Un holcausto nuclear, como la muerte misma, es algo en lo que preferimos no pensar. Así que no lo hacemos demasiado, excepto cuando algún personaje famoso comienza a hablar acerca de utilizar bombas de hidrógeno para resolver un problema. Alguien como Donald Trump.
Sin embargo, la sorpresa y la indignación provocadas por las recientes declaraciones de Trump acerca de hacer que Japón y Corea del Sur desarrollen sus propias armas nucleares o de arrojar una bomba sobre el grupo militante Estado Islámico, también conocido ISIS, ocultan un peligro más prosaico, pero presuntamente más inminente, de acuerdo con un nuevo documental: el de una ojiva disparada por accidente.
Command and Control (Comando y control), dirigido por Robert Kenner (Food, Inc.) y basado en el exitoso libro del mismo título escrito por Eric Schlosser, tiene como objetivo ampliar la discusión acerca de la amenaza planteada por los miles de armas nucleares que están en manos de Estados Unidos (y, por extensión, en las de otros países). Creado en coordinación con la exitosa serie de PBS pero programado para una limitada temporada en cines de Nueva York, Los Ángeles y Washington, D.C., el extraordinariamente apasionante documental se centra más en el escalofriante número de percances con armas que en los errores que podrían desencadenar una guerra nuclear. Pasa por alto desastres casi inminentes en los que el atemorizado personal de control de radares de Estados Unidos y Rusia detectó misiles “fantasmas” acercándose y estuvo a punto de dar la orden de lanzar contraataques masivos. En lugar de ello, al mencionar cifras del Departamento de Energía recientemente desclasificadas, explora detalladamente algunos de los “más de 1,000 accidentes e incidentes relacionados con armas nucleares”, entre los que se encuentra la pérdida de ocho ojivas nucleares, una de las cuales aún se encuentra enterrada en algún lugar del territorio de Carolina del Norte.
La razón por la que cualquiera de estos incidentes no acabó en un desastre es “pura suerte” dice Schlosser en la película. “Y el problema con la suerte es que, al final, se acaba”. Piensa en tu computadora portátil o en tu auto, sugiere. “Las armas nucleares son máquinas. Y todas las máquinas que se han inventado acaba fallando”.
La guerra nuclear ha sido tema de películas desde la década de 1950, cuando un conflicto con la URSS periódicamente parecía inminente, y los niños estadounidenses hacían ejercicios de “agazaparse y cubrirse” bajo sus pupitres. En la década de 1960 surgieron las películas Dr. Strangelove y Fail-Safe (Punto límite). La década de 1980 nos trajo WarGames (Juegos de guerra), con su inolvidable escena climática en la que una agotada computadora que repasa todas las situaciones posibles de vitoria nuclear concluye que “El único movimiento ganador es no jugar”. En contraste, Kenner explora el dramatismo de un accidente con una bomba nuclear que estuvo a punto de causar millones de muertes.
‘ME DIO UN SUSTO DE LOS MIL DEMONIOS’
La noche del 18 de septiembre de 1980, Robert Peurifoy, un científico del laboratorio Sandia de armas nucleares, recibió una llamada telefónica. Un técnico que trabajaba en un misil balístico intercontinental Titan II en un silo ubicado en las afueras de Damascus, Arkansas, había dejado caer desde una altura de varios metros una conexión de casi tres kilos de peso, abriendo un hoyo en su tanque de combustible de primera etapa. El combustible, que brotaba a chorros, amenazaba con desencadenar una explosión masiva que pudo haber armado a la ojiva. Los cuatro hombres que formaban parte del personal de misiles tuvieron que salir a través de una escotilla de escape. Las horas pasaban mientras los desesperados técnicos de emergencia, obstaculizados por los retrasos en las órdenes, luchaban por abrirse camino de vuelta al interior del silo para resolver el problema.
Llegaron demasiado tarde. Una enorme bola de fuego hizo erupción en el silo, arrasando con el misil y lanzando al aire su ojiva de 9 megatones, la más poderosa del arsenal estadounidense. La ojiva aterrizó en una zanja a unos 27 metros de distancia. “Sabía que tenía que llegar a Damascus”, reuerda Peurifoy. “Sabía que la ojiva podía haber estado armada y lista para disparar”.
Por fortuna, no lo estaba. El sistema de seguridad de lanzamiento de bombas se mantuvo. En privado, los oficiales elogiaron el resultado como una prueba de la seguridad del arsenal nuclear durante más de 30 años. Sin embargo, Peurifoy no estaba demasiado tranquilo. Más tarde, afirma, “Leí todos los informes de accidentes conocidos y me dio un susto de los mil diablos.”
Por ejemplo, dos bombas de hidrógeno cayeron de un B-52 que sufrió un desperfecto en pleno vuelo y caía en espiral sobre Carolina del Norte en 1961. Una de las bombas “recorrió todos sus pasos de armado para detonar y cuando el arma tocó el suelo, se envió una señal de disparo”, señala Schlosser en la película. “Y lo único que evitó la detonación a escala completa de una poderosa bomba de hidrógeno en Carolina del Norte fue un solo interruptor de seguridad.”
Peurifoy describe el interruptor como algo no muy diferente a lo que podríamos encontrar en una lámpara de escritorio. “Si los dos cables correctos se hubieran tocado”, afirma, “la bomba habría detonado. Punto”. La ojiva de 4 megatones, con una potencia de alrededor de 267 veces la de la bomba que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima hace 71 años, habría borrado instantáneamente del mapa gran parte de Carolina del Norte.
No fue así. Pero Peurifoy y Glenn Fowler, un colega de Sandia, se obsesionaron con la posibilidad de que un incendio armara accidentalmente una bomba de hidrógeno, de acuerdo con William Burr, analista de alto rango del Archivo de Seguridad Nacional, un grupo privado de investigación con sede en la Universidad George Washington. En la década de 1970, ambos adquirieron fama por presentar informes ante el Pentágono en los que incluyeron tableros de circuitos quemados, fastidiando a los oficiales militares que pensaban que había “suficiente seguridad”, de acuerdo con otro científico de Sandia. “A las personas les indignaba que los laboratorios se echaron la culpa unos a otros”, señala.
En ese entonces, había entre 20,000 y 30,000 ojivas nucleares en el arsenal estadounidense, instaladas en los compartimientos de bombas de aviones B-52, en submarinos, en silos de misiles y en almacenes extranjeros, sin mencionar el armamento de Francia, el Reino Unido, Rusia y China. Muchas más estarán en las cuestionables manos de India, Pakistán y, finalmente, Corea del Norte.
Harold Brown, un físico que trabajó como secretario de defensa en el régimen de Jimmy Carter, pensaba que la inmensidad de las reservas de armamento de Estados Unidos planteaba una amenaza inminente. “Y estábamos preocupados por ello”, dice en Command and Control. “Es probable que no nos hayamos preocupado lo suficiente”.
Aún existen unas 7,000 ojivas nucleares en manos de Estados Unidos. “Las armas nucleares siempre tendrán la posibilidad de ser detonadas por accidente”, señala Peurifoy, que se retiró de Sandia en 1991 como vicepresidente a cargo de temas de seguridad y confiabilidad.
“Va a ocurrir. Quizás sea mañana, o dentro de un millón de años”, añade, “pero va a ocurrir”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek