Mientras reviso el expediente forense del caso que la fiscalía denomina el fraude más insigne en la historia de Estados Unidos, me resulta difícil contener un estremecimiento ante los crímenes del Dr. Farid Fata, el exhematólogo y oncólogo cuyas licencias han sido ya revocadas y quien, el 10 de julio, fue sentenciado a 45 años en una prisión federal. Antes uno de los médicos más respetados de Michigan, con extensa clientela en sietes ciudades, donde atendió más de 16 000 pacientes desde 2005, Fata se declaró culpable o no impugnó veintitrés cargos de fraudes contra la salud, dos de lavado de dinero y uno de conspiración para pagar y recibir sobornos, mas nada de eso refleja la escala de su perversidad.
Antes de la audiencia para dictar sentencia, el gobierno publicó un memorando público, en mayo, donde detalló que había descubierto su esquema para defraudar Medicare y otras aseguradoras explotando a sus pacientes. Fiscales federales alegan que Fata prescribió, deliberadamente, más de nueve mil inyecciones e infusiones innecesarias para, por lo menos, 553 pacientes durante un periodo de seis años, tratamientos que ascendieron a un monto de casi 35 millones de dólares en pagos de seguro.
Fata mintió a los pacientes sobre sus pronósticos de cáncer, les dijo que necesitaban quimioterapia cuando, en realidad, sólo requerían de observación; engañó a otros para que ocuparan la silla de infusión diciéndoles que tenían que recibir quimioterapia de “mantenimiento” para prevenir la reincidencia de cánceres en remisión; y quizá lo más espeluznante, imploró a enfermos terminales que siguieran bajo su cuidado, mientras inyectaba veneno en sus cuerpos, que pronto quedarían sin vida.
Con todo, sería erróneo mirar a Fata y ver nada más que un monstruo despiadado y codicioso. Espantosas como fueron, no llevó a cabo sus acciones en solitario, pues son emblemáticas de problemas sistémicos que han plagado a la comunidad médica desde mucho antes de que él terminara su prestigiosa residencia en el Centro Oncológico Memorial Sloan Kettering, en 1999.
“Es uno de los casos de fraude más extensos que he conocido”, dice Nicholas G. Evans, ético médico de la Universidad de Pensilvania. “Pero implica problemas comunes muy conocidos en el campo de la ética médica.”
Entrar en el consultorio del oncólogo significa poner la vida en manos de otra persona. “Los pacientes desarrollan un vínculo casi religioso con esos médicos”, explica Jeffrey Stewart, abogado que representa a dos exclientes de Fata.
Según testimonio de las víctimas de Fata, el doctor abusó repetidas veces de ese vínculo y del temor para disimular la inutilidad de sus tratamientos. “Aseguró que [mi madre] tenía un cáncer muy agresivo que se volvería intratable si dejaba la quimio y, entonces, no podría salvarla”, escribió Michelle Mannarino, hija de una paciente de Fata, en una declaración de impacto recogida por el equipo de la fiscalía. “Cuando investigué y cuestioné el tratamiento, varias veces me preguntó si había hecho una residencia en Sloan Kettering, como él.”
Al parecer, en casi cada etapa del cáncer (incluida la ausencia de enfermedad), Fata prometía a sus pacientes una probabilidad de remisión de 70 por ciento, pero sólo si le eran completamente fieles. Una mujer en estadio terminal pasó los últimos instantes de su vida discutiendo con su familia porque cuestionaban su decisión de declararse en bancarrota para seguir costeando la atención de Fata. “Seguía postergando sus asuntos, pensando que habría tiempo ‘cuando estuviera mejor’… [Nuestra madre] nunca pudo aceptar que estaba muriendo porque Fata la convenció de que no era así”, dice la declaración de impacto de la familia.
