FUE UN MILAGRO, dicen los nepalíes, que el terremoto ocurrido en Gorkha en 2015, que registró una magnitud de 7.8 grados y lanzó el Valle de Katmandú al escenario mundial, haya ocurrido una mañana de sábado. En la zona rural de Nepal los niños estaban en sus casas, en sus pueblos natales, y no en la escuela, y casi todos estaban en los campos, plantando, cosechando, cocinando y jugando. Cuando la tierra rugió el 25 de abril, la gente se sacudió, cayó de rodillas y sintió cómo su corazón se aceleraba al mirar a través de los campos y ver cómo las casas se derrumbaban. Cuando la sacudida terminó, corrieron por los caminos abiertos a través de las colinas hacia sus casas de piedra y barro, la mayoría de ellas construidas durante años con sus propias manos y con muchos sacrificios, para evaluar los daños.
Más de 600 000 casas se derrumbaron ese día, de acuerdo con el Ministerio de Asuntos Domésticos (unas 300 000 más resultaron parcialmente dañadas), pero sólo 9000 personas murieron; se cree que el número de muertos provocados por el terremoto de 2010 en Haití fue de más de 100 000 personas. La gente de Nepal se consideró afortunada y se resignó a construir una nueva vida.
Un año después, los caminos se han despejado y los negocios han vuelto a abrir; la gran cantidad de vehículos en Katmandú ha vuelto a hacer que las horas de mayor tránsito resulten insoportables y que el aire sea irrespirable. Pero la mayor parte de las ruinas permanecen, y las modernas estructuras resistentes a terremotos no han surgido de entre las ruinas. De hecho, en los cerca de 12 pueblos que visité la primera semana de abril de 2016, ni una sola casa en ruinas había sido reconstruida. En lugar de ello, la mayoría de las familias nepalíes que perdieron sus casas ahora residen en precarias viviendas temporales hechas de metal corrugado, lonas plásticas y cualesquier otros materiales que pudieron rescatar.
Este no era el plan, desde luego. Pero en los meses posteriores al terremoto, el costo de los materiales de construcción se fue a las nubes gracias a la enorme demanda, y mientras las personas buscaban refugio bajo las lonas, también peleaban por elementos básicos como alimentos y ropa; la mayoría de ellas habían perdido no sólo sus casas, sino también todas sus pertenencias. El gobierno de Nepal trató de ayudar, evaluando el daño tan rápido como pudo, y proporcionando a las familias que perdieron sus casas 15 000 rupias nepalíes (alrededor de 140 dólares estadounidenses) para que pudieran arreglárselas. Seis meses después, cuando los funcionarios gubernamentales se dieron cuenta de que los sobrevivientes seguían viviendo al día y con el invierno en camino, se distribuyeron otras 10 000 rupias (94 dólares) por familia para adquirir mantas y ropa abrigadora.
El gobierno ha prometido entregar 200 000 rupias más (1881 dólares) para contribuir a la reconstrucción, pero aún no lo ha hecho. “Las personas van y vienen, pero nunca hacen nada. No hemos recibido nada”, dice Tejkumati Nagarkoti, una mujer de 52 años que vive en un refugio temporal en Bajrabarahi. Antes del terremoto, había cerca de 120 casas en esta comunidad al pie de una colina; únicamente tres o cuatro permanecen en pie. Nagarkoti dice que, durante un tiempo, sus vecinos visitaban regularmente la oficina local del gobierno para pedir ayuda financiera. Sin embargo, la última vez que lo hicieron fue hace dos meses. Las personas se dan por vencidas, me dice mi traductor, porque la respuesta es siempre la misma: “Después” (aún si el dinero llega, en los diseños modelo que el gobierno ha hecho circular se calcula que la casa más barata que satisfaga los estándares del código de construcción recientemente instituido costará unas 500 000 rupias, más del doble de lo que el gobierno ha prometido).
Las casas antiguas de esta región suelen ser de dos niveles y muy cómodas; los muros metálicos de las nuevas casas las convierten en hornos durante el verano y no proporcionan ningún aislamiento en el invierno. Una mujer me cuenta que se envuelve en tres mantas cuando se acuesta y aún tiembla de frío durante la noche. En Kharelthok, Ganga Mainali pasa por grandes dificultades para hacerse cargo de su bebé de diez meses. Su esposo sufre de una grave discapacidad mental; si no toma su medicamento, se vuelve violento, pero el medicamento le hace dormir todo el día, lo que significa que ni Mainali ni su esposo pueden trabajar. Poco después del terremoto, dice, la policía llegó a su pueblo y les dijo que debían abandonar las ruinas que quedaban de su casa de dos niveles, construida de piedra y barro. Pero la policía no les ayudó a reconstruir ni les proporcionó ningún refugio. Les dieron 15 000 rupias, pero Mainali dice que las gastó inmediatamente en medicinas para su recién nacido. “Extraño mi antigua casa”, dice. Mainali y su esposo parecen encontrarse en un estado postraumático: “Me asustan las réplicas”, dice. “Duermo cerca de la puerta para poder escapar”.
Las noches son particularmente atemorizantes para las mujeres y los niños. “Por las noches temo que alguien, algún borracho, entre en la casa”, dice Prapti Tamang, una mujer de 24 años que vive en una choza de un solo cuarto en Nagarkot. Vive sola con su hijo de cinco años en una casa sin cerraduras y con los muros hechos de hojalata. “Las puertas son débiles y cualquiera puede entrar”. Su temor, añade en voz baja, es que la violen. Desde antes del terremoto, el esposo de Tamang vive y trabaja en Catar, y envía dinero a casa. Esto es común en Nepal; más de dos millones de nepalíes trabajan actualmente en otros países. Hay 12 familias en el Distrito 11 de Nagarkot, y en seis de ellas el padre está a miles de kilómetros de distancia.
En otras partes de Nepal se han formado nuevas comunidades. Laxman y Hariyama Gonga vivían con sus hijos y nietos en una casa de cinco niveles en la ciudad de Bhaktapur; la familia tenía una tienda en el primer nivel de la construcción. Ahora la pareja de ancianos vive con cerca de 60 familias más en el Campamento Libali para Personas Desplazadas Interiormente, donde cobertizos de 30 metros cuadrados de un solo cuarto se apilan muro con muro como los contenedores de carga de un barco comercial. Cada uno de ellos alberga hasta seis personas; algunos miembros de la familia Gonga viven ahí, mientras que otros están dispersos por todo el distrito. En el centro hay un patio donde los niños juegan, y uno de los cobertizos funciona como cocina comunitaria. Los residentes se ayudan entre sí para recolectar agua, coser mantas y encontrar alimentos.
La parte más difícil de vivir en el campamento de Libali, de acuerdo con los residentes, es la falta de agua y servicios sanitarios. “Durante los primeros tres meses la municipalidad proporcionó agua potable, pero dejó de hacerlo debido a los recortes en el suministro de combustible”, señala Narayan Prasad Khaitu, presidente del Comité directivo del campamento. Ahora, para conseguir agua potable, los residentes salen del campamento y utilizan el grifo de un amigo o familiar cercano, o caminan 15 o 20 minutos hasta el grifo más cercano, que funciona solamente una vez a la semana durante una hora, dice Khaitu. Se calcula que 117 000 personas desplazadas internamente viven en esta clase de campamentos en Nepal.
En todo Nepal, el agua se ha convertido en una preocupación urgente. El terremoto destruyó cerca de 5200 sistemas de suministro de agua y 220 000 sanitarios personales, afirma Ram Chandra Devotchka, director general del Departamento de Suministro de Agua y Alcantarillado. En algunos casos, los depósitos se reventaron o las tuberías se rompieron. En otros, el movimiento telúrico modificó los niveles de los mantos freáticos o el flujo de las corrientes, ocasionando que varias fuentes de agua desaparecieran. Cerca de 1.14 millones de personas necesitan ahora un suministro de agua potable seguro, y 1.04 millones no tienen acceso a sanitarios utilizables. Al principio, dice Pyati Nagarkoti, residente de Bajrabarahi de 32 años, “vivíamos en tiendas. Era más urgente conseguir alimentos que reconstruir. Ahora, un año después, lo más urgente es conseguir agua. No podemos plantar vegetales, no podemos bañarnos ni podemos asear adecuadamente a los niños”.
Los requerimientos financieros para resolver estos problemas a escala nacional podrían ser imposibles de satisfacer. De acuerdo con una Evaluación de Necesidades Posteriores al Desastre realizada por la Comisión Nacional de Planificación de Nepal, se calcula que la cantidad total requerida para la recuperación y la reconstrucción es de 6600 millones de dólares: cerca de un tercio del producto interno bruto anual de Nepal. El Banco Mundial pronostica que el PIB anual de Nepal se desplomará de alrededor de 4.5, a principios de la década de 2010, a sólo 1.7 por ciento en 2016, y Tomoo Hozumi, representante de la Unicef en Nepal, señala que aproximadamente entre 700 000 y 982 000 personas han caído en la pobreza después del terremoto.
Mientras tanto, la inflación se ha desbocado. Cuando ocurrió el terremoto de abril de 2015, Nepal aún estaba gobernado por una constitución interina; en septiembre de 2015, una constitución final entró en vigor y generó controversia de inmediato: ciertas minorías étnicas pensaban que el documento no abordaba las necesidades de sus comunidades. Comenzaron las protestas, y se establecieron bloqueos a lo largo de varios puestos de control en la frontera entre Nepal e India, lo que provocó una escasez de combustible en todo Nepal, que a su vez provocó más aumentos en los precios. “Aunque los precios de los alimentos están regresando a la normalidad en todo el país, los mercados y el acceso a los mismos en las áreas afectadas por el terremoto no han vuelto a la normalidad en muchas áreas”, señala Pippa Bradford, directora regional para Nepal del Programa Mundial de Alimentos. Por ejemplo, en los pueblos de las colinas de Bajrabarahi, un saco de arroz que costaba 500 rupias antes del terremoto, en abril de 2016 cuesta 1800.
La experiencia de otros países devastados por desastres naturales no es nada halagüeña. Por ejemplo, la recuperación del terremoto ocurrido en 2005 en Kashmir, Pakistán, ha sido excesivamente lenta, hasta el punto de que algunas personas han perdido toda esperanza y han decidido emigrar, afirma Emily So, directora del Centro de Riesgos en Entornos Construidos de la Universidad de Cambridge. Tras el sismo de 2010 en Haití, se prometió y donó una cantidad sin precedentes de ayuda, al menos 13 500 millones de dólares. Sin embargo, seis años después la verdadera reconstrucción aún no ha comenzado. Incluso en Estados Unidos no fue sino hasta julio de 2012, cerca de siete años después del huracán Katrina, que el albergue temporal de la Agencia Federal de Manejo de Emergencias quedó vacío.
En Nepal, el proceso de reconstrucción se encuentra, en gran medida, en manos de la Autoridad Nacional de Recuperación (NRA, por sus siglas en inglés), el organismo creado para supervisar y distribuir los 4100 millones de dólares en ayuda internacional y fondos de donadores que han sido enviados al país. El NRA ha sido ampliamente criticado por la lentitud con la que ha venido trabajando. “La intervención gubernamental ha sido muy lenta”, admite Devotchka, del Departamento de Suministro de Agua y Alcantarillado. Pero es difícil culpar completamente al NRA. “Tomó más de seis meses establecer la autoridad, y luego teníamos que determinar el marco legal y los recursos humanos necesarios”, señala Sushil Gyawali, director ejecutivo del NRA, nombrado en diciembre de 2015. Finalmente, después de que el gobierno anunció los esquemas de alivio monetario, el número de personas que afirmaron haberse quedado sin hogar aumentó repentinamente de cerca de 570 000 familias a alrededor de 770 000, y el NRA fue llamado a hacer una reverificación completa, prolongando aún más el tiempo de recuperación.
Mientras tanto, las personas no tienen otra opción que comenzar a construir algo mejor que las lonas. El esfuerzo que algunas familias han invertido en sus hogares temporales sugiere que entienden que pueden pasar años, e incluso décadas, antes de que puedan ahorrar lo suficiente para una verdadera reconstrucción. En todas las partes a las que fui, vi familias trabajando juntas para mejorar sus chozas de hojalata, estableciendo mejores cimientos, colocando remaches reforzados, construyendo porches cubiertos, cuartos secundarios e, incluso, segundos niveles. Antes del terremoto de 2015, Prakash Parajuli, de 31 años, y su familia vivían en una casa de piedra de tres niveles construida por su padre. “Yo crecí ahí”, afirma. “Cuando vi los daños, me puse a llorar. Sólo me quedaban las ropas que traía puestas. Lloré durante toda una semana. Pero uno no puede pasar toda la vida en una tienda”. Así que levantó unos cimientos de arcilla que distinguen su casa de las propiedades circundantes, y diseñó un patio con macetas y jardines de cultivos integrados, separados por ribetes de ladrillos colocados en ángulo; está cubierto por una techumbre sostenida por vigas de madera pintadas de color lavanda, y está lista para aparecer en Pinterest.
Sin embargo, a pesar de su agradable estética, la casa tiene huesos débiles y no mantiene fuera el frío en el invierno ni el calor del verano. “Sentimos miedo cada vez que viene una tormenta”, señala Sabita Parajuli, de 31 años. Prapti, su hija de diez años, a veces se despierta llorando porque tiene pesadillas, y ha habido más de 400 réplicas, lo que constituye un terror constante para Sabita, que sabe que su casa temporal no es más que eso. “Si ocurre otro terremoto —pregunta— ¿qué vamos a hacer?”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek