México, 20 de junio de 2016, 21:00 horas. Sólo un par de cosas
por decir: el panorama está borroso y vamos cayendo demasiado lento en un abismo.
En el cual debemos tocar fondo antes de empezar a construir.
La caída es lenta y de un dolor tan agudo, que tal vez ni se
note que estamos cayendo. Sin embargo, de la misma manera que no se puede tapar
el sol con un dedo, volteando la cara no se pueden negar los hechos.
Lo ocurrido en Oaxaca es uno más de los caos que ponen nuestra
democracia a prueba, y de ninguna manera debe ser observado como un hecho
aislado, sino, más bien, como un parte aguas que debe ser estudiado en el marco
de una degradación política y social que está sufriendo nuestro país desde hace
varias décadas. Lo cual podría expresarse —tal vez de una manera más simple— en
que tanto nuestro tejido social como nuestro sistema político han llegado a un
estado de putrefacción tal que hiede por doquier.
Oaxaca lastima al país de una manera profunda, dentro de un
panorama borroso, en donde lo único claro es que los mexicanos en diferentes
puntos del país siguen viviendo en condiciones infrahumanas y sin derechos
fundamentales. Es justamente ahí, en esos rincones de “nuestro México”, donde se
generan historias de las que difícilmente conoceremos la verdad.
Los intereses son muchos, y los contextos se vuelven parte de
un duelo de poder, de cuyas historias los lectores comunes sólo conoceremos las
parcialidades con tintes fundamentalistas de cada actor que pretende salvar su
puesto. Simple y sencillo: el revuelto se vuelve una herramienta del poder.
Ante un sistema político que utiliza medidas cosméticas de la década
de 1970, como las “renuncias con carácter de irrevocable” de diversos fusibles de
la maquinaria institucional y que son herramientas que ya no funcionan ante tal
crisis, sólo hay una cosa que decir: todo huele mal y nada funciona bien.
Nos queda claro que el sistema democrático en el mundo es “el
sistema de gobierno menos malo”. Y creo que la mayoría de los mexicanos
sigue esperanzado en este modelo; sin embargo, con apenas 17 años de vida y con
una realidad de mas de 60 millones de pobres, no se han presentado resultados a
la altura de las grandes necesidades.
Dentro de sus virtudes, se incluye la participación ciudadana
como un elemento fundamental de la toma de decisiones y que trasmite la
responsabilidad de las mayorías a la autoridad electa, generando un gobierno
que debería “trabajar por las mayorías”, definiendo un sistema de gobierno que
contrasta en estilo. Tal como lo fue el estilo de Vicente Fox, o lo ha sido el
priismo, por nombrar algunos ejemplos. No obstante, en un país como el nuestro
—en donde la mayoría ya no tiene nada que perder porque lo ha perdido ya todo—,
las pruebas tangibles apuntan a que se han creado monstruos en lugar de héroes.
Bajo el manto de un México plural que se escribe en singular, y en donde, tristemente,
sólo se construye para unos cuantos.
Nuestro México plural se muestra como un gigante con muchas
voces en donde el diálogo —uno de los elementos fundamentales de un gobierno
que se denomina como democrático— parece inexistente.
La falta de mecanismos para llegar a acuerdos hacen de Oaxaca
el ejemplo perfecto del botón para detonar una revolución con origen en el
sureste. Nuestra parte mas pobre y geográficamente más inaccesible desde el
centro. Expresando, tal vez, que la geografía y la política estén más ligadas
de lo que uno piensa, puesto que lo es inaccesible para una, lo ha resultado
para la otra.
Oaxaca pone a prueba las bases y el sentido de nuestra
democracia. Se vuelve el punto de fuga geográfico en donde la desigualdad
social y los duelos de poder —en los tres niveles—, en donde convergen un
partido (en lo federal y local), y una alianza en lo estatal, muestran que
nuestra democracia esta orientada más a la preservación del poder que hacia el
bienestar social. Por lo que a manera de conclusión, insistimos: Oaxaca es uno
más de los puntos que pone nuestra democracia a prueba.