Por décadas se admitió como una verdad incontestable que las
democracias no torturan o torturan sustancialmente menos que los regímenes
autoritarios. El gran politólogo estadounidense de origen iraní, Darius Rejali,
demostró la falsedad de este argumento. En su libro “Tortura y democracia”
(Princeton University Press, 2007), Rejali ofrece evidencia abrumadora para
comprobar que, si bien las dictaduras han hecho un uso más extendido de esta
brutal herramienta, las democracias no solo torturan, sino que han establecido
un nuevo estándar internacional en la materia. Estados Unidos, Reino Unido y
Francia, entre otros, advierte Rejali, han perfeccionado y exportado técnicas
que eventualmente se han convertido en la lingua franca de la tortura moderna:
los métodos que no dejan huella. Rejali detalla el creciente proceso de unificación
de prácticas “limpias” para torturar mediante el uso de electricidad, agua,
hielo, ruido, frío, drogas, privación del sueño o posiciones físicas
extenuantes como parte esencial de las técnicas occidentales para la obtención
de información.
Rejali fue quizá el primer académico en plantearse a fondo la
pregunta sobre los objetivos y racionalidad de la tortura en las democracias y
uno de los que mayores aportaciones han hecho al debate sobre si la tortura,
más allá de su deleznable naturaleza moral, es una herramienta útil para la
seguridad nacional, especialmente la de los Estados Unidos. Para Rejali, la
lucha contra el terrorismo vino a justificar un nuevo énfasis en la tortura,
una práctica que, sin embargo, nunca había dejado de usarse del todo. De acuerdo
con investigaciones conducidas por el propio Rejali y otros académicos del Reed
College, una notable institución académica y de investigación en Portland, la
vasta mayoría de estadounidenses respaldan la tortura “siempre que tenga por
objetivo frustrar un ataque terrorista”. De acuerdo con una encuesta conducida
en 2009 por la BBC, una de cada tres personas en Europa y Estados Unidos
consideraba aceptable el uso de ciertas prácticas de tortura bajo la condición
de que la información recabada salve vidas. Recientes hallazgos podrían cambiar
dramáticamente la opinión mayoritaria en este sentido.
A la luz de la obra de Rejali, la reciente revelación sobre
los métodos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos
para obtener información durante interrogatorios a sospechosos de terrorismo no
es necesariamente sorprendente. El reporte publicado por el Senado
estadounidense sobre el Programa de Detención e Interrogatorios de la CIA
revela dos datos cruciales. El primero tiene que ver con la utilización de
métodos más brutales de lo que la agencia reconoció frente al Congreso, la Casa
Blanca, el Departamento de Justicia y los medios. Las condiciones de
encarcelamiento y los interrogatorios incluyeron la alimentación e hidratación
por vía rectal, privación del sueño, la luz y el silencio durante días,
ahogamientos simulados (waterboarding), baños de agua helada, entre otros.
Algunos detenidos fueron privados del sueño por 180 horas mientras otros
sufrieron tortura psicológica y emocional tan profunda que derivaron en severas
autolesiones físicas.
El segundo se relaciona con la ineficacia de estas técnicas
para obtener información valiosa. La implementación de los interrogatorios
estuvo a cargo de personal con escaso entrenamiento y el sistema de prisiones
clandestinas en terceros países probó ser “profundamente defectuoso”. En más de
6000 páginas —el resumen ejecutivo tiene alrededor de 500— el Comité de
Inteligencia del Senado estadounidense detalla los innumerables errores en
violación a las leyes estadounidenses y las obligaciones contenidas en el
derecho internacional humanitario en 119 casos tras los ataques terroristas de
2001 y hasta 2009 para concluir que fueron totalmente inútiles. La tortura,
señala Rejali, es totalmente fútil en la medida en que los sujetos a ella
terminarán diciendo exactamente lo que sus torturadores buscan que digan. Es el
caso, recuerda Rejali, de Ibn al-Shaykh al-Libi, uno de los detenidos libios
quien sometido a tortura por parte de la CIA dio un testimonio falso, pero
políticamente conveniente, para trazar una conexión inexistente entre al Qaeda
y Saddam Hussein. Peor aún, el Comité enfatiza que con este programa, la CIA
obstaculizó y frustró el desarrollo exitoso de tareas de seguridad nacional por
parte de otras agencias —especialmente el Departamento de Defensa— al bloquear
el acceso a información importante y que desarrolló, con ayuda de dos
psicólogos sin experiencia en esta materia, técnicas para el interrogatorio a
detenidos que resultaron contraproducentes para un enlace efectivo entre la CIA
y servicios de inteligencia de otros países. Lo anterior en abierto contraste
con lo que George Tenet, director de la CIA hasta 2004, advertía como un
programa exitoso para salvar vidas, obstaculizar operaciones terroristas y
proveer de información invaluable a las agencias de seguridad nacional y
defensa.
