La crisis ambiental en la megalópolis arroja índices que deterioran la salud humana, pero también el patrimonio cultural.
Monumentos como el Palacio de Bellas Artes, el Tláloc del Museo Nacional de Antropología o los murales del Polifórum Cultural Siqueiros libran una batalla cotidiana contra los agentes del aire que producen erosión, corrosión, exfoliación o pérdida de pintura, entre otros deterioros. “Se requieren menos concentraciones de contaminantes para tener efectos en un metal, que en los seres humanos”, alerta Jorge Uruchurtu, investigador de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.
La oxidación es una de las principales consecuencias de la contaminación en los metales; propicia pérdidas en velocidades que dependen de las condiciones atmosféricas. En una zona petrolera de Tabasco, cercana al mar, ejemplifica, la velocidad de corrosión puede ser de 200 o 300 micras año.
“¿Qué significan 300 micras año? Si tienes un acero de 1 milímetro de espesor, quiere decir que en tres años y medio desaparece, se transforma en herrumbre. El cobre o bronce, usualmente empleado en las estatuas, en un medio como la Ciudad de México puede tener menos de una micra de pérdida al año, bastante menos, porque el bronce y el cobre son materiales nobles”. Pero el riesgo es mayor en los relieves, ornamentos o detalles que dotan de cualidades artísticas una escultura, aun si ésta es de bronce, previene.
“Un detalle escultórico irá desapareciendo por la contaminación: vamos a terminar con un pedazo de metal”. En ciudades próximas a refinerías como Salamanca, Tula o Coatzacoalcos, la corrosión del patrimonio metálico se agudiza por la presencia de ácido sulfúrico, advierte el restaurador Mauricio Jiménez.
“En la zona petrolera de Veracruz se suman los cloruros de la brisa marina para generar un ambiente más corrosivo y puede llegar, incluso, a daños de milímetros anuales”.
La atmósfera de las ciudades industrializadas aloja un cúmulo de gases, entre ellos dióxido de azufre y óxidos de nitrógeno, que al combinarse con el agua de lluvia la acidifican, añade el arquitecto restaurador Ricardo Prado. Al empaparse de lluvia ácida, la piedra de edificaciones históricas bebe compuestos que deterioran su aglutinante; al secarse, el vapor resultante produce descamación o exfoliación del material, entre otros problemas, como la acumulación de hollín.
El hollín no sólo ensucia, también ataca la piedra al formar ácido sulfúrico, puntualiza el ingeniero químico Luis Torres, quien observa deterioros en frisos del Palacio de Bellas Artes y en la Catedral Metropolitana.
La política ambiental, coinciden los especialistas, no debe olvidar el patrimonio cultural. Su salud también importa.