HÉCTOR BONILLA baja sin prisa las escaleras de su casa en Tlalpan, en la Ciudad de México, y lo primero que muestra es un rostro rígido, casi severo. Pero es solo la apariencia. Cinco segundos después despliega una tímida sonrisa y, tras observar la cámara, se sincera: “Uy, no, no, nunca me han gustado las fotos”. La firme voz parece anunciar que hoy nadie va a fotografiarlo y al instante le informo que los retratos llevarán poco tiempo, que un gesto alegre basta. “Bueno”, dice resignado y se cerciora de que nada marche mal en su atuendo: acomoda el cuello de la camisa color bermejo y jala hacia delante ambos lados del chaleco negro, una prenda típica en su atuendo desde hace décadas, cuando comenzó con personajes pequeños en la entonces poderosa televisión.
En marzo pasado cumplió 77 años, y estos dos dígitos gemelos, contrario a lo que podría pensarse, no son en su vida sinónimo de cansancio y retiro. Al contrario: este julio, junto a Demián Bichir, Bonilla exhibirá en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato 7:19, una película sobre el terremoto que cimbró en 1985 a la Ciudad de México.
En agosto comienza una nueva temporada de Almacenados, sátira social en la que comparte escenario con su hijo Sergio. Y además presentará en El Vicio de Coyoacán Cartas marcadas, una nostálgica evocación sobre lo que alguna vez fue la relación epistolar, escrita por él y Sofía Álvarez, con quien sostiene una relación sentimental desde hace más de tres décadas.
“No hay fórmula de vida”, presume el veterano actor. “Necesitas tener ganas, activar la circulación. El ejercicio diario es indispensable”, aconseja y afirma que el tiempo no le alcanza para concretar proyectos. La ventaja es que le sobra lucidez. De no ser así, no se habría aventurado a jugar por el cargo de diputado —y ganarlo, de la mano de Morena— en la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México que, entre sus principales tareas, aprobará la Constitución política de la capital del país en 2017.
“Te recomiendo llegar a mi edad y luego hablamos”, bromea y lanza una carcajada.
—¿No es demasiado trabajo alternar la actuación con lo político?
—Mira, es asunto pesado ponerse de acuerdo. A ratos es muy aburrido porque no todos dicen cosas acertadas, pero también convivo con quienes tienen la intención de plasmar lo mejor para legislar.
Héctor Bonilla sabe que sus facetas política, rebelde y de disciplina son un legado de su padre, quien fue uno de los 12 hijos de un zapatero remendón, en Tetela de Ocampo, Puebla. El primer acto insurrecto de su papá fue escapar de su casa, mudarse a la Ciudad de México y esforzarse día y noche para estudiar tres carreras: maestro de educación física, maestro normalista y médico homeópata. Su madre, por su parte, fue una inminente pedagoga, especialista en técnica de la enseñanza. Ambos jóvenes contribuyeron a fundar, al lado de los profesores Rodolfo A. Bonilla y Raúl Isidro Burgos, la normal de Ayotzinapa en plena era posrevolucionaria.
Tiempo después realizaron labor comunitaria junto a los otomíes de Actopan, Hidalgo y, más tarde, su papá eligió el barrio de Santa Julia, al poniente del entonces Distrito Federal, para ejercer su carrera de médico homeópata. Bonilla nació ahí. Fue el último de seis hermanos.
“Me tocó verlo trabajar, trabajar y trabajar —recuerda el actor—. Lo veía muy poco. Daba consultas gratis, de siete a diez de la mañana, incluidos los domingos. Hasta las diez de la noche regresaba a casa; solo descansaba los domingos por la tarde y jamás tomó vacaciones. Para mi formación fue fundamental mi viejo, aunque no tengo su capacidad de trabajo abrumadora”.
—Pareciera que sí.
—No como él. Bueno, yo trabajo mucho, hago cosas muy disímbolas, aquí en mi casa escribo, estudio y leo todo el tiempo. Yo creo que por eso se me acabó la vista. Tengo ocho años con glaucoma. Me duermo en las madrugadas, despierto y vuelvo a dormir. Me pongo unas gotitas que me recetó el oculista. Me regañaron los ojos, pero la llevo muy bien.
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Orgulloso de sí mismo, Héctor Bonilla escuchó la potencia de los aplausos que celebraban su actuación en la obra teatral Golden boy, de Clifford Odet. Pero, para él, lo más importante era que su papá, reacio ante su decisión definitiva de dedicarse a la actuación, festejara su primer papel importante en el teatro profesional.
La primera victoria estaba ganada. Su papá estaba ahí y era testigo de la aceptación del público: su personaje tocaba el violín fuera de escena y los aplausos no cesaban. “Uy, mi jefe ahora sí cede…”, imaginó Héctor. Al otro día la familia se reunió a la hora del almuerzo y su mamá y hermanos lo felicitaron. Feliz, volteó a ver su papá, quien, serio como él, lanzó: “¿Con qué derecho se escucha a Jascha Heifetz en el violín si no sabes tocarlo? Tienes que aprender para que haya solvencia”.
“Me desinfló. Mi padre era muy exigente”, comenta Héctor, con desánimo, como si estuviera presente en aquella reunión familiar.
Varios años atrás, su papá ya había tomado la decisión de que las únicas opciones de profesión para sus hijos eran ser doctor o maestro. Héctor optó por estudiar leyes en la Facultad de Derecho de la UNAM, algo no tan alejado de la preferencia paterna, pero desde la secundaria ya tenía certeza de su inclinación por la actuación, cuando realizó una pieza dramática breve de Lope de Rueda y, ante los primeros aplausos que recibió en su vida, supo que el escenario era su vocación.
“Como mi padre, siempre he sido rebelde, desde niño fui hiperactivo y buscaba lo que me interesaba —confirma—. En aquel momento de secundaria descubrí mi don para comunicarme. En la preparatoria hice dos obras de teatro y, aunque ingresé en la facultad, sabía qué quería”.
Decidió inscribirse en secreto a la carrera de teatro en el Instituto Nacional de Bellas Artes y no fue hasta medio año después cuando su familia se enteró. “Ellos eran cerrados. No fue bien recibido que ingresara en el mundo ‘de la farándula’, como le llamaban”. Pasó el tiempo, concluyó la carrera, obtuvo el papel en Golden boy y fue entonces cuando sus hermanos médicos y maestros entendieron que aquello iba en serio, con escepticismo de parte de su papá.
Ningún comentario lo desalentó y siguió el camino que, estaba seguro, le correspondía. Al poco tiempo se enteró de que el Instituto Nacional de la Juventud Mexicana solicitaba actores interesados en propagar el teatro en comunidades de Guerrero. No lo pensó. Era la oportunidad de obtener un sueldo y perfeccionarse como actor, aunque fuese en lugares que no se conectaban con ninguna carretera y donde nadie jamás había visto puestas en escena.
Bonilla recuerda aquella época de su vida como una experiencia enriquecedora. “Efectuamos pasos de Lope de Rueda y entremeses de Cervantes en las plazas de la presidencia musical. Un calor impresionante y nosotros con terciopelo y capas”. Los niños recibían a “los artistas” en los caminos de terracería. “Cuando el camión se atoraba, nos bajábamos y con zapapicos escarbábamos para liberarlo. Llegábamos sudorosos y mugrosos. Era patético”.
—Eso definió su teatro y cine, con ambición social, ¿no?
—En ese momento era una aventura de juventud, no de labor social, para nada. ¿Sabes? Problemas económicos nunca tuve. Mi hermana me mantuvo tras la muerte de mis padres y tengo que agradecerle. Vivíamos en la casa que fue de ellos, en la colonia Cuauhtémoc. Elsa trabajaba hasta tres turnos y yo me las daba de niño bien. Eso me permitió leer muchos libros de literatura, historia e información general. Gracias a ella mi formación fue muy sólida.
Su compromiso nació en la preparatoria, “gracias a maestros fundamentales. Eso me lacró, me orilló a informarme sobre filosofía, sociología y política. Normé un criterio sobre qué debe ser. Simplemente, uno forma una posición y trata de ser congruente con lo que aprende”.
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Sentado en el sofá de su modesta casa, Héctor Bonilla recuerda que su gran desventaja era que no contaba con apoyos en su decisión de convertirse en actor y que su perseverancia y esmero en escena le abrieron algunas ventanas. Así logró contactos y surgió su primera oportunidad en televisión cuando el actor y director de escena José Solé lo dirigió en una telenovela en Televisa.
“Tenía la ambición de hacer otro tipo de televisión, pero era imposible con el criterio de la televisora, que nunca se preocupó, a la fecha, por una cuestión cultural”, dice Héctor Bonilla. Tras participar en la década de 1970 en un programa de comedia que se llamó La cosquilla, al lado de sus contemporáneos Héctor Suárez y Fernando Luján, y algunas intervenciones en telenovelas, logró su primer protagónico televisivo y, con ello, obtuvo popularidad. El actor sabía que aparecer en ese tipo de producciones no le acarrearían prestigió, pero sí fama.
