Tengo en mi mente grabada una imagen perfecta de Volkswagen. Poca cosas en la vida funcionan tan bien como un Volkswagen, rezaba la ingeniosa publicidad televisiva de la marca alemana de autos. En la pantalla chica un vaquero caminaba por el desierto acompañado de un vocho con riendas, mientras los indios eran autos sedán con enormes plumas. Un lloroso sobrino asistía al funeral de su millonario tío tripulando un vocho, y con una voz al fondo el difunto nos aseguraba que el joven heredaría una fortuna por ser ahorrativo y usar el miniauto alemán. El ministro de economía de un país ficticio llegaba a una cumbre mundial manejando su VW sedán negro.
Y no sólo era la publicidad. Cada familia cercana a nosotros tenía un VW: sedanes, combis, brasilias y safaris nos llevaban a todos lados. De soltero compré un vocho usado que aguantó golpes y malos tratos, y que era más que económico al momento de llevar al taller. Incluso me di el lujo de cambiar yo solito una salpicadera arruinada en un choque.
Un Corsar comenzó siendo de mi padre y al final mis hermanos lo convirtieron en un auto de batalla capaz de cruzar un maizal sin arruinarse. Mi primer auto nuevo fue un VW sedán azul. Lo recibí semanas antes de mi boda, y lo lloramos el día que se lo robaron. Y así podría seguir por mucho espacio más.
Quisiera saber en qué momento los responsables de dirigir la armadora alemana decidieron crear un software para engañar a todos en el tema de las emisiones contaminantes. Me parece que en ese instante el capitalismo despiadado le dio al traste a una institución. Seguiré con la gran imagen de VW en mi mente, pero de ahora en adelante habrá para mí una mancha en el brillo de los VW .