En un mundo ávido de historias de éxitos
ecológicos, Brasil ha sido lo más cercano que hemos tenido a un niño mimado. La
nación, la economía más grande de América Latina, ha crecido a un ritmo
impresionante, capeando la crisis financiera mundial a la par que reduce los
índices de deforestación en la Amazonia a mínimos históricos. Al citar su éxito
en la protección de la selva tropical más grande del planeta, la presidenta
Dilma Rousseff presumió que Brasil es “uno de los países más avanzados” en
cuanto a desarrollo sustentable, en el Día Mundial del Medioambiente, en junio
pasado.
Pero es demasiado pronto para cantar
victoria en la Amazonia. La corrupción, la ilegalidad y el fraude masivo de
tierras ahora amenazan lo que se ha ganado, y una nueva y dinámica acción de
desarrollo en la región podría abrir pronto las áreas remotas de la selva para
ser taladas.
Entre 2005 y 2010 las emisiones de gases de
invernadero de Brasil se desplomaron 39 por ciento, disminuyeron más rápido que
en cualquier otro país. Brasil logró esto mediante recortar sus índices de
deforestación en más de tres cuartos, principalmente en la cuenca del Amazonas (quemar
bosques para limpiarlos es la segunda mayor fuente de gases de invernadero
después de la combustión de combustibles fósiles, sumando 30 por ciento del
dióxido de carbono producido por actividades humanas, según un estudio de la
ONU).
En las últimas fechas la tendencia se ha
revertido. Después de aumentar un poco en 2013, el ritmo de la deforestación se
ha más que duplicado en los últimos seis meses, según un análisis de
fotografías del sistema de monitoreo SAD de Brasil, el cual da actualizaciones
mensuales sobre la condición de la selva. La mayoría del desmonte reciente es
para crear pastura para ganado en los “estados fronterizos” de Para y Mato
Grosso al este y sur de la Amazonia respectivamente. “No me gusta ver la selva
del Amazonas como algo que podría desaparecer en treinta o cuarenta años”, dice
Rita Mesquita, una alta investigadora del Instituto Nacional de Investigaciones
de la Amazonia (INPA, por sus siglas en portugués). “Pero podría ser que a eso
nos encaminamos si no cambiamos el rumbo”.
Brasil aún está lejos de que eso pase. Tiene
la mayor red de áreas protegidas de cualquier país en el planeta y normas
estrictas para la tala, y exige a los grandes terratenientes en la Amazonia que
conserven por lo menos 50 por ciento de sus terrenos en la selva nativa. Pero
hay una brecha cada vez mayor entre las leyes severas y su aplicación a menudo
no existente, dice Christian Poirer, un especialista en Brasil del grupo de
defensa Amazon Watch.
“Básicamente hay un clima de impunidad”,
dice Poirer. “Solo 1 por ciento de las multas que el IBAMA (Instituto Brasileño
del Medioambiente y Recursos Naturales Renovables) aplica a individuos y
corporaciones por deforestación ilegal se cobra de verdad”. Esta agencia, la
cual es responsable de poner en práctica las leyes medioambientales de Brasil,
está, dice él, “tristemente poco financiada y tiene poco personal”.
La crisis de la Amazonia
Un informe de mayo pasado hecho por
Greenpeace culpa a la mala supervisión del gobierno de “la crisis silenciosa de
la Amazonia”: la práctica muy difundida de lavar la tala, en la que se
recolectan árboles ilegalmente y luego se les da documentación aparentemente
limpia para facilitar su venta. Imazon, un grupo observador de la Amazonia,
calcula que entre agosto de 2011 y julio de 2012, 78 por ciento de la tala en
el productor más grande de madera en Brasil, el estado de Para, fue ilegal.
Ha habido algunas acciones de alto perfil
para acabar con las redes criminales que controlan el comercio floreciente del
contrabando de madera. A finales de febrero pasado, Ezequiel Antonio Castanha,
el supuesto jefe de una enorme mafia de desmonte de tierras en Para, de quien
las autoridades dicen que fue responsable de hasta 10 por ciento de la
deforestación ilegal en Brasil, fue arrestado en una operación conjunta de la
policía federal y las fuerzas de seguridad nacional. Se dice que Castanha
contrató pandillas de invasores de terrenos para ocupar ilegalmente y limpiar reservas
forestales federales, para luego vender la tierra a especuladores en el sur de
Brasil.
