A partir de mediados del siglo XX, Estados Unidos creó y paulatinamente expandió un orden mundial que le ha dado a gran parte de la humanidad niveles sin paralelo de seguridad y prosperidad.
Estados Unidos se ha beneficiado también, pero no tanto como algunos, y Estados Unidos también ha soportado costos desproporcionados para mantener este orden. El martes pasado, la mayoría de los estadounidenses parece haber dicho ya basta; es hora de un nuevo acuerdo.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos produjo y consumió casi la mitad de la riqueza del mundo. En el siguiente cuarto de siglo, esta proporción se redujo a un cuarto, en gran medida para beneficio de los otrora adversarios y aliados europeos de Estados Unidos.
Estos países crecieron más rápido que Estados Unidos, y para finales de la década de 1970, hubo una alarma creciente en Estados Unidos sobre la fuerza en ascenso de ellos, en particular la de Japón, que gozó de un superávit comercial enorme y persistente a expensas de Estados Unidos.
Los índices de crecimiento de Europa y Japón con el tiempo decayeron por debajo de los niveles estadounidenses, pero ellos fueron remplazados por nuevos contendientes. China, India, los otros tigres asiáticos, y cierta cantidad de países en desarrollo en otras partes en décadas recientes se han expandido más rápido que Estados Unidos.
Cientos de millones de personas han salido de la pobreza. La democracia se ha difundido de unas pocas docenas de países en el Atlántico Norte a la mitad del mundo.
El libre comercio en general, y el acceso al mercado estadounidense en particular, ha impulsado mucho de este crecimiento. Los compromisos estadounidenses de seguridad con Europa y Asia han asegurado la paz.
Pero Estados Unidos gasta más en defender estas áreas de lo que los residentes regionales gastan. Y Estados Unidos también ha pagado más en sangre y su tesoro nacional, sufriendo muchas más bajas en Corea, Vietnam, Irak y Afganistán que la mayoría de los otros miembros de las coaliciones internacionales que se unieron a estas luchas.
Estados Unidos no es la única nación que ha buscado darle la vuelta a la globalización. Esta reacción populista parece común en gran parte del mundo occidental. Pero Estados Unidos podría ser la única nación sin la cual el orden global no puede persistir.
Madeleine Albright una vez se refirió a Estados Unidos como la nación indispensable, con lo cual ella quiso decir que en virtud de su tamaño, riqueza y poder, Estados Unidos tiene un papel único, fungiendo como la piedra angular de un orden mundial de una manera que ningún otro estado podría remplazarlo. Podríamos estar a punto de poner a prueba esa proposición.
O tal vez no. Donald Trump es un concertador que se enorgullece de su habilidad para negociar. Probablemente él no se retire simplemente del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), imponga restricciones a las importaciones chinas, incumpla los compromisos estadounidenses de defensa con la OTAN y Asia, se desvincule de los proyectos por el cambio climático y renuncie al acuerdo nuclear de las seis potencias con Irán. Más bien, parece más probable que él busque mejores acuerdos.
¿Podrían lograrse tales? Reabrir los tratados les permite a todas las partes el proponer nuevas demandas. Hay resultados en los que todos ganan en algunas de estas renegociaciones posibles.
Ciertamente, los socios de Estados Unidos alrededor del mundo deberían considerar lo que podrían pedir si el Presidente Trump busca reabrir tratos antiguos. Tal vez el orden global liberal que ha traído tanta seguridad y prosperidad a tanta gente puede ser actualizado, en vez de tirarlo por la borda. Pero de ser así, posiblemente haya que regatear muy duro en el futuro.
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek