En noviembre de 2013, la capital china patrocinó lo que el Partido Comunista esperaba que habría de ser un encuentro histórico. ¿El objetivo de la reunión? El presidente Xi Jinping y su primer ministro, Li Keqiang, desvelarían programas económicos ambiciosos que precipitarían una nueva fase de desarrollo muy necesaria para la segunda economía más grande del mundo.
En vez de ello, la reunión resultó una vergüenza. No por lo que dijeron o hicieron los líderes, sino por lo que ocurrió afuera. A lo largo de varios días, durante y después de la sesión, Pekín estuvo envuelta en una densa capa de esmog. Cientos de miles de ciudadanos usaron máscaras cuando salían de casa, muchos incluso se negaron a salir y, así, 2013 dio en conocerse, popularmente, como el año del “airepocalipsis”. Hasta los órganos de propaganda estatales tuvieron que aceptar la realidad: la contaminación era un “azote nacional”, reprendió el diario China Daily. “¿Seguimos pensando que no tiene que ver con nosotros, cuando la gente de algunas ciudades orientales apenas puede verse parada a cinco metros de distancia? ¿Seguimos considerando que la protección ambiental es ajena a nosotros, cuando tenemos que usar máscaras para no desarrollar problemas respiratorios?”.
En una cena con amigos en Pekín, durante aquella sesión plenaria, compartí la mesa con un joven conocido como “principito”, hijo de un prominente líder del partido. El esmog era de lo único que se hablaba. El joven, como muchos hijos de la élite, había estudiado en Occidente y a menudo viajaba a Estados Unidos por asuntos de negocios. Estaba furioso. Que los medios mundiales se enfocaran en la asquerosa capa que sofocaba la capital china, en vez de atender lo que hacía el partido, “era una vergüenza absoluta. Esto tiene que arreglarse”. Le pregunté si creía que los hijos de los líderes estaban comunicando eso mismo a sus padres. Me lanzó una mirada de “¿bromeas?”, que significaba: por supuesto que sí.
ELEFANTE EN LA CRISTALERÍA: Dos tercios de la electricidad de China derivan del carbón. En noviembre, el gobierno confirmó que había subinformado la cantidad de carbón que queman los chinos por un total de 17 por ciento: 600 millones de toneladas anuales.
Entonces ocurrió un intercambio interesante, y cáustico. Otra estadounidense que participaba en la reunión dijo, de manera casual: “Sí, claro, pero lo que me gustaría es que hicieran algo con el cambio climático”.
El joven chino respondió con desdén. “¿Cambio climático?”, repitió, incrédulo. “A nadie en China le importa un comino el ‘cambio climático’. Lo que nos importa es tener aire limpio para respirar y agua para beber”.
A partir del 30 de noviembre, la élite política y ambiental del mundo se ha reunido en París, bajo una seguridad feroz, para celebrar la vigesimoprimera sesión de la Conferencia de las Partes de Naciones Unidas, la cual concluirá el 11 de diciembre. Ante lo que el presidente Barack Obama y el secretario de Estado John Kerry han llamado la mayor amenaza para la humanidad, se espera que los líderes de cada nación del mundo firmen un acuerdo para reducir las emisiones de gases de invernadero, principal motor del cambio climático.
Desde hace años, China ha sido el primer emisor mundial de dichos gases y, por ello, es el enemigo público número uno a los ojos de algunos en la comunidad ambiental. Por supuesto que China está harta de críticas y firmará cualquier acuerdo que pueda surgir. Pero no te engañes. Pese a la aparente cooperación entre naciones desarrolladas y en desarrollo en lo tocante al cambio climático, China recela —y según muchos de sus funcionarios, está muy resentida— de la presión que Occidente ejerce en Pekín para contener sus emisiones de CO2.
“IMPERIALISMO AMBIENTAL”
El carbón es el combustible más sucio y el “airepocalipsis” de Pekín está íntimamente ligado a esa industria, enorme y políticamente poderosa. El surgimiento económico extraordinario de China, en los últimos cuarenta años, se ha sustentado en la energía barata y abundante. Hoy el carbón representa el 66 por ciento del consumo global de energía en ese país. Su gigantesco sector fabril depende, eminentemente, de centrales eléctricas que utilizan carbón. De hecho, a principios de noviembre, la oficina de estadísticas del gobierno confirmó que había subinformado la cantidad real de carbón que queman los chinos, en 17 por ciento. Eso equivale a 600 millones de toneladas anuales de carbón; es decir, 70 por ciento del consumo anual total de Estados Unidos. El año pasado, el gobierno de Xi —quien prometió que China empezaría a reducir sus emisiones totales de CO2 “alrededor de 2030″— autorizó planes para construir 155 centrales eléctricas de carbón para 2020: poquito menos de tres plantas autorizadas, por semana, en 2014.
En Estados Unidos, Obama ha emprendido lo que sus críticos describen como “una guerra contra el carbón”. El mandatario considera que el cambio climático es uno de sus temas de “legado” y su Agencia de Protección Ambiental, disimulada bajo el Plan de Energía Limpia, se niega a aprobar nuevos proyectos de generación eléctrica con carbón (unos veinticuatro estados han presentado demandas en su contra). China —junto con varios vecinos del sureste asiático— opina que Estados Unidos ha tratado de llevar la guerra fuera de sus fronteras. Fuentes diplomáticas dicen que Pekín acusa a Washington de presionar al Banco Mundial y al Banco Asiático de Desarrollo para retener el financiamiento para proyectos de centrales eléctricas de carbono.
Algunos en Pekín sospechan que esto también explica algo de la renuencia de Washington para respaldar el esfuerzo chino de lanzar su Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB). “Creemos que todo ese parloteo de estándares de préstamo, mejores prácticas y demás —que Estados Unidos utilizó para no dar su apoyo— es sólo parte de la historia. A ustedes les preocupaba que financiáramos la energía de carbón, y eso haremos”, dice un miembro de un grupo chino de estrategia que asesora a la poderosa Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma (NDRC) de Pekín. La administración de Obama niega que el temor de financiar un proyecto de carbón tenga que ver con su apoyo poco entusiasta para el AIIB.
Al acercarse la conferencia de París, Estados Unidos elogió públicamente a China por los objetivos que se fijó para recortar sus emisiones de CO2 (reducir su crecimiento y, después, implementar recortes directos alrededor de 2030). “Es el avance político que estábamos esperando”, celebró Timothy Wirth, ex subsecretario de Estado para asuntos globales y actual vicepresidente de la Fundación de Naciones Unidas, cuando Xi prometió a Obama que limitaría las emisiones. No obstante, en privado, el escepticismo es mayor, y con razón. En realidad, el compromiso de Pekín era mucho menos dramático de lo que parecía. La fecha pico de las emisiones concordaba con los pronósticos que habían hecho diversas organizaciones de estrategia patrocinadas por el Estado: en un estudio de 2014, la Academia de Ciencias Sociales de China reveló que la menor tasa de urbanización podría traducirse en que las emisiones de CO2 industriales alcanzarían un pico alrededor de 2025 o 2030, y empezarían a caer hacia 2040.
Además, China ha dejado claro que no se comprometerá legalmente con lo que pueda resultar de la cumbre parisina. “El cronograma con que se ha comprometido China no es un objetivo vinculante”, dice Li Junfeng, influyente asesor en políticas climáticas con nexos en NDRC. A mediados de noviembre, Kerry confirmó que el llamado acuerdo COP21 de París no será un tratado y, por consiguiente, no será legalmente obligatorio para los firmantes.
Hay varias razones para ello. Hace ya varios años, desde que Occidente —sobre todo Estados Unidos— comenzó a obsesionarse con el “cambio climático”, todas las sospechas recayeron en China. Durante la conferencia a la que asistí, hace casi una década, un delegado chino tomó la palabra para despotricar sobre “fuerzas externas” que querían controlar a China cambiando las reglas de la energía global de la noche a la mañana: “Primero, construyeron sus economías con energía barata —carbón y petróleo—, pero ahora que estamos creciendo rápidamente, se supone que ya no podemos usar carbón y petróleo”. Esto, dijo, “es una economía ‘escalera arriba'”. Justo cuando China comienza a subir rápidamente por la escalera, en términos económicos, Occidente trata de quitársela.
Poco ha cambiado, a pesar de la creciente evidencia del caos global que causa el cambio climático. Gal Luft, codirector del Instituto para el Análisis de Seguridad Global —grupo de estrategia enfocado en seguridad energética, sito en Washington—, pasa la mitad del tiempo en China. Dice que en Pekín se escucha a menudo una frase a puertas cerradas, “imperialismo ambiental”, la cual se refiere al deseo de Occidente de imponer sus estándares ambientales y de uso de energía al resto del mundo en desarrollo.
Según ese criterio, China recibe poco o ningún mérito internacional por los pasos que ha dado para reducir lo que, fácilmente, habría sido una huella de carbono mucho mayor. En conjunto, su enorme acumulación de energía hidroeléctrica —hay 47 000 presas hidroeléctricas en el país— y su agresivo programa de energía nuclear (están construyendo o han sido aprobadas veintinueve centrales nuevas, unidades que más que duplicarán la capacidad nuclear de Pekín para 2020) reducen más de diez veces las emisiones de los estándares CAFE combinados de Estados Unidos y Unión Europea (CAFE, siglas de Corporate Average Fuel Economy, que se refiere al estándar de eficiencia de combustible para automóviles).
“No creo que el resto del mundo entienda cuán agresiva ha sido China para diversificar su [mezcla de combustibles]”, comenta Luft, “o cuánto peor sería la situación si no lo hubieran hecho”.
RESPUESTA: Xiaolangdi es una de las 47 000 presas hidroeléctricas de China. FOTO: AFP/GETTY
LA GUERRA ENERGÉTICA DE CHINA
El año pasado, el Centro de Investigaciones Pew consultó a la opinión pública para averiguar cuáles eran los problemas más graves de los chinos. El primero fue la corrupción. El segundo, la contaminación. ¿Y el cambio climático? Ni siquiera figuró en la lista.
Xi ha lanzado una campaña agresiva y sin precedentes contra funcionarios corruptos, al extremo de perseguir algunos antaño considerados intocables. Un caso notable, el exjefe de seguridad interna y miembro del politburó, Zhou Yongkang, arrestado el año pasado y de quien no ha vuelto a tenerse noticias.
Algunos creen que la campaña anticorrupción también está dirigida contra poderosos intereses creados en China, los cuales interfieren con los cambios que busca Xi: reforma económica, mayor eficiencia energética, ambiente más saludable y, sí, reducir las emisiones de carbono. Entre los objetivos de su purga de corrupción había cabezas de la industria energética que mostraron una oposición decidida a las reformas que podrían conducir a una mayor eficiencia y, en última instancia, a una menor contaminación en China. Aunque el último empleo de Zhou fue el de zar de la seguridad, la mayoría de los ciudadanos chinos sabe que creció en la industria del petróleo, donde tenía (y tiene) una extensa red de patrocinadores. Su arresto “envió un mensaje muy claro de que las cosas cambiarían en el sector petrolero”, comenta Damien Ma, miembro del Instituto Paulson, grupo de estrategia iniciado por el exsecretario del Tesoro, Hank Paulson, y dedicado a trabajar con China en asuntos climáticos y otros problemas ambientales.
La cantidad de autos en las calles de China está explotando: el año pasado se vendieron 20 millones de coches nuevos. Ese crecimiento ha convertido el transporte en el segundo contribuyente de la contaminación del aire y las emisiones de CO2 del país. Desde hace años, la agencia de protección ambiental de China ha insistido en la necesidad de mejorar los estándares de calidad de combustible en las mayores refinerías de la nación, China National Petroleum Corp. (CNPC) y Sinopec. El ministerio incluso trató de presionar, y hasta el Congreso Nacional Popular —que generalmente no hace más que estampar su sello en las políticas del Partido Comunista— aprobó legislaciones. Con todo, como son propiedad del Estado, los dos gigantes petroleros (CNPC da empleo a 1.5 millones de personas) simplemente se negaron.
Pero luego del “airepocalipsis”, el gobierno central no pudo permitir que persistiera semejante intransigencia y al fin insistió en que las refinerías obedecieran; y para asegurarse, hace poco Keqiang elevó al renombrado combatiente de la contaminación, Pan Yue, a una posición prominente en el ministerio de protección ambiental.
Pan se ganó su reputación como guerrero eficaz en dicho ministerio. En 2005 detuvo treinta proyectos de infraestructura muy grandes que operaban empresas estatales y, de paso, se granjeó muchos enemigos. Renunció a su cargo en 2008. Pero ahora es director de evaluaciones en el ministerio y tiene un extenso mandato, de modo que, si cuenta con el respaldo de los niveles más altos, tendrá la autoridad suficiente para emprenderla de nuevo contra los contaminadores.
Xi también ha usado su campaña anticorrupción para sacudir la industria del carbón. En la provincia de Shanxi, corazón del territorio carbonero de China, hay más de una docena de funcionarios acusados en investigaciones anticorrupción y corren rumores de que caerán otros más. Para entender la importancia de algo así en China, piensa en esto: la primera familia en el sector de generación eléctrica chino tiene enorme influencia. El gobernador de la provincia Shanxi es Li Xiaopeng, ex CEO de una de las compañías de electricidad más grandes del país. El padre de Li es Li Peng, quien fue primer ministro de Deng Xiaoping y el político de línea dura que ordenó a gritos la intervención armada en la Plaza Tiananmen, en 1989. Hasta ahora, pocos han tenido las agallas para enfrentar al cabildo del carbón chino, porque pocos se atrevían a meterse con el clan Li.
El ataque de Xi contra los intereses del carbón envió el mensaje tajante de que la industria, colosal y ambientalmente dañina, tiene que cambiar. Los activistas ambientales de China se sienten alentados, pero es importante recordar que los objetivos del gobierno no casan del todo con los deseos anticarbón del movimiento contra el cambio climático.
Fuentes de la industria, consultores y representantes de organizaciones no gubernamentales (ONG) informan que Pekín pretende que la industria de centrales eléctricas de carbón se vuelva más eficiente; y de paso, más limpia. Y lo está logrando. Las 155 plantas autorizadas en 2014 generarán, por unidad, significativamente más energía que las plantas construidas hace veinte años, y son menos contaminantes. Asimismo, en 2014 China “prelavó” más del doble del carbón antes de quemarlo, respecto del año anterior, un paso crítico para reducir las emisiones de partículas. Sin embargo, las centrales eléctricas siguen emitiendo cantidades importantes de CO2. Por ello, dice Luft, “el carbón aún es el elefante en la cristalería y no destetaremos a China de ese combustible tan rápido como quisiera mucha gente. Es un hecho”.
ALERTA DE ESMOG: El tránsito vacacional regresa a Pekín en octubre pasado. FOTO: REUTERS
¿UN CAMBIO EN EL CUAL CREER?
El uso de combustibles fósiles es la única área donde el cambio no es tan rápido como desean muchos países occidentales. Desde hace más de una década, los ambientalistas han visualizado entusiastas escenarios donde, por el tamaño de su población, China podría escalar cualquier cantidad de nuevas tecnologías ambientalmente críticas, desde energías renovables, como eólica y solar, hasta millones y millones de autos eléctricos. Pero, a la fecha, las energías renovable y nuclear (incluida la hidroeléctrica) representan apenas 10 por ciento de la generación eléctrica total del país y, para 2020 China pretende incrementar el total a 15 por ciento. En cuanto a los autos nuevos vendidos el año pasado en la congestionada China, menos de 1 por ciento eran eléctricos.
El problema: la energía renovable y los vehículos eléctricos necesitan una nueva red de electricidad, la llamada red inteligente que almacena energía cuando no hace falta y está disponible cuando se necesita. La mayor parte de la red de China tiene veinte años. Es confiable y lleva electricidad a todo el país (a diferencia de India, por ejemplo, la segunda nación más populosa del mundo, donde cuatrocientos millones no tienen electricidad). Pero es una red “tonta” y pasará mucho tiempo para cambiar las cosas. La mayoría de los analistas cree que China hará el cambio, pero seguramente tardará un par de décadas o más. “Tienen que ser pacientes y entender que estamos en un ciclo de desarrollo”, dice un consultor académico de NDRC.
Al cabo de década y media de un crecimiento impulsado por inversiones, el cual contaminó el aire y el agua, el ciclo de desarrollo empieza a cambiar. La economía se ha decelerado y no volverá a sus días de 10 por ciento. El consumo empieza a desplazar a la inversión como motor del crecimiento, lo cual beneficiará el ambiente. Y la menguante inversión deja a la zaga una base industrial con una eficacia energética mucho mayor.
ARTE CONTRA LA CONTAMINACIÓN: En 2014, la artista del performance, Kong Ning, usa un vestido de novia decorado con 999 mascarillas, como protesta por la contaminación del aire. FOTO: KYUNG-HOON/REUTERS
Podemos verlo en Dongfeng Motor Corp., legendario fabricante de autos del Estado. En 2002, visité una de las primeras fábricas en las afueras de Wuhan, en China central. Era una planta construida en las montañas en el periodo de Mao Zedong. La ubicación fue elegida por seguridad, no con miras al comercio (“Cava profundo y ama la patria”, era el eslogan de la época). La fábrica arrojaba tremendas cantidades de humo y no había un solo robot industrial a la vista, sólo miles de obreros que trabajaban en una línea de armado que se parecía a las de Detroit en la década de 1950. Hoy ha desaparecido la vieja planta; en su lugar se alza una instalación moderna que emplea sólo cinco mil trabajadores, pero produce, anualmente, el doble de autos que antes. Y según la compañía, consume mucha menos energía.
Persiste una poderosa resistencia al cambio económico y ambiental. Lo que ocurrió en Pittsburgh, el Valle de Ruhr (Alemania) o el desastre ambiental que fue la Unión Soviética, se repite hoy en toda China: grandes intereses económicos están pisando el freno. Hace poco, durante un seminario de un día sobre política energética y el ambiente, la NDRC —agencia de planificación económica clave en China— describió las prioridades para crear un sector energético más eficiente, limpio y sostenible. Por ejemplo, detalló metas para fomentar el uso de gas natural en vez de carbón en las centrales eléctricas y explicó sus ideas para acelerar el desarrollo de una red eléctrica inteligente en China.
Representantes de ONG asistieron a la reunión, igual que muchos constituyentes cuyas industrias serían afectadas por semejantes reformas. Cuando se abrió la sesión de preguntas, un ejecutivo de State Grid Corporation of China, organización que supervisa todas las compañías eléctricas del país, analizó punto por punto la presentación de la NDRC. Esto es imposible, al menos por ahora, dijo acerca de una propuesta. Esto tampoco puede ser. La red inteligente tardará mucho tiempo y es muy costosa. Y asÍ, sucesivamente.
“Fue asombroso, y desalentador”, dijo un representante de una ONG, quien estuvo presente. Uno de los intereses creados más poderosos del país decía, sin rodeos: “Momentito, amigos. No estamos de acuerdo con su programa”.
Mientras el mundo brinda con champaña en París, celebrando avances en la guerra climática, tú recuerda esa escena. Nada cambiará fácilmente en la nación que emite la mayor cantidad de gases de invernadero de todo el mundo, y confronta más problemas ambientales graves que ninguna otra.
——
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek