En la Unión Soviética de mi juventud, Josef Stalin era invisible. En cambio, su predecesor en el Kremlin, Vladimir Lenin, estaba por todas partes, desde los prendedores que usábamos en nuestros uniformes escolares hasta las estatuas o bustos que parecían adornar cualquier espacio público. En esas estatuas, su brazo siempre estaba en alto y su palma extendida, guiándonos hacia el glorioso futuro socialista. Mi ciudad nativa decidió que Lenin superaba a Pedro el Apóstol en cuanto a su importancia histórica mundial, por lo que San Petersburgo se convirtió en Leningrado. Alguna vez, Stalin también tuvo su propia ciudad, Stalingrado, lugar donde ocurrió una feroz batalla durante la Segunda Guerra Mundial, pero después de que fueron revelados los muchos delitos cometidos por el déspota, la ciudad volvió a llamarse Volgogrado en 1961.
La caída en desgracia de Stalin fue obra de Nikita Khrushchev, el líder soviético que lo denunció en un discurso secreto pronunciado en 1956, en el que atacó despiadadamente las “flagrantes violaciones de la legalidad revolucionaria” cometidas por Stalin y, en forma más ominosa, su práctica de la “aniquilación física”, haciendo referencia, quizás, a las personas asesinadas en sus purgas y oleadas de terror, cuya cantidad asciende a los 30 millones.
La activista y periodista Masha Gessen, que creció en Moscú en la década de 1970, dice: “No aprendí absolutamente nada en la escuela [acerca de Stalin]. Nada. Es como si no hubiera existido. Toda la era de Stalin simplemente había desaparecido”.
Y ahora está de regreso. A principios de la primavera, Nina Khrushcheva, la bisnieta de Khrushchev, visitó la ciudad de Samara, en el sur de Rusia. Allí, en la ribera del Río Volga, se asienta el búnker construido por Stalin en 1942, cuando parecía que la Unión Soviética podría caer ante el avance de la Wehrmacht en el este. La existencia del búnker no fue revelada sino hasta 1991; actualmente, constituye un excelente ejemplo del kitsch soviético en toda su escalofriante gloria. “Me encantaron las luces-alarmas estroboscópicas de color rojo, que se apagaban para recrear una sensación de emergencia mientras entras en el búnker”, escribió un usuario en TripAdvisor.
A Khrushcheva le sorprendió otro aspecto del museo del bunker: su sorprendentemente alegre actitud hacia el hombre para el que fue construido. Hablando desde Moscú, Khrushcheva, que enseña en la Nueva Escuela de Investigaciones Sociales de Manhattan, dice que “El intento por dotar de heroísmo a ese asesino en masa resulta sorprendente. Incluso para mí”. Ha sido sorprendente para todos aquellos que crecimos en la Unión Soviética, tan sorprendente como lo fue la elección de Donald Trump para muchos estadounidenses. Si esto último les indica a los críticos que hay un problema en Estados Unidos, lo anterior señala que hay un problema mucho más grave en Rusia, cuya tendencia hacia el autoritarismo es mucho más profunda. A pesar de todos sus tuits simplones, Trump no ha instaurado ningún gulag (todavía).
La adoración a Stalin se extiende mucho más allá del búnker de Samara. En la Rusia de Vladimir Putin, Stalin ha disfrutado un resurgimiento improbable y, para muchas personas, impropio. Sus delitos se han olvidado, mientras que su grandeza, particularmente como comandante supremo durante la Segunda Guerra Mundial, ha sido ampliamente exagerada. Esto se debe, en gran medida, a que su rehabilitación ha sido uno de los proyectos consentidos de Putin, de quien los críticos afirman que tiene perturbadoras tendencias estalinistas.
Como una señal de cuán inextricablemente unida está la suerte de ambos personajes, en una nueva encuesta realizada por el Centro Levada, una organización independiente que proporciona datos confiables, se encontró que los rusos consideran a Stalin como la figura más importante de la historia. Putin está en segundo puesto, empatado con el poeta Aleksandr Pushkin, también oriundo de San Petersburgo. A principios de este año, en otra encuesta realizada por el Centro Levada, se encontró que la aprobación de Stalin era de 46 por ciento, la más alta en 16 años, más o menos desde que Putin asumió el poder. Aunque esos hallazgos no son sorprendentes, resultaron especialmente perturbadores este año, cuando Rusia se vuelve cada vez más hostil hacia Occidente, y la guerra nuclear ha dejado de ser simplemente una materia prima para crear películas hollywoodienses de escasa calidad. Además, la abierta admiración de Trump hacia Putin parece alimentada por las mismas cualidades que Putin admira de Stalin: fuerza, crueldad, nacionalismo, militarismo.
El resurgimiento de Stalin no habría sido posible sin Putin, cuya “democracia administrada” ha resultado ser lo que Gessen denomina un régimen “retro-totalitario” que recuerda a Stalin, aunque sin sus sangrientos excesos. Ella afirma que Putin “reprodujo una sociedad totalitaria únicamente con algunos elementos dispares del terrorismo de Estado, los suficientes para recordar a las personas lo que es posible, los suficientes para lograr que se asimilen los hábitos de una sociedad totalitaria”.
Khrushcheva señala la instalación, en 2009, de eslóganes estalinistas en la concurrida estación de Kurskaya en el centro de Moscú, y se han producido muchas otras pequeñas señales. En 2013, Bloomberg informó que los nuevos lineamientos para los libros de texto de escuela secundaria “intentan mostrar una ‘imagen equilibrada’ del gobierno de Stalin. Describen a este último como un modernizador que produjo la ultrarrápida industrialización de Rusia y que estableció las bases para los logros científicos de la Unión Soviética y su victoria en la Segunda Guerra Mundial “, aunque también se reconocen sus “purgas masivas” y su uso del “trabajo forzado”.
El mes pasado la Universidad Estatal de Leyes de Moscú Kutafin declaró que restauraría una placa en honor de Stalin que se había retirado en algún momento después de la denuncia hecha por Khrushchev en 1956. Henry Reznik, uno de los catedráticos, renunció en protesta, calificando a Stalin como “un sepulturero de las leyes”. Esta reelaboración de la historia ha sido más fácil gracias a que han muerto casi todos los rusos con una edad suficiente para recordar las purgas y los juicios públicos de la década de 1930. La ausencia de medios independientes dificulta aún más los intentos de evitar que el Kremlin produzca versiones ficticias del pasado.
Gary Saul Morson, estudioso de Rusia de la Universidad Noroccidental, señala que los estadounidenses no comprenden la enorme importancia que los rusos dan al orgullo nacional. “Rusia les importa en un sentido casi místico. Las personas viven y mueren, pero Rusia continúa”. La democracia, alimentada con ineptitud durante la década de 1990 por Boris Yeltsin fue una caótica ruptura en la teleología de la grandeza nacional, la cual hizo que muchas personas anhelaran volver a la Unión Soviética. Putin señaló el regreso de la Madre Rusia. El coqueteo ruso con la democracia duró menos de una década. Dada la edad de Putin, es posible que no se produzca un segundo romance durante un largo tiempo. Así, le hice a Morson la pregunta que me acecha después de cada acto represivo de Putin contra los gays, los liberales y los extranjeros: “¿Rusia es capaz de ejercer la democracia?”
Morson hace una pausa, y dice: “No sé cómo responder esa pregunta”.
Es posible que los rusos sean incapaces de ejercer la democracia como cualquier otro país, pero habiéndose acobardado después de casi dos décadas de despotismo de baja intensidad y de ser adormecidos por un falso sentido de resurgimiento económico, han vuelto a confiar en la fortaleza del Kremlin, olvidando las incómodas pero inescapables lecciones de la historia.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek