Yineth Trujillo se movía pecho tierra con la habilidad de una lagartija, coordinados los brazos y las piernas. Avanzaba —sin tocarla— bajo la red tejida con cuerdas, que marcaba la altura a la que debía mantenerse. Tenía doce años, y aunque se trataba de los entrenamientos militares de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), para ella era el mismo juego que su padrastro, un exguerrillero, le había enseñado en el patio de la casa. El hombre, dentro de su brutalidad, la había preparado para enfrentarse a un mundo despiadado de guerra y violencia.
Yineth Alba Trujillo vivía en Remolinos del Orteguaza, un pueblo de campesinos en el sur de Colombia; era 1999 y el gobierno de Andrés Pastrana enfrentaba un proceso de paz con la guerrilla. En aquel entonces, como ahora, los comandantes de las FARC se comprometieron a desmovilizar y a no reclutar más niños soldados. Mintieron. A Yineth la sacaron de su pueblo a pesar de que su padrastro se opuso en un principio. Tenía pocas opciones: en esa zona de Caquetá la autoridad y la ley eran los guerrilleros.
Así fue como junto con cuarenta y tres niños, donde el mayor tenía apenas catorce años, se inició en el camino de la subversión. Cálculos del gobierno colombiano estiman que durante la primera década del siglo XXI, la edad promedio de reclutamiento de niños era de entre doce y trece años; sin embargo, se han documentado casos de infantes de hasta nueve años de edad, que ingresaron en las filas de algún grupo armado al margen de la ley.
Los entrenamientos comenzaban a las doce del día y podían extenderse hasta la madrugada. Desde que llegaban a los campamentos, los chiquillos aprendían a portar armas, realizaban tareas y adquirían todas las responsabilidades de los mayores. Su buena condición física llevó a Yineth a un segundo curso, el de sobrevivencia: luego a otro de enfermería, a uno de inteligencia e, incluso, confiesa, es especialista en el manejo de explosivos.
Cuando Yineth habla de las habilidades que le permitieron sobrevivir dentro del grupo armado se muestra altiva, orgullosa de sí misma, saca el pecho y endereza la espalda, con una vieja actitud marcial que nunca podrá sacarse de encima, pero que bien disimula su nueva coquetería, los jeans ajustados, los vestidos cortos y los tacones altos que luce con toda la naturalidad y esplendor de sus veintiocho años.
En 2004, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) publicó un informe en el que indicaba que al menos seis mil niños participaban de manera activa en organizaciones armadas ilegales. Mientras, la ONG Human Rights Watch calculaba que, para principios de 2005, eran once mil los menores de edad vinculados al conflicto armado en aquel país. Eso serían mil personas más de las que caben en el Auditorio Nacional de la ciudad de México o lo suficiente para llenar un pequeño pueblo.
La cifra actual es desconocida. Roberto de Bernardi, representante de la Unicef Colombia, nos recuerda que, en su último comunicado radiofónico, las FARC hablaron de trece niños menores de quince años: “No tengo ningún elemento para decir que trece corresponde a la realidad o si son mucho más. Pero debemos recordar que los niños no son los menores de quince años, sino los menores de dieciocho”.
La advertencia de De Bernardi pareciera obvia, pero no lo es. El reglamento de las FARC indica que para ingresar en sus filas es requisito tener entre quince y treinta años y que el reclutamiento será “personal, voluntario y consciente”. El ordenamiento interno tiene su origen en el derecho internacional que desde las Convenciones de Ginebra de 1949 permitía el reclutamiento a partir de los quince años de edad. De hecho, no fue sino hasta el protocolo facultativo de la Convención de los Derechos del Niño, que se elevó a los dieciocho años la edad para entrar en combate —no así para reclutar—. Incluso en Colombia fue hasta 1997 cuando la ley 418 prohibió que las fuerzas armadas legales e ilegales reclutaran a cualquier persona menor de dieciocho años.
Sin oportunidad de estudios
Según un informe publicado en 1996 por la Defensoría del Pueblo de Colombia, el 55 por ciento de los niños reclutados por los grupos armados irregulares tenían una escolaridad no mayor al quinto grado de primaria. Ese era el caso de Yineth Trujillo, “yo era una niña campesina, no se podía estudiar más”, cuenta la excombatiente.
—Mamá, ¿los aviones son muy grandes? —preguntaba con frecuencia una Yineth de seis años.
—No lo sé, hija —respondía la mujer que nunca había visto uno de cerca.
—¿Y sirven de comer en los aviones?
—Pues no sé, pero por lo menos les deben dar tinto (que es como le dicen al café en Colombia).
—Entonces yo quiero ser la chica que sirva los tintos.
A los ocho años Yineth fue abandonada por su madre y ella tuvo que cuidar a sus hermanos, en el fondo todavía no perdía la esperanza de ser la chica que sirviera el café en los aviones, aunque en su vocabulario no existieran la palabras aeromoza, azafata o sobrecargo. Como ella, muchos de los niños que fueron reclutados por grupos armados ilegales tenían sueños que escapaban a su miseria: futbolistas, médicos, enfermeras, maestras, abogados; profesiones truncas antes siquiera de poder intentarlo.
Según un reporte del ICBF y la Unicef
de 2013, el 36 por ciento de los niños y el
11 por ciento de las niñas se unieron a la guerrilla por su gusto por las armas, esto es que su sueño era ser guerrillero, aunque, como en las otras profesiones, uno de niño no sabe lo que verdaderamente significa. Otro grupo numeroso se unió porque les prometieron dinero. Mientras, un 25 por ciento de las niñas y un 11 por ciento de los niños lo hizo para escapar del maltrato y la violencia sexual que vivían en sus casas. También hay estudios que revelan que los infantes fueron regalados por sus madres como la única manera de asegurarles comida y sustento.
Roberto de Bernardi considera que existe una deuda social en Colombia, puesto que un entorno como la familia, que debería ser protector para los niños, algunas veces no se revela como tal, y de alguna manera, y de forma contraria a lo que se podría esperar, en el grupo ilegal armado encontraban un ambiente protector que no estaba presente en la familia. “Por si fuera poco, hay regiones del país donde el Estado ha fallado en su rol de protector de todos los ciudadanos, por lo que es muy posible que los chicos piensen que estarán mejor en la guerrilla o en cualquier otro grupo armado”, comenta.
De acuerdo con la Unicef, en todo el mundo los niños combatientes realizan tareas que van desde la participación directa en combate hasta la colocación de minas antipersonales o explosivos, la exploración, el espionaje, trabajos de carga, labores dentro de la cocina, el trabajo doméstico, la esclavitud sexual u otros reclutamientos con fines sexuales.
A los pocos días de que las FARC anunciaron su compromiso de no reclutar más niños y de desmovilizar a los que había en sus filas, Yineth fue entrevistada en la radio. De los más de veinte minutos de entrevista, la mitad fue dedicada a cuestionarla sobre la violencia sexual que vivió en la guerrilla, pedían detalles con un morbo solo justificado por la intención de sus entrevistadores de mostrar que el enemigo es un monstruo. La voz de Yineth apenas se quebraba al responder a sus interlocutores. Meses antes, cuando me contó su historia, habló de cómo el abuso sexual está institucionalizado en las FARC, pues las mujeres están obligadas a tener relaciones sexuales con sus compañeros, siempre y cuando los comandantes lo autoricen: obviamente, los comandantes tienen todos los derechos sobre ellas y no necesitan pedir permiso a nadie para violarlas.
—Yineth —la interrumpí—, ¿tú crees que tu vida hubiera sido diferente de no haberte reclutado la guerrilla?
La mujer calló, de momento sus juveniles veintiocho años parecieron duplicarse, su blanca mano se apoyó en el escritorio que estaba a su costado, el silencio hubiera reinado de no ser por un sollozo que se peleaba con las palabras por salir; la carrera la ganó una lágrima, luego unas palabras.
—No, mi padrastro me hacía sangrar las caderas desde que yo tenía cuatro años.
Luego el llanto doloroso, incontenible —pero en silencio—, de una guerrillera que sobrevivió a todo. Que como enfermera vio a niños recién nacidos morir desangrados y a sus madres asesinadas tras parir. Es el castigo para las guerrilleras que se embarazan sin permiso. No hay juicio, dar vida es la prueba que las condena a la muerte. No abortar y esconder el embarazo es un crimen tan grave como desertar.
Paralítica y postrada en cama
A los quince años Yineth Alba Trujillo no existía, se le conocía con el alias de Yira y la niña campesina ahora parecía un muchacho corpulento. Había quedado paralítica tras un combate contra el ejército colombiano. Postrada en la cama deseaba morirse, la lesión en la columna le había quitado una de las virtudes que más le daban orgullo, su habilidad física.
Para escapar de la esclavitud sexual, Yira había logrado asociarse (la forma en que las FARC se refieren a tener una pareja) con un comandante que en ese entonces no llegaba a los treinta años; hijo de guerrilleros, había pasado toda su vida en las filas y, por tanto, también fue niño soldado. Desesperado por no poder ayudarla ni llevarla a terapia para que volviera a caminar o al menos a sonreír, hizo lo único que sabía: dar órdenes. “Que nadie le lleve de comer, si se quiere morir que se muera, si quiere vivir tendrá que levantarse por el desayuno como todos los demás a las siete de la mañana.”
Al día siguiente Yira se arrastraba por el suelo para ir por sus alimentos, y así pecho a tierra se fue fortaleciendo, estaba decidida a vivir. Viéndola balancearse ahora sobre un par de tacones de aguja, nadie pensaría que alguna vez Yineth dejó de caminar. En 2006 la adolescente tenía diecisiete años y pensaba a cada momento en escapar de aquella prisión sin paredes. No es que planeara la forma de desertar, solo sabía que quería irse. La oportunidad se dio un día durante un cambio de guardia. Se escapó con otra niña, estaban cerca de una población donde la guerrilla no tenía influencia, y cuando se dio cuenta ya estaba corriendo. La huida no fue difícil, conocía bien la zona, aunque perdió a su compañera de fuga.
Lo más irónico del episodio es que fue a dar a un zona habitada por militares… vestida como guerrillera. Ahí fue interceptada por dos policías que la agarraron a golpes por no contestarles como ellos esperaban, pero un tercer elemento la rescató y la llevó con su esposa y sus dos hijos. Ahí la curaron y le enseñaron a comer con cubiertos, ahí también descubrió que estaba embarazada de su socio, pero perdió al que hubiera sido su primer hijo.
En dicha población ingresó al ICBF a estudiar enfermería al tiempo que terminaba el bachillerato, pero la historia no tiene un final feliz, no al menos en este punto. Seis de sus familiares fueron asesinados en represalia por su huida y su madre fue secuestrada y torturada. Como condición para liberarla, Yineth tuvo que regresar a la guerrilla, solo que en esta ocasión dentro de una célula urbana. Ahí pasó tres años en la ciudad de Armenia, en el eje cafetero. Realizaba labores de transporte, contrabando, inteligencia y recolección de dinero.
Después de esos tres años la comandancia la convocó de vuelta a la selva, ella estaba embarazada por segunda ocasión (esta vez de un civil) y sabía que si regresaba matarían a su hija. No tuvo que pensarlo mucho, así que decidió desmovilizarse a través de uno de los programas del gobierno. Hoy Yineth Alba Trujillo tiene dos hijas y trabaja en el ACR, ayuda a desmovilizar y reinsertar guerrilleros, una tarea difícil, pues mucha gente desconfía de ellos.
En Colombia la guerra los tocó a todos, y aunque dicen que quieren la paz, pocos están dispuestos a perdonar. Así pasó con algunos paramilitares, que hoy forman parte del crimen organizado. Yineth no se desanima, va contando su historia por Colombia para que nadie más sufra lo que ella, porque en su país hay miles que lo han vivido. Cuando leo reportes de organizaciones no gubernamentales, organismos internacionales, el gobierno de Colombia o trabajos periodísticos, veo que hay tres o cuatro versiones, cada niño cuenta su historia y parece la misma. Soñaron, fueron reclutados, vieron morir, mataron; algunos siguen en las filas ya como adultos, otros escaparon.
Lo único extraordinario en el caso de Yineth es su fortaleza para soportar tanto dolor físico y emocional, y para sobreponerse. Hoy estudia psicología y es una madre amorosa que planea casarse con un joven historiador que también es desmovilizado. Nunca coincidieron en combate y él no fue niño soldado, pero me cuenta que uno de ellos murió en sus brazos tras un asalto del ejército, fue lo último que él hizo en la guerrilla, y aprovechando la confusión desertó de las FARC.
—¿Sabes qué fue lo primero que me dijo mi mamá cuando la volví a ver? —pregunta Yineth a sabiendas de que desconozco la respuesta.
—Hija, los aviones son mucho más grandes que toda nuestra casa y no solo sirven tinto, también dan de comer.