Para muchos, la lectura es una salida al ocio, un ejemplo de inactividad.
—Hola, ¿qué haces?
—Estoy leyendo…
—Qué bueno que no interrumpo nada importante, fíjate que…
La mayoría de la gente que me rodea no cree que leer sea una actividad seria, todo lo contrario: consideran la lectura como ejemplo de la inactividad, no muy distante a “hacer nada”, mirar por la ventana o sentarse sobre la acera a esperar el autobús. Porque si uno dice “estoy viendo una película” o “estoy comiendo”, parece un acto más comprensible que leer y, por lo tanto, uno no es interrumpido de la misma manera.
Escuché el caso de un conocido que, mientras estudiaba una licenciatura en Letras Hispánicas, era el encargado de hacer las tareas domésticas: ya que siempre estaba leyendo, la familia intuía que no realizaba ninguna actividad de importancia: “Ve por las tortillas”, gritaba la madre al hijo mayor. “Que vaya mi hermano que no está haciendo nada”, replicaba el primogénito. De tal manera que el hijo menor, que hundía la nariz en los libros, era obligado a caminar varias calles en busca de las tortillas para la comida de esa o cualquier otra tarde.
Nunca contesto si suena el teléfono en casa; las llamadas usualmente no están destinadas para mí. Pero ocurre que alguien me llama: yo contesto, preguntan si estoy ocupado (a manera de invitación a una larga plática) y suelo responder que estoy leyendo. De toda esa gente que llega a telefonearme, ninguna supone que “estar leyendo” es también “estar ocupado”. Y, considerando que no son inoportunos, entonces se sueltan con que el tío que vive en no sé dónde tiene problemas de no sé qué, que fulano es infiel a no sé quién y que, claro, y tú, cómo te va, hace mucho que no nos vemos…
Uno debe ser educado. Y por educación me refiero también a mostrar tolerancia: uno debe resistir las ganas de decirle al otro “voy para tu casa” y contener las ganas de soltarle un derechazo en la nariz tan pronto abra la puerta. De lo contrario uno se convierte en el intolerante: el que no es capaz de comprender las necesidades del otro. Vamos, ya que uno no hace nada de su vida sino leer, pues ¿por qué va a ir uno a arruinarle el día a la gente que sí hace algo?
Hago cosas con mi tiempo libre: soy un pubstar en varios videojuegos, tengo un canal en internet con su considerable número de videogamers suscritos; interpreto varios instrumentos musicales, pinto, diseño, escribo, veo pornografía, edito video, y me emborracho con los amigos muy a menudo. Pero leer es un hacer que está en el límite de la recreación y la obligación.
Pese a mi formación en letras, me dedico a los números. Mis empleos, desde hace ocho años, han tenido que ver con la administración y las matemáticas. Tengo un horario de oficina, pero puedo quedarme a trabajar hasta la medianoche: no es que lea porque viva de ello. Todo lo contrario. Leo por amor a la narración y al uso de la lengua.
Pero ocurre que hay gente que no lo asimila de igual manera, que ve en el acto de leer una salida al ocio que, como toda evasión, es válidamente interrumpible si se ofrece una opción más atractiva a sus ojos. De cualquier manera resultaría cansado tratar de predicarles la noción de que la lectura puede ser una actividad seria y que leer es estar ocupado hasta sabe Dios cuándo.
Pero hay un caso más incómodo: los que nos interrumpen cuando escribimos. Habrá genios que pueden retomar la tarea en cualquier momento, que no les afecta la intromisión. Habrá mentes creativas y bondadosas que no se sienten perturbadas por una súbita presencia o por una inoportuna intervención. Yo no. Si alguien me interrumpe, lo recibo con paciencia y educación, aunque en el fondo estoy considerando tres métodos distintos de introducirle un tenedor en la nariz; sí, le sirvo algo de beber al visitante e intercambiamos temas de conversación, pero realmente estoy deseando que caiga fulminado por un certero rayo mágico que deje de su humanidad, si acaso, solo un par de vacíos zapatos humeantes.
Para escribir requiero de concentración y mucha soledad. Es necesario encontrar la palabra adecuada, mantener la línea, aprovechar cualquier inspiración, y no parar hasta que se haya agotado. Pero, con frecuencia, está la gente que considera el acto de escribir al mismo nivel que el acto de leer: “Ah, entonces no te quito mucho tu tiempo”, pero desglosan una biografía como la de Aureliano Buendía con los detalles de cada ramificación genealógica… y yo ahí, escuchando, deseando que me lleven las hormigas.
Vamos, entiendo que mis ocupaciones no-profesionales no son útiles a la sociedad: no salvo vidas, no diseño transbordadores ni invento artilugios para facilitar la coexistencia humana. Pero trato de hacerlo en la mejor de las circunstancias para obtener el mejor de los resultados. No se puede descartar a la adversidad como un elemento que incentiva las condiciones del verdadero brote creativo, pero de ahí a que de verdad lo desacrediten a uno por dedicar su tiempo a la ficción… bueno, qué le vamos a hacer.
Pero soy necio, insisto en que algo de valor he de lograr con mi dedicación. Quizá con mucho empeño, a pesar de las distracciones, pueda alcanzar algún objetivo. Y posiblemente lo que engendra mi mente se materialice. Eso, materializar una idea: así que, si usted me inoportuna, no se sorprenda de que alguien en la misma estancia caiga fulminado por un rayo mágico, es solo mi dedicación tomando forma, dejando constancia en un par de zapatos vacíos y humeantes.
Fabio Marco Iván es escritor y crítico literario. Ha publicado en diversas revistas y periódicos una modesta variedad de artículos culturales, ficción, poesía, entrevistas y crítica literaria. Ha sido coordinador de cultura del semanario Evidencias, corresponsal en Bélgica del Diario Noticias y escribe el blog Palabras en reposo y otros parásitos en wordpress.com. Twitter: @FabioMarcoIvan