Siempre he dicho que para entender el mundo primero
se debe de entender el mapa. Así pues, el pasado, presente y futuro de la Unión
Europea puede entenderse de la misma manera.
Las divisiones internas que el actual
contexto económico ha pronunciado dentro del proyecto europeo —tal y como es el
caso de la ira alemana sobre la crisis Griega— son, a mi parecer, expresiones
atemporales de la geografía que desde su génesis ha enmarcado sus
interacciones. En otras palabras, los diferentes patrones de desarrollo,
experimentados en sus diferentes puntos cardinales, han forjado diferentes
realidades nacionales que, a su vez, han dado paso a sus respectivas
expresiones. La realidad experimentada en Alemania, en el norte de la Unión, no
es la misma que en el Mediterráneo o los Balcanes. Por lo que es de esperarse
que ante la búsqueda de una unidad más profunda, las voces individuales se
hagan notar.
De todos los países que conforman la Unión
Europea, Grecia es un país clave para entender el “estado de salud” del
proyecto. Grecia es la única parte de los Balcanes accesible a través de varios
litorales en el Mediterráneo, razón por la cual funge como el unificador de
“dos mundos europeos”. Es equidistante entre Bruselas y Moscú, y está tan cerca
culturalmente hablando de Rusia como de Europa. En síntesis, podemos decir que
Grecia es simultáneamente donde occidente empieza y termina. Por lo que puede
actuar como el factor que complete la ecuación del proyecto europeo, o el que dé
origen a otra.
El pasado domingo 25 de enero el pueblo griego
eligió a su nuevo gobierno. SYRIZA, el partido de izquierda radical que lidera
Alexis Tsipras, obtuvo una contundente victoria en las elecciones al sumar el
36.3 por ciento de los votos. El Partido se define como una coalición
anticapitalista decidido a redefinir el poder mediante la lucha de clases.
Afirman que la caótica realidad griega —experimentada a raíz de la crisis
financiera de 2010— representa el colapso del “viejo sistema político”. Tsipras
promete acabar “con cinco años de humillación y dolor” en Grecia,
renegociando la deuda con los acreedores internacionales, hasta obtener algo
parecido a lo que le fue otorgado a Alemania en 1953: lograr la condonación de
la mayor parte de la deuda y pagar el resto en términos coherentes con el
crecimiento. Un escenario que definitivamente hace eco en países del bloque
deudor —como lo son España, Portugal e Irlanda— y que mantiene a Angela Merkel
sin dormir.
Aunque las prioridades de Alexis Tsipras aún
siguen siendo ignorados por la Unión Europea, estas comienzan a tener impacto
en la zona euro. El ministro de Economía de Irlanda, Michael Noonan, ha dado
por buena la fórmula del encuentro multilateral para aligerar la carga
financiera de los países con más dificultades, metiendo en el mismo saco el
endeudamiento de otros países periféricos, como España y Portugal. Además, en
el cierre de campaña del actual primer ministro griego, Pablo Iglesias, líder
de Podemos —uno de los partidos que sueñan con imponerse este año con la
promesa de “impulsar un cambio de paradigma en Europa”—, delegados irlandeses
del Sinn Fein estaban a su lado. Ambos se muestran cerca del sueño de gobernar
a sus países, y depositan su fe en un éxito de Tsipras que les permita
consolidar su liderazgo. A la vez, temen que un fracaso en la rebeldía griega
contra el consenso europeo diluya sus oportunidades de llegar a Moncloa y a
Belfast. Paralelo a esto, la retórica electoral con la que SYRIZA llegó al
poder, pone en alerta a la canciller alemana. La última victoria electoral de
Angela Merkel se construyó sobre la promesa de que el dinero de los
contribuyentes alemanes no sería derrochado en gobiernos que no fueran exitosos
aplicando reformas. Así pues, renegociar la deuda griega dejaría a la canciller
con su promesa a la deriva, y sería un ejemplo claro del debilitamiento del
liderazgo alemán en la Unión Europea.
Tal y como se observa, las voces
individuales empiezan a hacerse notar ante la búsqueda de una unidad más
profunda. Por un lado, Alemania ha demostrado que desea mantener la zona euro,
pero también debe velar por su bienestar nacional. No renegociar la deuda podría
ocasionar que Grecia abandone el euro, y hacerlo le ocasionaría problemas en
casa. Por el otro, el bloque de países deudores enfrentan escenarios de
austeridad que debilitan el bienestar nacional. Si bien ninguno ha expresado el
deseo de salir de la zona euro, también desean terminar con la austeridad a la
que han sido expuestos sus ciudadanos. Tan solo en los últimos cinco años,
Grecia ha alcanzado una tasa de desempleo de 26 por ciento, y ha batido la
marca del incremento de la pobreza y la desigualdad. Escenarios similares se
viven en los otros países deudores. Por lo tanto, no es de sorprender que el
éxito o fracaso de la rebeldía griega definitivamente tenga un fuerte impacto
en los comicios electorales que enfrentarán España, Irlanda y Portugal, así
como también en el destino del proyecto europeo. Un proyecto que, ante las
diferentes realidades de sus miembros, permanece como ambicioso y con mucho
trabajo por hacer, antes de que las voces individuales puedan sonar al unísono.