Regresaba
de tomarme unas cervezas previas a la Navidad con un amigo cuando, al
conectarme a Facebook, lo primero que leo es la publicación de otro amigo
anunciando la muerte de Joe Cocker. Huelga decirlo, fue una cubetada de agua
fría bastante indeseable. Nunca es grato saber del fallecimiento de una persona
que no solo admiras, sino que ha sido un compañero de toda tu vida.
El
“Mad Dog”, como se conoció a Cocker no solo por el título de uno de sus discos
más famosos, sino por el escándalo que protagonizó durante una gira por
Australia, ha estado en muchos de los momentos más agradables de mi vida. Cosa
curiosa, y como si hubiera una relación más allá de lo meramente estético, han
sido ocasiones de grandes pero no lamentables excesos. Así como un baterista
suyo describió la gira de “Mad Dogs
& Englishmen” como una “gran fiesta desenfrenada”, tal cual ha
sido mi conexión con Joe Cocker: cada vez que siento la necesidad de salir de
un agujero emocional en mi vida, no lo pienso dos veces: entra en escena el
maestro con una de las voces más aguardentosas que haya habido en la historia
del blues rock, o blues pop —o como quieran etiquetarlo, su veneno a cada
cual—. Nadie como él para traerme de vuelta el gusto perdido por vivir un día
más.
Si
mal no recuerdo, lo primero que oí de él fue su versión de “Unchain My Heart”
cuando tenía 12 años, y quedé boquiabierto. Había aquí un hombre que, al
contrario de los cantantes que estaba acostumbrado a oír, tenía una voz
rasposa, quien parecía tener problemas para alcanzar las notas agudas sin
gritar, pero con un fraseo y un sentimiento al cantar que me hacían comprender
la intención de la canción sin entender yo ni media palabra de inglés.
A
partir de ese día —¿o noche? Por dios, ojalá haya sido una noche— no pude
separarme de la idea de que así es como se debía “atacar” la música popular.
Las voces prístinas son adecuadas para la ópera y estilos similares; pero
cuando alguien pretende decir que está “sintiéndose bien” y le pide a su pareja
que solo se deje puesto el sombrero, la voz del Mad Dog es la idónea. Porque
denota que es una garganta que ha conocido su buena dosis de whisky y cerveza,
un cuerpo que ha conocido todas sus capacidades para las sensaciones, y una
mente que no solo ha compartido sus emociones, sino que las ha vivido.
Joe
Cocker es ideal para estar en una noche de velas y vino con la mujer o el
hombre que hemos determinado como el mejor para bajarnos las barreras que
anteponemos a los demás, del mismo modo que es perfecto para estar con esas
amistades que quizá no sobrevivan a esa noche con tantas botellas vacías como
personas haya en la mesa, pero cuyo recuerdo se quedará con nosotros toda la
vida.
Cuando
decidí casarme, aunque no sonaba en ningún altavoz, tenía en la mente una
canción de Cocker que fue mi mejor razón para dar ese paso a una edad más o
menos tardía: “Eres tan hermosa para mí. ¿No puedes ver que eres todo lo que
anhelaba y eres todo lo que necesitaba?”, Este hombre, quien por lo regular
hacía un mejor trabajo interpretando las palabras de
otros que las propias, tenía una manera de decir las cosas que casi siempre me
convencía de lo veraz de su intención.
Quienes
han visto su interpretación de “With a Little Help from My Friends” —canción
que nunca he soportado con The Beatles, pero siempre la escucho gustoso con él—
en Woodstock conocen cierta forma de movimientos que, años después, se
popularizó con el nombre de “air
guitar”, es decir, simular que uno está tocando una guitarra aun
cuando no se tenga tal en las manos. Cierto, no fue el primero en hacerlo, pero
sí quien la engranó en la psique de todo aquel que guste del rock o cualquier
estilo musical donde los solos de guitarra sean predominantes. Al día de hoy,
no puedo caminar por una calle sin que, de repente, me descubra tocando la “air guitar” (aunque en mi caso es,
más bien, un “air bass”). Y
sí, tomé esa costumbre después de ver el video de Cocker en Woodstock, pensando
que en verdad se veía padre y, si él pudo hacerlo sin que la gente creyese que
sufría de un ataque de epilepsia, yo también podía hacerlo.
Otra
cosa que le agradezco profundamente a Joe Cocker es que me abrió la puerta a
músicos que quizá nunca habría oído de no haber sido por sus versiones. Mi
primer acercamiento a Leonard Cohen, huelga decirlo, fue con la versión del Mad
Dog a “First We Take Manhattan”, y por más que admire al maestro Cohen, la
versión de Cocker me resulta insuperable. Y aunque ya mencioné “Unchain My
Heart”, vale la pena retomarla porque me hizo querer oír más música de Ray
Charles.
Y
bueno, ¿qué decir de sus éxitos en dos películas que quizá no serían recordadas
si no fuera por su participación? “Up Where We Belong” es de lo poco rescatable
en “Reto al destino”, y
cuando me mencionan esa película, solo puedo pensar en la canción y no en
alguna escena. Y por respeto a este medio (aunque todos ustedes sabrán a lo que
me refiero) no diré lo que me evoca oír “You Can Leave Your Heart On” de “9 semanas y media”.
Eso
sí, le concederé a cualquiera que Joe Cocker le debió más su fama al pop que al
rock. Pero el suyo es un pop que jamás será desechable. Por más que tenga un
marcado sonido ochentero en la época de sus mayores éxitos, siempre se oirá lo
bastante maduro para agradar a quienes ya hemos pasado la etapa de ciertas
experimentaciones, y no deja de tener un sonido agresivo para quienes apenas se
encuentran en, o no quieren dejar, la etapa de marras.
Es
bien sabido que los ingleses, a pesar de (o tal vez a causa de) toda su pompa y
flema, suelen ser de “los más salvajes” cuando deciden dejar de lado los
convencionalismos de buen comportamiento. El resultado puede ser tan
despreciable como los “hooligans” futboleros, pero en ocasiones puede ser tan
genial como lo fue la capacidad interpretativa de Joe Cocker, uno de los pocos
artistas de quienes no puedo hablar con objetividad, a pesar de que conozco
toda su producción.
Si
me lo permiten, dejaré que otros escritores más objetivos escriban los detalles
de su biografía y analicen musicológicamente su legado. Por mi parte, y de
nuevo con el permiso de ustedes, me dispongo a tomarme una pinta de cerveza
negra mientras oigo completo el disco “Joe
Cocker!” y hago un poco de air guitar por 40 minutos. Es la única
manera en que he conocido a Cocker y la única que me parece apropiada esta
noche de su fallecimiento. Pero no es una pinta de tristeza, muy al contrario:
no creo que él jamás hubiera querido una lágrima. Entonces, esta pinta es por
la vida, por el gusto de hacer de ella una gran fiesta, y por el gusto de
encontrarnos alguna otra noche, mi querido Mad Dog.