Que ocupar tierras en una reserva forestal
sea siquiera posible, es un testimonio no solo de la corrupción y la débil
aplicación de la ley, dice Poirer, sino de un nivel pasmoso de ambigüedad legal
sobre los títulos de tierras en Brasil. “Solo alrededor de 14 por ciento de la
tierra ocupada privadamente está apoyado por una escritura segura”, dice. “[Los
invasores] dependen de la ausencia de títulos de tierras genuinos para
sobrecargar el sistema con títulos fraudulentos, lo cual resulta a favor de las
mafias de deforestación que buscan evitar su detección y responsabilidad”.
Luego está la muy alabada moratoria de la soya,
un acuerdo entre importantes compañías de alimentos, en sociedad con el
gobierno brasileño, para detener la compra de soya cultivada en tierras
desmontadas de la selva. Ha sido una de las principales claves para detener la
deforestación, pero Philip Fearnside, profesor investigador del Departamento de
Ecología del INPA, reporta que los agricultores han desobedecido de forma
rutinaria la prohibición al talar la selva para plantar cultivos como arroz o
maíz por un año o más, y luego tranquilamente se cambian a la soya. Es solo
otra laguna más en el confuso laberinto de las regulaciones medioambientales de
Brasil.
En su campaña inicial para la presidencia,
en 2012, Rousseff se comprometió con una política de cero tolerancia con la
deforestación. Pero según Fearnside, tan pronto como asumió el cargo, ella se
alió con el llamado “bloque ruralista”, una coalición de agricultores
adinerados y agroempresarios que ayudaron a reescribir las leyes de uso de
suelos del país en favor de sí mismos. Mientras tanto, ella siguió aparentado
que estaba a favor de la conservación; Fearnside argumenta que las vergonzosas
cifras nuevas de la deforestación fueron “ocultadas” deliberadamente hasta
después de la elección presidencial de noviembre pasado, en la que Rousseff fue
elegida para un segundo periodo (en un correo electrónico, un portavoz del
ministerio negó esta acusación).
Recientemente, ella se ha vuelto más
descarada. En una señal clara de cuáles son las nuevas prioridades del
gobierno, Rousseff nombró a Kátia Abreu, una exranchera del fronterizo estado
amazonio de Tocantins, como ministra de Agricultura en diciembre. Abreu, la
expresidenta de la Confederación de Agricultura y Ganadería de Brasil, es
apodada la “reina de la motosierra” por los medioambientalistas. Abreu dice que
la nación ha estado oyendo por demasiado tiempo a esos medioambientalistas.
“Hay muchas cosas que retrasan el progreso: el problema medioambiental, el
problema indígena y demás”, dice Abreu. “Pero incluso con estos problemas,
seguimos produciendo altos niveles de productividad. Imaginen cuán altos
podrían ser sin esos obstáculos.”
Igual de preocupante es el hombre que acaba
de ser elegido como ministro de Ciencias de Brasil, Aldo Rebelo, quien ha
estado diciendo que hablar del calentamiento global es “cientificismo” y no
ciencia, llamándolo una herramienta de los imperialistas occidentales para
controlar los países pobres. Sin el apoyo de la comunidad científica, la
Amazonia estaría condenada: uno de los principales argumentos para no talar la
selva tropical es el efecto devastador que tendría el aumento en las emisiones
de carbono en el clima mundial.