Son muchos los ejemplos de esta torpe y brutal intervención de
la CIA. En el informe destaca el caso del palestino Abu Zubaydah, el primer
sospechoso de Al Qaeda que la CIA “ahogó” con la técnica del waterboarding,
durante 83 veces antes de determinar que no contaba con información importante.
Zubaydah fue también sometido a técnicas de privación del sueño, desnudez
forzada, posiciones de estrés, privación de alimentos sólidos y aislamiento en
pequeñas cajas oscuras con ruidos insoportables en una de las instalaciones
secretas de la propia agencia en Tailandia. En 2006 fue transferido a
Guantánamo donde aún aguarda un proceso judicial inexistente. Cabe señalar que nunca
fueron presentados cargos en su contra por lo que su caso se ha convertido en
el emblemático de todos quienes fueron recluidos ilegalmente en ese centro de
detención.
En efecto, el informe refiere lo ocurrido en Guantánamo y Abu
Ghraib donde si bien se había demostrado la brutalidad de estas prácticas, no
se había hecho hincapié en el proceso institucional para perpetrarlas. Al
retratar varias de las deleznables prácticas puestas en marcha en ambos centros
de detención por las autoridades estadounidenses, el artista colombiano
Fernando Botero advirtió que la democracia estadounidense había perdido
definitivamente la compasión. Sin proponérselo Botero puso el dedo en la llaga.
Estamos aún muy lejos de los objetivos de erradicación de la tortura en el mundo
precisamente por su utilización a través de las “técnicas limpias” por parte de
regímenes democráticos que ocultan información cobijados por normas de
seguridad nacional que alegadamente les impiden someter estas prácticas a un
escrutinio estricto. No es, por tanto, un problema que solo se manifiesta en
Estados Unidos. Durante la Guerra de Argelia, Francia implementó medidas
antiterroristas que incorporaban el uso de ciertas técnicas de tortura mientras
que el Reino Unido ha sido acusado en distintas ocasiones de torturar
sospechosos del Ejército Revolucionario Irlandés en la década de 1970. Las
escenas de Guantánamo, advierte Patricia M. Wald, de la Universidad de
Berkeley, hacen recordar los abusos que infligieron a los prisioneros bosnios
los serbios en campos de muerte en los Balcanes, y algunas prácticas utilizadas
contra los supuestos miembros de Al Qaeda en Abu Ghraib no distan demasiado de
algunas prácticas que en Israel se denominaron como de “presión física
moderada” en casos considerados como de “último recurso”.
Las detenciones clandestinas en centros penitenciarios
extranjeros sitúa en una perspectiva aún más clara la relación entre democracia
y tortura. En el Informe “Globalizing Torture: CIA secret detention and
extraordinary rendition”, la organización Open Society documenta la
participación de 54 países, entre ellos fuertes y sólidas democracias como
Australia, Bélgica, Canadá, Dinamarca, Alemania, Finlandia, Italia, Polonia o
Suecia, en el funcionamiento de prisiones secretas y la provisión de cierto
respaldo logístico para el traslado y la reclusión de detenidos.
Aun si resulta igualmente injustificable, los expertos
advierten que la tortura nunca se limita exclusivamente a los casos de urgencia
relacionados directamente con la lucha contra el terrorismo o emergencias de
seguridad nacional, sino que se convierte pronto en parte de una rutina
dominante que consigue redefinir protocolos institucionales. En el fondo,
señala Michael Ignatieff, la tortura no parte siempre de un deseo legítimo de
extraer información vital sino, con frecuencia, de una urgencia por infligir
dolor, por materializar un deseo de venganza o bien por una mezcla de distintas
motivaciones de política interna y política exterior. De ahí la importancia de
transformar la narrativa según la cual la tortura es admisible en regímenes
democráticos bajo determinadas circunstancias. No lo es no solo porque eso mete
en el mismo saco a Dinamarca y a Corea del Norte, a Canadá y a Sudán, sino
además porque lejos de servir al propósito de proteger la seguridad nacional,
la vulnera profundamente.