Su intención, sí, era lograr proyección para realizar, después, proyectos más ambiciosos. La televisión lo era todo y, para su desgracia, la única posibilidad de sacudir mentalidades. “Fueron varios intentos fallidos. Ahí está el lacerante discurso de Azcárraga Milmo: el Disneylandia para jodidos, con cero intención de armar algo con calidad. ¿Cuántos espléndidos actores se quedaron inéditos porque no se aspiraba más que al refrito del refrito? A la fecha, ¿cuántas veces hemos visto Simplemente María?”.
El primer proyecto que impulsó fue La gloria y el infierno.Intentó eliminar el apuntador y esta se convirtió en la primera telenovela grabada totalmente en exteriores, en 1984, con un reparto de actores provenientes de cine y teatro. “Pero resulta que, oficialmente, no tenía rating”, recuerda Bonilla. Para el segundo, La casa al final de la calle, convocó al director de cine Jorge Fons. Esta producción fue una especie de telenovela preparatoria para el gran proyecto de Héctor: La casa de los espíritus. La misma Isabel Allende, tras ver el material que el actor le envió de La gloria y el infierno, le prepuso adaptar su obra para la televisión.
“Pero a Azcárraga Milmo le pareció algo absurdo, completamente fuera del tipo de telenovelas que hacía”, recuerda. Su plan fue desechado y Héctor Bonilla, frustrado, rompió definitivamente con Televisa. “Me frustró demasiado que fuera imposible hacer lo que yo quería en televisión”, cuenta.
—Personajes como Ortiz de Pinedo opinan que la gente tiene la decisión de apagar la televisión.
—Es infantil pensar eso. Cuando la televisión entra en una casa todo el mundo quiere prenderla. Es un medio de comunicación. El emisor tendría la obligación de impactar en el receptor, buscar sofisticación. Eso nunca importó.
—La televisión abierta ya no es la única opción.
—Ahora se han visto obligados a cambiar. Se acabó el modelo con el surgimiento de, por ejemplo, Netflix. Un cambio impresionante. El parteaguas es que yo veo uno o cuatro capítulos seguidos y, si quiero, lo hago a las cuatro de la mañana. Terminó la publicitación. Pero en aquellos años de frustración yo pensaba: “Debo hacer algo que no dependa de la decisión de quien ponga el dinero”.
Así nació Rojo amanecer. Fons y María Rojo le recomendaron el guion Bengalas en el cielo, de Guadalupe Ortega y Xavier Robles. Cuando lo leyó, Bonilla inmediatamente pensó: “De aquí soy”. La filmación comenzó a escondidas, en una bodega cercana a su casa, pues la posibilidad de crear una película que abordara el conflicto y matanza de 1968 era sinónimo de censura absoluta. Como a Héctor no le alcanzó al dinero, se asoció con Valentín Trujillo, quien sabía a qué productores y distribuidores acercarse. Nadie quería abordar esa temática. Tras una serie de presiones, Carlos Salinas de Gortari aceptó que se exhibiera, sin imaginar el impacto de la película aquel 1989.
“Debe hacerse todo tipo de cine y me enorgullece eso. Rojo amanecer no solo fue una película de impacto: sirvió para abatir la autocensura de los directores”. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
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Héctor Bonilla encontró un refugio en el cine. Años antes, ante la cerrazón de la televisión, ya se había percatado de que las películas podían ser la alternativa, cuando participó en la elaboración del documental El grito, México 1968, de Leobardo López, y fue protagonista de Meridiano 100, una crítica a la guerrilla foquista que le valió su primer Ariel al mejor actor.
—¿Los esfuerzos de aquellos años se ven reflejados hoy en el cine mexicano?
—Opino que debe hacerse todo tipo de cine y me enorgullece eso. Rojo amanecer no solo fue una película de impacto: sirvió para abatir la autocensura de los directores. “Ah, ¿se puede?”, se preguntaron. Después surgió La ley de Herodes o películas para las que fue importante aquel parte aguas. No se filmó con esa intención, pero así operó.
Su papá murió varios años antes de que Rojo amanecer se proyectara y el resto de la familia recibió su trabajo con sorpresa. “No me vieron como un muchacho revoltoso, entendieron una cuestión de responsabilidad”, indica.
—Es la primera vez que ejercerá un cargo público, aunque ya había recibido invitaciones previas, como la de Marcelo Ebrard. ¿Por qué aceptó ahora?
—Decliné varias veces. Alguna vez Alejandro Encinas me lo propuso, pero no fui a una reunión. Así quedó. Después Martí Batres me preguntó si quería jugar por una diputación para la Constituyente. Dije que sí porque esto es honorífico. Se trata de una asamblea que creará la Constitución. En 2017 se acaba y punto. Me reúno en Morena con Damián Alcázar, Bruno Bichir, Fabrizio Mejía Madrid y Mardonio Carballo para definir propuestas concretas en cultura. Es mi propósito.
