Los economistas de la globalización ven un panorama sombrío
para los países pequeños diseminados por todo el planeta con cinco a 10
millones de habitantes. Son generalmente monoexportadores y tarde o temprano
terminarán engullidos por las transnacionales, y de esta manera podrán seguir
subsistiendo, pero en 50 décadas más esto mismo ocurrirá con los medianos, de
10 a 20 millones.
Hoy son las corporaciones globalizadas las que están tomando
las grandes parcelas productivas del planeta. Sus exportaciones anuales superan
a las de los países pequeños y de algunos medianos. Su poder financiero es
superior al de muchos países juntos y su territorialidad es clave para su
expansión. Están en los lugares y nichos correctos.
Acaba de clausurarse la reunión de la APEC en China que
convocó a 21 países medianos y grandes del área del Pacífico. Las imágenes que
nos llegaron por tv son más que elocuentes para comprender por dónde va la
globalización en la zona de más rápido crecimiento, que es la Cuenca del
Pacífico. Estados Unidos, China y Rusia estaban siempre sobre el plató, y de vez
en cuando dejaban aparecer a Japón. Los cuatro son países dueños de las grandes
corporaciones mundiales.
Frente a estos escenarios en pleno desarrollo, cómo entender
las pretensiones de un ínfimo grupo de cinco millones, que sueñan con ser un
nuevo país. La respuesta a esto es que han perdido toda perspectiva de la
globalización por no decir que es anacrónica y suicida.
España ha crecido acicateada por los catalanes, eso es cierto,
pero también es cierto que los catalanes se han hecho fuertes cabalgando sobre
Iberia, y este argumento lo podríamos extender a casi todos los países de la
Comunidad Europea. Los milaneses podrían reclamar su independencia porque han
sido siempre el motor de Italia y desmarcarse de los sureños que viven al ritmo
de “viva la polenta”, pero afortunadamente no sucede así, y todas las comarcas
permanecen ligadas a la metrópoli, como lo acaba de demostrar Escocia, que es
algo más que Cataluña.
Es indudable que tiene que fluir el diálogo entre Madrid y
Barcelona para ir levantando puentes firmes y duraderos, pero al mismo tiempo
es la ocasión para que la Comunidad Europea estudie cláusulas que impidan la
desintegración de alguno de sus países miembros. Con estas cláusulas de
protección de soberanía, casos como el de Cataluña serían inviables para la
Comunidad, no tendrían asidero político, ni mucho menos económico, dentro de la
Comunidad Europea. Todo hace pensar que los catalanes pensarán mejor las cosas.
No hay Cataluña sin España, ni España sin Cataluña.