Incentivos perversos
Lo que salva al gobierno podría ser el hecho
de que también emplea científicos como Fearnside, quienes están llevando a cabo
investigaciones vanguardistas sobre el impacto del calentamiento global en los
sistemas climáticos tropicales. El científico de bigote retorcido ocupa una
oficina en el sótano de la extensa instalación de investigación para la
Amazonia en Manaos, con un mapa de Greenpeace, cubierto de manchas rojas para
marcar áreas recientemente desforestadas, clavado a la pared. Él culpa del
aumento creciente en la tala, en gran medida, al Código Forestal, promulgado en
2012, que dio marcha atrás a protecciones cruciales para la selva tropical y
declaró una amnistía para quienes violaron las leyes medioambientales antes de
2008. “Si talaste ilegalmente, te saliste con la tuya”, dijo Fearnside. “Y la
expectativa es que si talas ilegalmente ahora, tarde o temprano habrá otra
amnistía que perdonará tus crímenes pasados. Por otra parte, si en verdad
obedeciste la ley, perdiste dinero. Entonces, los incentivos son muy
perversos”.
Luego está la avalancha reciente de
construcción de embalses. Fearnside ha sido uno de los principales críticos del
embalse de Belo Monte en el remoto río Xingú, el cual él afirma que ha sido un
derroche tecnológico y será una pesadilla medioambiental cuando se complete en
2019, convirtiendo la vegetación inundada en la enorme reserva en el poderoso
gas de invernadero metano. El gobierno brasileño argumenta que aprovechar el
enorme potencial hidroeléctrico del Amazonas está ayudando a mantenerlo como un
líder mundial en energía alternativa. El país, rico en recursos naturales,
produce 85 por ciento de su energía a partir de recursos renovables.
“El gobierno ahora planea construir veintinueve
embalses grandes y ochenta embalses pequeños en el río Tapajós, el cual es de
los últimos tributarios que fluyen libremente al Amazonas brasileño”, dice
Poirer. El propuesto proyecto de la hidroeléctrica São Luiz do Tapajós sería el
tercero más grande del país y costaría alrededor de 11 200 millones de dólares
construirlo. El embalse inundaría grandes extensiones de tierra controladas por
el pueblo indígena mundurukú, uno de los mayores grupos nativos culturalmente
intacto que quedan en el país, con un total de 13 000 individuos. Además, la
construcción del embalse traerá nuevas poblaciones grandes a la Amazonia. Tan
pronto como se completen los proyectos, los trabajadores de la construcción
desempleados a menudo se dispersan tierra adentro y talan la selva para
levantar granjas, aumentando considerablemente la deforestación.
A pesar de las protestas del Ministerio
Público Federal (una agencia independiente del gobierno brasileño que defiende
los derechos de grupos minoritarios), el proyecto del embalse de Tapajós tiene
todas las probabilidades de continuar. Al igual que el plan de una autopista
nueva que correrá de la ciudad de Manaos a través del todavía prístino corazón
de la Amazonia hasta el llamado “arco de deforestación”, una gran franja de la
Amazonia sureña talada en gran medida para plantaciones de soya. El nuevo
camino es parte de un ambicioso plan de cinco años de desarrollo en Brasil. “En
la Amazonia, 95 por ciento de la deforestación se da cerca de los caminos o
junto a ríos navegables”, advierte Poirer. “Estos caminos significan acceso,
significan destrucción forestal”.
Y una amenaza relativamente nueva, el
desarrollo de los hidrocarburos, está en auge en la Amazonia occidental, donde
campos petroleros y de gas natural son descubiertos cada año. Las presiones
sobre Brasil para que desarrolle más la Amazonia para la agricultura y la
energía son enormes. Igual que los intereses para una región que está al frente
en la lucha mundial por controlar el cambio climático y para preservar el
menguante tesoro de la biodiversidad del mundo.
Es demasiado pronto para declararse
derrotados, dice Fearnside. “Hay muchísimos grupos aquí que están presionando
al gobierno para que cambie el rumbo”, dice él. “Brasil es un lugar muy
diverso, incluido el gobierno brasileño, el cual incluye a mucha gente que está
muy preocupada por [el medioambiente], así que es importante no volverse
fatalista”.
Aun así, es difícil ser optimista. “El
destino de la Amazonia es en extremo frágil al momento”, advierte Fearnside, y añade
que lo ganado en décadas anteriores está en las manos de legisladores y
burócratas que han mostrado poco amor por la protección medioambiental. “Todo
podría cambiarse de un plumazo.”