—¿Por qué no aceptó dirigir una delegación?
—Uno no puede evadir el sistema político. Si pretendes cambiar las cosas te metes en camisa de 11 varas. Hay muchos paracaidistas y si me siento ante el escritorio y veo eso, lo lógico es correr a 200 personas. Aguas. Al otro día apedrean la oficina. Es una corrupción galopante. No te dejan. Yo vivo de ejercer mi profesión. Punto.
“Lo único que se me ocurre para la solución de conflictos de este orden —continúa— es que gente eminente de la sociedad civil, con un alto valor intelectual y credibilidad, tenga dientes, opine y juzgue a determinados funcionarios, pues si no, ahí se queda todo. Eso hago yo, pero no me meto en cargos, pues soy un ciudadano, no aspiro más, solo soy politicón”.
La primera vez que Bonilla tuvo la oportunidad de votar, afirma, lo hizo por la “izquierda. Pero aquella izquierda era la clandestinidad, gente improvisada. Yo me informaba. Leí a Marx, Engels. Vi con ojos desmesurados el fracaso del socialismo: del anhelo de repartir de mejor manera, de equilibrar, surgió Stalin. Verdaderamente siniestro. Y bueno, ese aprendizaje de la vida va normando, pero uno no puede dejar de ser crítico ante ese cúmulo de intereses creados por una cúpula cuyo fin es llevarse un dinero que no le corresponde”.
“Nunca he pertenecido a un partido, no soy incondicional de nadie. Lucho por la verdad, por la congruencia”. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
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En su casa abundan los retratos familiares: Héctor Bonilla con su esposa Sofía Álvarez, Bonilla con sus hijos Sergio y Fernando, Bonilla con sus nietos. Y sobresale también un cuadro del Quijote.
Bonilla es un Quijote, eso dice él: “El Quijote y Sancho hablan de la humanidad: todos tenemos anhelos de magnanimidad y llevamos a ese asqueroso que quiere enriquecerse. Si analizas, de ahí viene la izquierda y la derecha. Soy un Quijote porque no tengo dinero ni me importa. El dinero cubre necesidades: casa, comida, un coche para desplazarse, pero ¿soñar con uno de cinco millones de pesos? No. Me visto con lo que me cae encima. Mi mujer me compra la ropa, no piso una tienda”.
Además de 7:19, tiene pendiente la película El patriarca, que se estrena en diciembre y filmó hace más de un año. Héctor Bonilla sabe que el proceso de distribución y exhibición de una película tarda, y a veces mucho tiempo.
—Así lo dijo Paul Leduc en la última premiación del Ariel. Estuvo fuerte el discurso, ¿no?
—Te voy a decir: fuertecito. Cuando Leduc filmó Reed, México Insurgente, hacía 30 años que el señor William O. Jenkins, que era un ser terrible, dueño del monopolio de cine mexicano, inventó esta relación siniestra entre producción, distribución y exhibición. Este discurso acerca de la distribución de las películas tiene un rato. Yo quisiera que Leduc se siguiera preocupando, con ahínco, por la exhibición del cine mexicano. Hay que propugnar porque es muy difícil este proceso. Tienes una película mexicana con 12 premios internacionales y le dan un fin de semana, y en el mismo cine se exhibe en 17 salas Rápido y furioso.Se debe pelear denodadamente por eso. Estoy metido en el proceso de conseguir salas que exclusivamente exhiban lo mexicano. Hay que quejarse, pero sobre todo hacer cosas para lograr los objetivos.
—Faltan dos años para el 2018. ¿Qué esperamos?
—La oportunidad de la izquierda.
—¿Con la izquierda se refiere a Morena y López Obrador?
—Creo que él terminará siendo el candidato, y a pesar de que no estoy totalmente de acuerdo con su discurso, pienso que es la oportunidad de aglutinar alrededor de su persona la posibilidad de que la izquierda llegue al poder. Nunca he pertenecido a un partido, no soy incondicional de nadie. Lucho por la verdad, por la congruencia. Sé que dentro de ese grupo hay gente viciada, pero existe esa oportunidad de resarcirle al pueblo lo que se le debe.
“Ya podemos hacer una autopsia del actual sexenio”, concluye el actor. “Fue peor de lo que pensábamos. Presenciamos un modus operandi de esta clase política acostumbrados a decir que no pasa nada. Es una desmesura y se tienen que dar cuenta de que no es posible. De eso hay que encargarnos”.