En mayo, Jeb Bush firmaba autógrafos después de una reunión en
el ayuntamiento de Reno, Nevada, cuando una estudiante universitaria de 19 años
lo desafió. Bush acababa de culpar del ascenso de Estado Islámico (EI) –mejor
conocido como ISIS, por sus siglas en inglés– al presidente Barack Obama por su
decisión de retirar las tropas de Irak. La estudiante, Ivy Ziedrich, alumna de
Ciencias Políticas en la Universidad de Nevada, no estaba de acuerdo. Arguyó
que la evolución del grupo comenzó mucho antes, con la invasión del país por el
ex Presidente George W. Bush. “Su hermano”, dijo ella, “creó al EI”.
Jeb la interrumpió. Su hermano, reviró él, implementó la
escalada que restauró la estabilidad en Irak, y ésta pudo haber continuado si
tan sólo Obama hubiera dejado algunos soldados en el terreno. “Tenemos un lugar
mucho más inestable”, dijo él, “porque los estadounidenses se replegaron”.
El intercambio malhumorado captó un debate creciente entre los
republicanos en la contienda presidencial para 2016: ¿las políticas de quién
llevaron a la creación del Estado Islámico? Y ¿cómo lidiarían los candidatos
con el grupo yihadista más tristemente célebre del mundo? Después de algunos
traspiés incómodos, la mayoría de los candidatos republicanos ahora dice que
Obama es el culpable porque el ascenso del EI ocurrió bajo su vigilancia. No
sorprende que funcionarios de la actual administración no estén de acuerdo:
como Ziedrich, ellos señalan los pasos en falso del presidente Bush.
Pero la historia del ascenso del EI es mucho más compleja,
apuntan ex funcionarios de EE UU y analistas de Oriente Medio. Aun cuando tanto
Bush como Obama merecen algo de culpa, el Estado Islámico no hubiera llegado a
ser un grupo yihadista tan aguerrido y bien financiado sin la ayuda de líderes
y simpatizantes en Irak, Siria, Turquía y las monarquías sunníes del Golfo
Pérsico. Su apoyo al EI –por encima de las objeciones de Washington– subraya
los límites del poder y la influencia de EE UU en la región. Como lo dice
Douglas Ollivant, ex director para Irak en el Consejo de Seguridad Nacional
tanto con Bush como con Obama: “Nosotros los estadounidenses somos parte del
elenco, no los actores principales”.
El precursor del Estado Islámico, Al-Qaeda en Irak, surgió en
2004 para resistir a la ocupación estadounidense. Encabezado por Abu Musab
Zarqawi, un jordano, el grupo estaba constituido por sunníes, muchos de ellos
ex soldados iraquíes disgustados porque se quedaron sin sus salarios después de
que la administración de Bush disolvió el ejército iraquí. Usando bombarderos
suicidas y dispositivos explosivos improvisados, Zarqawi y sus reclutas
atacaron a tropas estadounidenses y mezquitas chiitas en una apuesta por
expulsar a las tropas estadounidenses, fomentar una guerra sectaria y
establecer un califato islámico en Irak.
El grupo sufrió algunos reveses importantes desde el principio.
En 2006, EE UU mató a Zarqawi en un ataque aéreo. Un año después, la escalada
estadounidense comenzó cuando tropas de Estados Unidos unieron fuerzas con
iraquíes sunníes que se habían desilusionado con las ideas brutales y
fundamentalistas de Zarqawi. Para 2008, la escalada y el Despertar –como se
conoce comúnmente al esfuerzo iraquí– habían empujado a los milicianos de
Al-Qaeda a la vecina Siria, sofocando mucha de la violencia en Irak. Bush
entonces negoció un acuerdo, que fue aprobado por el parlamento iraquí, dando a
las fuerzas de EE UU el permiso para permanecer en el país hasta 2011, junto
con una inmunidad al arresto y el juicio.
Esa aprobación resultó ser temporal. Mientras Estados Unidos se
preparaba para enviar el grueso de sus tropas de vuelta a casa, Obama empezó a
negociar un acuerdo similar. Su meta era dejar detrás 5,000 soldados para
entrenar a los iraquíes y ayudar en el contraterrorismo. Pero las negociaciones
no salieron bien. Muqtada al-Sadr, el clérigo chiita ferozmente
antiestadounidense, no sólo amenazó con desatar su milicia contra las tropas
estadounidenses remanentes, sino que el nuevo gobierno del primer ministro
iraquí, Nouri al-Maliki, fue obligado a reconocer que la mayoría de los iraquíes
quería que la ocupación terminara. “Tener tropas extranjeras en tu país es… un
acto antinatural”, dice James Jeffrey, quien sirvió como asesor adjunto de
seguridad nacional con Bush y como embajador ante Irak con Obama. “Darles
inmunidad legal es… todavía más antinatural. Dado que Irak era ahora una
democracia parlamentaria, esto requería la aprobación parlamentaria. Y el
parlamento simplemente no estaba dispuesto a darla”.
Con el tiempo agotándose, Obama terminó las negociaciones. Para
finales de 2011, todos los soldados estadounidenses estaban fuera de Irak, y el
Presidente se presentó a la reelección con la promesa de terminar la Guerra de
Irak. No obstante, poco después Al-Maliki, un chiita, lanzó una campaña
sectaria contra los iraquíes sunníes, arrestando altos oficiales por traición,
motivando a otros a exiliarse y cambiando drásticamente el frágil equilibrio
sectario que la ocupación de EE UU había impuesto.
Más o menos tres años después, Al-Maliki se había enemistado a
tal grado con los sunníes que cuando los combatientes del Estado Islámico
comenzaron a cruzar la frontera con Siria, hallaron oídos receptivos en algunas
áreas sunníes para sus creencias anti-chiitas. El verano pasado, cuando las
tropas del EI se extendieron por el noroeste del país, los soldados iraquíes
huyeron, y los sunníes recibieron a los milicianos con los regalos árabes
tradicionales de arroz y flores. “No puedo demostrar que [el equilibrio del
poder sectario en Irak] no se hubiera venido debajo de todas formas”, dice Elliott
Abrams, el alto asesor de Bush sobre Oriente Medio en el Consejo de Seguridad
Nacional. “Pero pienso que hubiéramos tenido muchas mejores opciones si
hubiéramos dejado, digamos, 10,000 soldados en el terreno”.
Una fuerza remanente estadounidense hubiera producido un
ejército iraquí mejor entrenado y generado mejor inteligencia sobre EI. Pero
otros analistas se ríen de la idea –ahora un mantra de campaña republicano– de
que tal fuerza hubiera detenido a EI. “Las divisiones sectarias iraquíes, las
cuales explotó el EI, son profundas y no fueron susceptibles al remedio
permanente de nuestras tropas en su máximo número, ya no digamos por 5,000
instructores bajo restricciones iraquíes”, escribió Jeffrey en un editorial
para The Wall Street Journal. Ollivant, ahora un analista de seguridad nacional
en la New America Foundation, está de acuerdo: “¿Qué si desearía que el
presidente Obama se hubiera enfocado más en Irak? Claro que sí. Pero… estos
eventos están más allá de su capacidad para determinar”.
Algunos analistas sí creen, no obstante, que Obama pudo haber
hecho más para detener al grupo yihadista en Siria. Con la excepción de Rand
Paul, prácticamente todos los candidatos presidenciales republicanos le
reprochan a Obama por “titubear” con el presidente sirio, Bashar Assad. Y
varios funcionarios de la administración de Obama están de acuerdo: ellos dicen
que EE UU debió apoyar a los rebeldes sirios moderados al principio de la
guerra, cuando el EI y otros grupos islamistas eran débiles. “El Estado Islámico
que conocemos hoy es un producto de Siria”, dice Jeffrey. “Y esa es culpa de
Obama”.
Analistas de Oriente Medio dicen que la escalada y el Despertar
debilitaron a Al-Qaeda en Irak pero no lo mataron. Quienes huyeron a través de
la frontera hacia Siria unieron fuerzas con el Frente Nusra, la filial local de
Al-Qaeda. Para 2012, ambos grupos de Al-Qaeda habían empezado a tener un papel
central en la guerra contra Assad, la cual rápidamente se estaba volviendo un
sangriento impasse.
Como Assad es apoyado por Irán, funcionarios sunníes y
patrocinadores acaudalados en Turquía y los emiratos del Golfo Pérsico
empezaron a canalizar dinero y armas a los rebeldes; ellos los veían como los
defensores del corazón sunní contra los delegados chiitas iraníes. Los milicianos
iraquíes no tardaron mucho en establecer una entidad separada de Al-Qaeda,
haciéndose llamar el Estado Islámico de Irak y el Levante, o EIIL. Y
rápidamente empezaron a usar cuotas fronterizas, extorsiones y capturas de
pozos petroleros para financiar sus acciones.
Estos combatientes no sólo estaban entre los más fuertes de los
rebeldes sirios, también eran los más brutales. Tan brutales, de hecho, que la
dirigencia central de Al-Qaeda en Pakistán rompió sus nexos con ellos, citando
las decapitaciones de prisioneros que hacía el grupo junto con diferencias
teológicas. El año pasado, el grupo declaró un califato en los territorios que
controlaba y comenzó una sofisticada campaña en los medios sociales para
reclutar miembros.
Hoy, a pesar de soportar 10 meses de ataques aéreos en Irak y
Siria, el Estado Isláico sigue controlando vastas porciones de territorio, y
algunos dicen que la campaña de bombardeos de EE UU ha fortalecido
indirectamente a Assad al atacar a sus enemigos. El mes pasado, el general retirado
John Allen, el alto enviado de EE UU ante la coalición anti-EI, dijo que las
milicias chiitas entrenadas por iraníes se necesitarán en el terreno para
recapturar territorios en Irak. Y Robert Ford, quien renunció como embajador
ante Siria el año pasado en protesta por la política siria de Obama,
recientemente advirtió que tal cooperación indirecta con Irán sólo “resultará a
favor de la retórica de Estado Islámico y ayudará en su reclutamiento”.
Tal vez. Pero los defensores de Obama, como Phil Gordon, quien
recientemente renunció como su principal asesor sobre Oriente Medio en el
Consejo de Seguridad Nacional, ofrecen una opinión aleccionadora sobre las
realidades complicadas en Oriente Medio. “EE UU no tiene buenas opciones”,
escribe Gordon en un ensayo para Politico Magazine. “Algunos de los remedios
propuestos para los problemas de la región, como una intervención militar de EE
UU en un intento de ‘transformar’ o ‘rehacer’ a la región o simplemente
impresionar a nuestros enemigos, posiblemente empeoren las cosas. Esto debió
dejarlo en claro la acción similar de EE UU en Irak hace apenas una década”.
Andrew Bacevich, un ex coronel del ejército y ahora autor e
historiador militar, está de acuerdo. Como lo dijo en el reciente documental de
PBS Obama at War: “Cuando hablamos de obligaciones morales, también allí hay
una obligación moral… tomar la historia con seriedad, para aprender de nuestros
errores”.
Esa es una lección que la mayoría de los aspirantes
presidenciales republicanos parece estar ignorando. Lindsey Graham, senador por
Carolina del Sur, ha prometido que enviará 10,000 soldados de regreso a Irak,
mientras que Marco Rubio, senador por Florida, ha propuesto desplegar fuerzas
especiales de EE UU para ayudar a derrotar a los yihadistas. Jeb Bush no ha
dicho cómo lidiaría con el EI, ni tampoco lo ha hecho la favorita demócrata
Hillary Clinton. Pero nadie en la contienda ha abrazado la estrategia de Obama,
la cual pide hasta 450 más instructores militares para que se unan a los miles
que ya hay en Irak.
Su renuencia a hacerlo va en contra de la opinión pública. En
2013, cuando Obama buscó la autorización del Congreso para bombardear Siria
después de que Assad usara armas químicas contra civiles, el Presidente fue
incapaz de reunir más de 100 votos en la Cámara de Representantes y el Senado.
“El pueblo estadounidense no quiso involucrarse en la guerra siria”, dice
Ollivant. “Y cuando Obama trató de llevarlos allí, lo mandaron al carajo”.
Poco ha cambiado en ese frente. Según una encuesta de McClatchy-Marist
publicada en marzo, la mayoría de los estadounidenses apoya la actual y
limitada campaña aérea contra el Estado Islámico, pero son ambivalentes con
respecto al despliegue de grandes cantidades de soldados de tierra de Estados
Unidos. Sin otro ataque terrorista importante en casa o una carrera iraní por
una bomba nuclear, los estadounidenses tal vez se nieguen a apoyar a otro
candidato belicoso como George W. Bush, ya sea su hermano o algún otro.
“Todavía sufrimos la conmoción de Irak”, dice Ollivant. “Es
difícil ver cómo un candidato presidencial le vende otra guerra a la gente”.