Fata también embaucó a los enfermos para que recibieran dosis adicionales del fármaco inmunosupresor Rituximab, incluso después del tratamiento exitoso de su linfoma; en algunos casos, por periodos de hasta tres años. Cuando Fata fue arrestado, sus sistemas inmunológicos estaban en ruinas. Y otros presentaban grave deterioro óseo de la mandíbula, así como un dolor intenso e ininterrumpido porque seguían en tratamiento con el anticanceroso Zometa® (ácido zolendróico).
Acallaba las sospechas del personal médico y los pacientes que tomaban Rituximab diciendo que la terapia era parte de un revolucionario protocolo “europeo” o “francés”, y llegó al extremo de falsificar un artículo médico que, supuestamente, demostraba la utilidad del fármaco. Por lo demás, mantenía absoluto control sobre la información y negaba a los pacientes acceso completo a sus expedientes clínicos, lo que les impedía buscar una segunda opinión.
LO QUE HACE FALTA ES UN SOPLÓN
Angela Swantek, enfermera oncológica con diecinueve años de experiencia, informó a The Detroit News que, a principios de la primavera de 2010, acudió a lo que suponía ser una entrevista de trabajo rutinaria con Fata, pero salió escandalizada por los cuidados médicos que vio administrar a los pacientes.
Por ejemplo, vio personas en sillas de transfusión que recibían infusiones lentas repletas de fármacos que debían aplicarse en inyección intravenosa rápida, así como tratamientos con Neulasta®, factor de crecimiento humano que administraban inmediatamente después de la quimioterapia, en vez de aguardar veinticuatro horas, como estaba indicado. Cualquier profesional capacitado habría notado, de inmediato, que dichos procedimientos eran inapropiados y hasta peligrosos, pero cuando Swantek tocó el tema, la enfermera del personal respondió con absoluta indiferencia. “Así hacemos las cosas en este lugar”, dijo.
En marzo, Swantek comunicó sus sospechas a la Oficina de Profesiones de la Salud y, más de un año después, en mayo de 2011, recibió una carta del Departamento de Licencias y Asuntos Regulatorios (LARA, por sus siglas en inglés; organismo estatal que dirige la antedicha Oficina), informándole que una investigación había despejado cualquier sospecha que pudiera pesar sobre Fata. No obstante, agrega Swantek, el Estado jamás se puso en contacto con ella.
El LARA asegura que entrevistó a la enfermera y que realizó una indagación con todos los medios a su disposición, mas las peticiones de Swantek y The Detroit News para obtener el expediente de dicha pesquisa fueron denegadas, argumentando que el estado de Michigan no puede divulgar información debido a las leyes de privacidad inherentes a una investigación estatal de un profesional médico.
Semejantes evasivas aparecen en cada capa de autorregulación en el campo médico, señala Brian McKeen, abogado que representa a varios expacientes de Fata en demandas civiles pendientes. McKeen cita la práctica médica de la revisión paritaria, que permite que organizaciones profesionales —como la Asociación Médica Estadounidense (AMA, por sus siglas en inglés) y diversos hospitales— emprendan revisiones internas de sus miembros y personal, sin posibilidad de escrutinio externo. Ahora bien, aunque los informes de una entidad revisora, como la AMA, son susceptibles de divulgación pública, la ley estatal de Michigan ordena que, bajo ninguna circunstancia, se revele la identidad de las personas involucradas en la investigación. Además, dicha información tampoco puede divulgarse a representantes legales que, como McKeen, intentan demostrar un patrón de negligencia por parte de un profesional médico específico.
A todas luces, esa política intenta proteger de cualquier responsabilidad o represalia a quienes acusan a los médicos, aunque también significa que el público no tiene manera de averiguar si un médico ha sido acusado de negligencia. Por ello, los pacientes de Fata jamás tuvieron conocimiento de los alegatos de 2010 en su contra ni de si el Estado estuvo realmente justificado al eximirlo de toda culpa. Pero también significa que, cualquier intento de terceros para verificar si una institución hizo la diligencia de investigar a un profesional médico, habría sido virtualmente imposible.
Entre tanto, hay muy pocos recursos y personal disponible para investigar la negligencia médica, tanto en el ámbito institucional como en el gobierno estatal. “En realidad, no existe una policía médica para detectar la corrupción”, dice Evans. “Muchas veces lo que hace falta es un soplón.”
A mediados de 2012, el Dr. Soe Maunglay comenzó a trabajar en el consultorio Michigan Hematology and Oncology (MHO), propiedad de Fata, mas la relación laboral fue difícil. Al poco tiempo, Maunglay pidió que un médico estuviera presente siempre que alguno de sus pacientes recibiera quimioterapia; por respuesta, Fata le asignó un lugar y un horario que lo mantenía apartado de los pacientes que él atendía. Las sospechas de Maunglay crecieron en 2013, después de que pilló a Fata en una mentira acerca de que el MHO había obtenido la certificación del programa Iniciativa en Prácticas de Calidad en Oncología, cuando no era cierto. Su creciente frustración con Fata lo orilló a anunciar que renunciaría en agosto.
Hacia el fin de semana del 4 de julio de 2013, Maunglay estaba visitando a algunos pacientes en el Centro y Hospital de Oncología Crittenton —donde Fata operaba una clínica privada— cuando se topó con Monica Flagg, quien se había fracturado una pierna. Apenas unas horas antes, la mujer había recibido la primera de numerosas sesiones de un esquema programado de costosa quimioterapia. Pero al ver su expediente clínico, Maunglay se dio cuenta de que era probable que Flagg no tuviera cáncer y, más tarde, ese fin de semana, la instó a pedir una segunda opinión.
Horrorizado por el incidente, el médico empezó a revisar otros expedientes médicos de Fata y se puso en contacto con George Karadsheh, administrador médico de MHO, a quien manifestó sus temores. Después, Karadsheh contactó formalmente al FBI para comunicarle los hallazgos de Maunglay y así dio comienzo la cascada de acontecimientos que terminaría con una redada en el consultorio de Fata y su arresto.
DEMASIADO RENTABLE PARA IR A PRISIÓN
La razón de que Fata no fuera descubierto durante años puede ser muy simple: era demasiado rentable para delatarlo. Según la investigación federal, al momento de su captura su consultorio compraba 45 millones de dólares anuales en fármacos para un equipo de tres médicos. Sin embargo, según un informe de 2015 sobre tendencias en oncología, el promedio que gasta un oncólogo de tiempo completo oscila entre 1.5 y 1.9 millones anuales. Fata había expandido su operación con una farmacia, Vital Pharmacare; un centro de radioterapia, Michigan Radiation Institute; instalaciones para pruebas diagnósticas, United Diagnostics; y su propia organización de caridad, Swan for Life.
Logró ese crecimiento tratando a los pacientes como si fueran actores en una audición abierta, citaba cincuenta o sesenta al día y los distribuía entre médicos no especializados, para luego dedicar a cada uno escasos cinco o diez minutos al final de cada visita. Después, promovió tratamientos más prolongados o innecesarios; recetó sobredosis para consumir contenedores completos de medicamentos que adeudaba; reprendió a moribundos (cuando no podía convencerlos de que siguieran con el tratamiento) para que permanecieran en el hospicio que le pagaba sobornos; y presionó a otros para que usaran sólo los servicios de negocios de su propiedad. Ante la opción de brindar salud a sus pacientes o forrar sus bolsillos, Fata optó siempre por la segunda.
Aunque no cabe duda de que su despiadada explotación es el extremo del espectro, Evans afirma que el fenómeno es común en la medicina. “En el sistema de salud hay muchas exigencias contradictorias”, dice. Muchos galenos, aun sin saberlo, sujetan sus decisiones terapéuticas a la opción que genera más dinero. Si bien eso rara vez deriva en un fraude descarado, a menudo basta para violar el primer precepto de la bioética: no causar daño.
En uno de muchos ejemplos, Evans cita un estudio de 2013 publicado en New England Journal of Medicine, donde los autores descubrieron que los urólogos propietarios de algún servicio de radioterapia de intensidad modulada (centro de tratamiento oncológico con alta tasa de reembolso) tenían dos veces más probabilidades de prescribir la terapia que los urólogos que no contaban con ese servicio. “La conclusión es que ser dueños de servicios médicos costosos constituye un incentivo para recetar dichos servicios a los pacientes, sin importar que puedan beneficiarse más con ese servicio que con otra terapia más económica.”
La expansión de la Parte D de Medicare, que subsidia los medicamentos de prescripción con dinero federal, ha provocado que los médicos igualmente incentivados inflen sus cuentas. Un informe del mes pasado, emitido por el Departamento de Salud y Servicios Humanos, halló que el gasto de la Parte D se ha más que duplicado desde su arranque, en 2006 (de 53.1 mil millones a 121.1 mil millones de dólares) y que, sólo desde 2014, más de 1400 farmacias han estado implicadas en “facturación cuestionable” de fármacos disponibles en la Parte D.
UN POQUITO DE SOL
A principios de este mes, la Corte de Distrito de Estados Unidos para el Distrito Oriental de Michigan sentenció a Fata a 45 años en una prisión federal. Se informa que el médico lloró en el pleno de la Corte y se disculpó. “Abusé de mis habilidades”, dijo Fata antes de que se dictara sentencia, “por el poder y la codicia. Mis ansias de poder son autodestructivas”. Con cincuenta años, es posible que pase el resto de sus días tras las rejas. Fata también ha accedido a entregar 17.6 millones de dólares. No obstante, abogados como McKeen y Stewart señalan que el dinero potencial disponible para sus expacientes en litigios civiles es bastante escaso, debido al tope de negligencia médica de Michigan, fijado en 450 000 dólares por cargos punitivos como dolor y sufrimiento (tope que no aplica a daños económicos como gastos médicos, pérdida de salarios y ganancias futuras).
Si bien Stewart considera que los pacientes podrían organizar un pleito conjunto para recuperar su dinero con las ganancias personales de Fata, en estos momentos ese capital ha sido incautado por el gobierno. El abogado cree que hay más de cuarenta pleitos civiles pendientes contra Fata, pero sin esfuerzos grupales podrían pasar años antes de que se otorgue cualquier suma mediante un litigio.
En los dos años transcurridos desde la caída de Fata, el gobierno ha realizado serios esfuerzos para tapar agujeros e impedir que la corrupción médica siga pasando inadvertida. La implementación de la Ley de Atención Asequible dio paso a la Ley Sunshine de Pago Médico de 2014, la cual exige que fabricantes de medicamentos y productos médicos que reciban reembolsos de programas federales de atención de la salud (como Medicare) notifiquen de cualquier remuneración o servicio proporcionado a médicos y hospitales de enseñanza. A decir de Evans, es un recurso valioso que permite que cualquiera, incluidos los pacientes, dé un vistazo para determinar si un doctor u hospital presenta conflictos de interés potenciales.
Pero la mayoría considera que se necesita mucho más. McKeen opina que retirar los límites para daños punitivos y dar mayor transparencia a las investigaciones internas evitaría que “otros Fata” intenten pasarse de la raya. Por su parte, Swantek cree que debe haber más personal dedicado a esas investigaciones. “No debemos depender del FBI para vigilar a nuestros médicos”, dice.
Sin embargo, cualquier solución habrá llegado demasiado tarde para los cientos de personas que Fata victimó. Aun después de escoltarlo a prisión, sus cuerpos lisiados y sus muertes agonizantes serán testimonio permanente de la irrefrenable avaricia de Fata y de nuestro fracaso institucional para prevenirla. Dice McKeen: “¿En dónde están aquí los controles y contrapesos?”