Apenas unos veinte manifestantes llegaron a la corte, exigían
justicia, y la decisión de un jurado investigador en Texas le dio una bofetada
a su afán de defender los derechos humanos, los derechos de los inmigrantes: el
policía que mató de dos disparos en el pecho a Rubén García Villalpando no
enfrentará cargo alguno.
Ese mismo lunes 18 de mayo la policía de la ciudad de
Grapevine, Texas, difundía el video de la muerte del inmigrante mexicano, de 31
años. Las imágenes muestran la persecución del auto de García Villalpando por
una autopista cercana a Dallas; cuando finalmente se detiene, el mexicano
desobedece las órdenes del agente Robert Clark y se aproxima lentamente hacia
él. Llevaba las manos arriba y no había evidencia alguna de que llevara un arma;
el oficial le grita varias veces que regrese a su auto, pero García hace caso
omiso, fuera de cámara se escuchan dos disparos, dos balas se impactan en el
pecho del padre de cuatro hijos, arrancándole la vida.
El eco de Fergusson, Missouri; y Baltimore, Maryland, se
escucha absolutamente lejano; aquí no hay marchas, ni discursos enconados,
mucho menos disturbios, aquí solo hay una convocatoria tranquila, pacífica y
quizá tímida a una manifestación el siguiente fin de semana. Aquí no salieron
cientos de hispanos furiosos a las calles, como lo hiciera la comunidad
afroamericana en sendas ciudades a reclamar por la muerte de uno de los suyos
y a castigar a las autoridades por lo que, acusan, es brutalidad policial y
falta de voluntad para ejercer la justicia.
García Villalpando, presumiblemente indocumentado, no es el
primer inmigrante mexicano que muere en este país a manos de la policía; su
trágica historia se suma a la de 76 más, que en la última década han perecido
en casos de aparente abuso de poder y fuerza excesiva, cuatro de ellos, en los
primeros cuatro meses de este 2015: Antonio Zambrano Montes en Pasco,
Washington, el 10 de febrero; Ernesto Javier Canepa Díaz, el 27 de febrero, en
Santa Ana, California; y Érik Emmanuel Salas Sánchez, el 29 de abril, en El
Paso, Texas. Las protestas fueron casi nulas, las voces se apagaron sin causar
estruendo, la cobertura mediática fue limitada y breve, si no es que pobre.
¿Pero por qué el hispano no se queja con tanto furor, cuando
representa la primera minoría en Estados Unidos? Según datos del Censo, en este
país hay más de 50 millones de hispanos, 8 millones más que afroamericanos. El profesor
de Ciencias Políticas de la Universidad Loyola Marymount Fernando Guerra, dice
que la respuesta está en el estatus legal: “Lo que ocurre es que muchos latinos
no son documentados, ellos no creen que pueden ir a hablar con los oficiales o
políticos, porque tienen la posibilidad de que los puedan arrestar y deportar”.
Sin embargo, estamos hablando de unos 12 millones de personas
indocumentadas. ¿Qué pasa con el resto, qué pasa con los más de 38 millones con
estancia legal, por qué no escuchamos una respuesta masiva? Quizá todo radica, me
dice por su parte el analista político Octavio Pescador, en no tener la misma
identidad: “Los afroamericanos son homogéneos en su perspectiva religiosa,
proporcionalmente hay pocos católicos y muchísimos protestantes”.
De hecho, sus máximos líderes a escala nacional son pastores
como Jesse Jackson y el reverendo Al Sharpton, ambos han abanderado por décadas
la lucha por los derechos civiles en Washington y en cualquier rincón del país
donde exista una comunidad afroamericana.
Todos están unidos por un pasado doloroso de esclavitud, por su
lucha por tener derecho a comer en un restaurante, beber agua en cualquier
bebedero, sentarse en un autobús como lo defendió Rosa Parks, asistir a una
universidad o por lograr en general el gran sueño de Martin Luther King Jr.
En contraparte, como apunta Octavio Pescador: “A los hispanos
los representan agentes externos, como sus consulados, embajadas o sus propios
países, y el liderazgo pro inmigrante que existe dentro de Estados Unidos está
atomizado y dividido. El líder aboga por una sola cosa, que es la sombrilla
general y es una buena iniciativa, denles estatus legal”.
Los hispanos vienen de diferentes países, y aunque los
mexicanos son mayoría, con 35 millones de personas, falta solidaridad, o
simplemente no hay forma de identificarse unos con otros. El empresario, el
ejecutivo, no entiende al jornalero, o al estudiante. Aunque tampoco es de
sorprenderse porque lo mismo sucede en sus países de origen, quizá podamos ver
a un carpintero marchando en solidaridad por la muerte, a manos de
secuestradores, del hijo de un gran empresario en México, pero raro sería ver a
un magnate protestar en las calles por la muerte de un indígena shuar en Zamora,
Chinchipe, Ecuador, a manos de la policía.
Los afroamericanos tienen la cultura de la confrontación contra
las autoridades, porque así aprendieron a luchar por sus derechos, aprendieron
el don de la resistencia pacífica de los tiempos de Martin Luther King Jr.,
aunque también los hemos visto perder los estribos y violentarse sin control.
Los hispanos han aprendido en muchos de sus países que confrontar a las
autoridades podría significar desaparecer, como en las dictaduras, no volver a
ver a sus hijos, morir en una plaza como en Tlatelolco, en la Ciudad de México
o no volver a saber de 43 estudiantes de un pequeño poblado de Guerrero,
México.
Hispanos y afroamericanos son las minorías más grandes en
Estados Unidos, las que dominan ya ciudades completas, las que luchan contra el
racismo y los prejuicios, pero sin duda hispanos y afroamericanos están
cortados con diferente tijera.