que casi todo lo que yo iba a hacer, se lo comentaba a él”: con el sudor escurriendo bajo el sombrero, Mirna Nereyda mira desde la duna el amplio territorio árido que le falta por rastrear. Cuando le confirmaron que sí eran los restos de su hijo Roberto, “me habla Griselda, su esposa, y me dice ‘yo sé que Javier allá tiene el sombrero en la mano y está bailando, y está diciendo, ¡lo lograste, cabrona, lo lograste!’. Y sí es cierto, yo pienso que está él allá arriba y está feliz, porque yo logré mi objetivo, le cumplí la promesa a mi hijo, lo busqué hasta que lo encontré”.