Hace algunos años, estando en París me acerqué a un establecimiento disquero para conseguir unos discos de Edith Piaf. Al preguntar por ellos, el vendedor me dijo que la desconocía por completo, de modo que apelé a otro empleado, que al igual que el primero, no le sonaba la autora. Decidido, entonces fui a hablar con el jefe de la tienda, un parisino con genes franceses en la sangre que gentilmente me llevó hasta los anaqueles, donde recostados los unos sobre los otros, reposaban los discos de la famosa cantante de Francia.
“¿Qué pasa con la cultura francesa? ¿Se está diluyendo?”, me pregunté al salir de la tienda. El año siguiente se debatía en el Ministerio de Educación de Francia la legalidad del uso de la burka en las escuelas, y el fallo de las autoridades fue que desaparecía la burka de las cabezas, pero también el crucifijo de las paredes de las escuelas porque el Estado francés era laico. “¿Se sigue diluyendo la cultura francesa?”, me pregunté nuevamente, porque todo el desarrollo ideológico de los galos se ha dado sobre la placa tectónica del cristianismo, cuyo icono es el crucifijo. En vano reclamó el Vaticano.
Ahora, con la masacre perpetrada contra periodistas de la publicación Charlie Hebdo, que herederos de ese espíritu satírico y burlón, y valiéndose de caricaturas subidas de tono, del que se ufanan muchos franceses (Je suis Charlie Hebdo) preparaban una edición de su revista, son fulminados con un ataque terrorista. Por tercera vez me pregunto qué está pasando con una de las cunas de la cultura occidental. Esta vez se le ataca vilmente en lo que más le duele: en su libertad. Francia ha venido jalando a los demás países europeos por los rieles de la libertad y la tolerancia, pero ha llegado el momento de preguntarse si los países de la Comunidad Europea, en busca de la convivencia y del mito del “hombre universal”, no han traspasado, acaso, la barrera de lo “tolerable” frente a culturas venidas de fuera que yacen en el primitivismo.
Todas las capitales europeas se jactan de ser cosmopolitas y sacan a relucir sus restaurantes chinos, árabes, marroquíes o japoneses, y sus países albergan en sus comunidades culturas arribadas desde los cuatro puntos cardinales de la Tierra, muchas de las cuales han llegado a formar guetos, que a veces enriquecen, pero otras veces, ponen en jaque a los nativos, sobre todo cuando existen antecedentes históricos de la rivalidad entre algunos de ellos, como es el caso de judíos y musulmanes, y que de tanto en tanto, los enfrentamientos ponen en vilo la convivencia pacífica del país.
Lo acontecido con la masacre de los periodistas en París debe ser una alarma que suene en toda Europa para que sus líderes se replanteen el mestizaje cultural que está sufriendo Europa. El primer ministro de Gran Bretaña, David Cameron, ha puesto serias dificultades al libre tránsito de ciudadanos, no venidos de otras partes, sino de la misma Comunidad Europea, por el territorio del Reino Unido. En el otro extremo, la canciller de Alemania, Ángela Merkel, ha declarado que está preocupada por los brotes de xenofobia que se están dando en Alemania. Dos posturas opuestas para el trato de los inmigrantes, la mayoría de países de la Comunidad Europea. Los europeos tienen que pensar seriamente en una nueva política hacia la inmigración que viene fuera de Europa.
Los musulmanes, esparcidos por todo el globo, tienen una facción disidente por su fundamentalismo, que escudándose en interpretaciones antojadizas del islam han declarado la guerra a Occidente por las injusticias cometidas contra ellos y cuyo punto neurálgico es Palestina. En las principales capitales de Occidente existen células de Al Qaeda, el Estado Islámico y la Yihad, permanentemente monitoreadas y preparadas para un ataque certero, frente a la más mínima provocación, como fueron las caricaturas deCharlie Hebdo. Son ciudadanos nacidos en Francia, Inglaterra o Estados Unidos, pero no son franceses, ni ingleses, ni estadounidenses, sino terroristas.
El soporte que históricamente Occidente ha dado a Israel debe ser cuidadosamente revisado, desde la asistencia financiera que millones de judíos estadounidenses envían a Israel desde la sede de Washington, hasta los asentamientos judíos en territorios palestinos.
Los atropellos a Palestina son el grueso de la gigantesca injusticia congelada en el iceberg, cuya punta aparece de tanto en tanto, como se acaba de ver en París, como se vio en la estación de trenes en Madrid y en las Torres Gemelas de Nueva York. Es hora de que Occidente y no solo Europa tome muy en serio la urgencia que amerita el asunto palestino.
¿Tendrán razón Cameron o Merkel? Ante el horror esparcido por toda Francia, el fiel de la balanza parece inclinarse hacia Cameron, pero Europa, y sobre todo Francia, siempre será el territorio de la libertad, y a la libertad no se le puede coartar. Ese es el dilema.