Para muchos, la imagen de cientos de racistas coreando su apoyo para un “etnoestado” y la expulsión violenta del país de cualquiera que no sea blanco resulta espantosa. Pero otros —incluidos algunos psiquiatras— consideran que esos individuos son enfermos mentales. Lo cual deriva en una interrogante interesante, pero perturbadora: ¿estamos presenciando el surgimiento de un movimiento nacionalista impulsado por el prejuicio o se trata de un trastorno de personalidad generalizado que requiere de atención psiquiátrica? La respuesta obliga a profundizar en conceptos muy arraigados sobre el racismo en Estados Unidos.
En la década de 1960, Alvin Poussaint, actual profesor de psiquiatría en la Escuela de Medicina de Harvard, proporcionaba atención médica y psicológica a los activistas pro derechos civiles en Jackson, Misisipi. Como psiquiatra de raza negra en el sur del país, muchas veces temió por su vida y fue testigo de incontables actos de violencia, atendió a las víctimas de actos racistas y tuvo enfrentamientos frecuentes con la policía estatal. “Presencié el elemento genocida del racismo extremo, cuando la intención era matarte”, recuerda.
Poussaint se cuestionó si aquel odio era una enfermedad real que podía ser diagnosticada y tratada. Cuando contaba con poco más de 30 años (y era un psiquiatra destacado en la Escuela de Medicina de Tufts), Poussaint y varios psiquiatras negros abordaron la Asociación Psiquiátrica Estadounidense (APA, por sus siglas en inglés) con la premisa de que el racismo extremo no era meramente un problema social o una condición cultural. Para aquellos profesionales, el racismo extremo —del tipo que conduce a la violencia— era una enfermedad mental.
Poussaint y sus colegas pidieron que la APA incluyera el racismo extremo en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) como un “trastorno delirante”. El DSM es la guía definitiva que utilizan los especialistas en salud mental para diagnosticar a los pacientes, y se revisa cada varios años mediante un proceso largo y concienzudo. Pero para los psiquiatras que actualizan la guía, esa labor significa lidiar con lo que puede ser normal y anormal en términos de conductas y creencias.
A Poussaint no le interesaban las creencias relativamente inocuas que hacen que un individuo se forme un estereotipo y clasifique negativamente a un grupo de personas. Por el contrario, él y sus colegas se referían al tipo de racismo que da origen a conductas violentas, como matar y lesionar personas conduciendo un vehículo hacia una multitud, como ocurrió en Charlottesville. En opinión de Poussaint, esa forma extrema de racismo bien podría clasificarse como un trastorno paranoico y delirante.
La APA se negó a escucharlos. “Sentían que el racismo estaba tan arraigado en la cultura que era casi normativo y, por tanto, había que lidiar con todos los factores culturales que le daban origen”, informa Poussaint.
Los miembros de la APA también argumentaron que la afirmación de Poussaint carecía de fundamentos científicos. Mas Poussaint señala que esa objeción es inválida, porque muchos de los diagnósticos de enfermedad mental incluidos en el DSM no cuentan con una premisa científica sólida, incluidos los trastornos de personalidad. Además, algunos miembros de la APA agregaron que clasificar el racismo extremo como enfermedad serviría para justificar creencias terribles y conductas reprensibles.
No obstante, Poussaint insistió en que su inclusión en el DSM permitiría que los individuos que padecen de racismo extremo tuvieran acceso a servicios como el asesoramiento psiquiátrico ordenado por el Estado, y que proporcionar esa ayuda beneficiaría a la sociedad porque “protegería a una población que, de lo contrario, estaría expuesta a ataques”.
EL RACISMO COMO SÍNTOMA
Hace 15 años, Carl Bell, profesor de psiquiatría clínica en la Escuela de Medicina de la Universidad de Illinois, en Chicago, resucitó el intento de Poussaint para convencer a la APA de clasificar el racismo como un trastorno mental. Sin embargo, Bell recurrió a una táctica distinta. Presentó el racismo extremo como una “tendencia patológica” que apuntaba a un trastorno de personalidad subyacente.
Bell propuso añadir dicha tendencia patológica en el DSM, incluyéndola como un rasgo del trastorno de personalidad. De esa manera, el racismo extremo se convertiría en un criterio mayor para el diagnóstico. Además, dada su amplitud, el término también podría aplicarse a personas que dirigen su violencia y odio hacia otros grupos, como los homosexuales o las mujeres.
Pero, una vez más, la APA se negó. “Cuando toqué el tema con el grupo de trabajo para trastornos de personalidad, me rechazaron”, recuerda Bell. “Dijeron: ‘Por supuesto que no’”. Como ocurrió en décadas pasadas, la APA justificó su objeción argumentando que el racismo está, y siempre ha estado, profundamente arraigado en la sociedad.
“La dificultad es que, si vivimos en una sociedad racista, ¿cómo sacamos eso de nuestra biología o de nuestra personalidad?”, cuestiona Bell, quien no pudo convencer a la APA de que estudiara por qué las ideaciones y las acciones racistas se manifiestan en algunas personas durante episodios maniacos.
La Asociación al fin emitió una declaración en 2006, en la cual reconoció que ciertos factores psiquiátricos ocasionan que una persona se vuelva racista, aunque “se necesitarían más investigaciones para explorar esta hipótesis”. El grupo también señaló que las creencias y las conductas racistas suelen causar depresión y enfermedad psiquiátrica en las personas que son objeto de ellas. En una declaración proporcionada a Newsweek, acerca de su postura ante la violencia motivada por prejuicios, Saul Levin, presidente y director médico de la APA, dijo: “La APA sigue una antigua política de observar el impacto negativo del racismo y la salud mental. La política de la APA apoya los esfuerzos en educación pública y en investigación sobre racismo y sus efectos adversos en la salud mental”.
ESTO NO ES NORMAL
En las décadas posteriores al Holocausto, resulta perturbador que los psiquiatras sigan considerando cuerdo a un individuo que comete crímenes contra minorías raciales y étnicas, acusa James M. Thomas, profesor adjunto de sociología en la Universidad de Mississippi. “Muchos han recurrido a la explicación de que debió haber algo malo en la psique alemana para permitir que ocurriera algo así”.
Sander Gilman, profesor de psiquiatría en la Universidad de Emory y coautor de Thomas en el libro Are Racists Crazy?, comparte la idea de que los racistas peligrosos que llevan vidas aparentemente normales resultan muy inquietantes. “Por desgracia, los racistas se las arreglan bastante bien en el día a día —dice—. Tienen una idea particular de cómo debe ser el mundo, y esa idea funciona en el mundo en que viven”.
Con todo, Gilman no está a favor del diagnóstico aislado de racismo extremo y cree que cualquier intento de categorizar a esos individuos como enfermos mentales disfraza el problema mayor de la sociedad, permitiéndoles cometer actos terribles. Los racistas violentos han tomado decisiones espantosas, “pero no son decisiones que debamos atribuir a una enfermedad mental”, advierte Gilman. “Tan pronto como lo hagas, los librarás de toda culpa”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek