La mañana del 6 de septiembre de 1960, Cassius Clay desayunaba con amigos en la Villa Olímpica de Roma. La noche anterior, Clay, de 18 años, había derrotado al polaco Ziggy Pietrzykowski, de 25 años, en el combate por el oro de peso ligero-pesado, encendiendo la llama de su magnífica carrera pugilística. Mientras Clay departía en el comedor con unos cuantos miembros del contingente estadounidense, el campeón mundial de peso pesado, Floyd Patterson, ingresó en el salón.
“Miren esto”, dijo Clay a sus camaradas, y entonces, según relató David Maraniss en Rome 1960, tomó cuchillo y tenedor, y saltó a la mesa. “¡Sigues tú!”, gritó el arrogante adolescente al campeón, mientras todos, incluido Patterson, estallaban en carcajadas. “¡Vas a ser mi cena!”.
Muhammad Ali, nacido Cassius Clay, murió en Phoenix el 3 de junio a la edad de 74 años, a resultas de una enfermedad respiratoria y complicaciones de la enfermedad de Parkinson. Algunos reyes usan coronas. El Más Grande sólo llevó el cinturón del campeonato de peso pesado.
Pocos atletas han sido tan dominantes en su deporte: Ali fue un tricampeón de peso pesado con una carrera que abarcó tres décadas. Tuvo un récord 55-2 antes de perder tres de sus últimas cuatro peleas poco atinadas, las cuales aceptó mucho después de abandonar el cuadrilátero. Sin embargo, en cuanto a las dos primeras manchas en su expediente profesional –derrotas frente Joe Frazier y Ken Norton-, Ali se redimió al acabar con los dos hombres, en dos ocasiones (también venció a Patterson, cinco años después de pararse sobre aquella mesa).
El boxeo fue su ocupación, pero Ali era también un coloso cultural. Fue, con mucho, el atleta más carismático del siglo XX: apasionado y fogoso, expresivo y belicoso, egocéntrico, pero consciente de sí mismo. No le acomplejaron la reputación de sus oponentes ni los años de división racial en los que alcanzó su plenitud. En una época en que los líderes del movimiento por los derechos civiles marchaban pacíficamente, tomados de los brazos y coreando “Venceremos”, Ali se paró desafiante sobre los cuerpos caídos de los boxeadores que había abatido y sin el menor empacho, proclamó, “¡Soy el Más Grande de todos los tiempos!”.
Estados Unidos lo conoció durante aquellas Olimpiadas de verano de 1960, en las horas postreras de la era Eisenhower, un periodo en que la vanagloria atlética era repudiada, sobre todo si provenía de un atleta “negro”. Ali declaró, repetidas veces, que era hermoso; y lo era. Dijo que iba a “apalear” a cualquiera que pelara con él; y lo hizo. Ya en 1964, antes de su combate por el título pesado contra Sonny Liston, se proclamó “el Más Grande”. Y lo era.
Franco e indómito, Ali estremecía a cualquiera que se atrevía a enfrentarlo en el ring –ganó sus primeros 31 combates profesionales, antes de sucumbir ante Frazier en 1971- y también a cuantos osaban hacerlo fuera del cuadrilátero. Parecía igual de cómodo soltando golpes con los puños que con la lengua.
Escúchalo aquí, en 1967, con solo un diploma de secundaria, negándose a la inducción del Ejército estadounidense durante la Guerra de Vietnam y replicando a un grupo de estudiantes universitarios blancos: “No ayudaré a nadie a conseguir algo que mis negros no tienen. Si voy a morir, moriré ahora mismo, aquí mismo, peleando con ustedes. Ustedes son mi enemigo. Mi enemigo es la gente blanca, no el Vietcong… Te opusiste a mí cuando quise la libertad. Te opusiste a mí cuando quise justicia. Te opusiste a mí cuando quise igualdad. Ni siquiera te levantas a defender mis libertades religiosas en Estados Unidos, y quieres que vaya a otro lado a pelear, pero no me defiendes aquí, en mi patria”.
(Por otro lado, Ali fue también la primera estrella del rap del país. Poco después de lanzarse como profesional, firmando contrato con un consorcio de millonarios blancos de su natal Louisville, Kentucky, Ali explicó: “Tienen las complexiones y las conexiones para darme buenas direcciones”. Describió su modus operandi en una copla: “Flota como mariposa, pica como abeja”. Y más adelante, en su carrera, dio a sus combates nombres floridos como “The Rumble in the Jungle” y “The Thrilla in Manila”. Nunca alguien hizo que el boxeo pareciera menos lóbrego ni más poético).
En 1967, Ali fue despojado de su título pesado y expulsado del boxeo por su negativa a la inducción en los servicios armados. Perdió tres de sus mejores años de carrera cuando decidió no combatir por su país, una casualidad algo irónica, porque siete años antes, en las Olimpiadas de Roma, hizo justo eso. En aquellos Juegos, cuando un reportero sugirió que Estados Unidos era una tierra de intolerancia, Ali replicó: “Ah, sí, tenemos algunos problemas, pero no te confundas: sigue siendo el mejor país del mundo”.
Como hijo de la década de 1970, veneré a Ali aunque no era negro ni un gran boxeador. Con ese cuerpo perfectamente esculpido de 1.92 metros, un rostro majestuoso y aquellos ojos expresivos, a mis amigos y mí nos parecía más un superhéroe de cómic que un pugilista (“el Superman negro”, como lo llamaba una canción popular de la época). En las entrevistas de ABC Wide World of Sports, con su compañero de boxeo verbal Howard Cosell, Ali siempre se mostraba juguetón, travieso y ameno (Cosell: “Eres extremadamente truculento”. Ali: “No sé que significa truculento, pero si es bueno, eso soy”).
Mis amigos y yo nunca visualizamos a Ali como blanco o negro; solo como un ser invencible. Y entonces perdió. La primera derrota ocurrió ante Frazier, en marzo de 1971, apenas la tercera pelea tras su ausencia de tres años, un encuentro de 15 rounds en el Madison Square Garden. Dos años después, volvió a perder en San Diego. Ali subió al ring vistiendo una bata con pedrería, regalo de Elvis Presley, y salió con la mandíbula fracturada, regalo de Ken Norton. Peleó los últimos dos rounds del encuentro con la quijada partida.
El mejor momento de Ali en el cuadrilátero estaba por llegar. Contaba 32 años y ya no tenía la rapidez ni la elegancia de antaño cuando subió al ring de Zaire para enfrentar a George Foreman, de 25 años. Una bestia de 1.95, Foreman estaba invicto (40-0) y en los dos años previos había acabado con Frazier y Norton en menos de dos asaltos. El Más Grande al fin era el verdadero “perdedor esperado”; estaba ante un tipo más grande, más fuerte y más joven que él. Pero no más inteligente.
En The Rumble in the Jungle, que inició a las 4 a. m. hora local para adecuarse al auditorio “pago por evento” estadounidense, Ali presentó su estrategia “rope-a-dope”, permitiendo que Foreman lo atrapara contra las cuerdas y se fatigara lanzando golpe tras golpe tras golpe. Ali se arrinconó en las cuerdas, protegiendo su cara con los guantes Everlast de 226 gramos, y aguardó pacientemente por Foreman en el calor y la humedad de la selva.
Cuando quedaban 30 segundos del octavo round, el anunciador del ring, Bob Sheridan, dijo: “Tal vez sea una táctica de Ali, dejar que el hombre tire golpes hasta cansarse”. Diez segundos después, Ali conectó “un derechazo furtivo”. Y ocho segundos después, Foreman estaba en la lona.
Habría más combates, más bolsas e incluso otra victoria colosal (contra Frazier, en Filipinas), pero el último oponente de Ali fue el Parkinson. Lo diagnosticaron en 1984, y lenta, cruelmente, lo privó de sus habilidades físicas hasta que finalmente, lo dejó la capacidad de hablar. Pero en estos últimos 32 años, Ali se convirtió, según la descripción de The New York Times, en un “santo seglar”, un embajador internacional de buena voluntad.
En Arizona, el estado adoptivo de Ali, donde residió durante los últimos 20 años de su vida, se asoció con algunos filántropos locales para patrocinar un evento anual, Fight Night, que ha recaudado más de 100 millones de dólares para combatir la enfermedad de Parkinson. En Phoenix, el Centro Muhammad Ali contra el Parkinson se encuentra a la vanguardia en términos de investigación y terapia para luchar contra esta enfermedad neurológica incapacitante, la cual no tiene cura.
El legado de Ali trasciende todos los deportes, toda frontera geopolítica y toda lengua. Fue un ser incapaz de dudar de sí mismo, y un combatiente que parecía abrazar, o al menos cautivar, a cada persona que conocía. Ni bien noqueó a Liston, en febrero de 1964, ganando su primer título de peso pesado, Ali se acercó al micrófono del ring y declaró, repetidas veces, “¡Sacudí al mundo!”.
Y sí que lo hizo. Y el mundo que necesitaba esa sacudida está en deuda con él.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek