Es preocupante que la primera y última relación del día sea con un teléfono y no con una persona real.
El celular se ha convertido en una extensión de mis brazos. Cuando no lo tengo en la mano siento, literalmente, como si me faltara un dedo: me duele, me frustro y no puedo pensar en nada más que en él.
Pero es que a veces no me queda de otra porque la única manera como puedo concentrarme es dejándolo en un lugar escondido, en donde no lo pueda ver, y en donde nadie pueda distraerme. Aunque, siendo muy sincera, cada vez que lo dejo no pasa mucho tiempo antes de que empiece a preguntarme: ¿cuántos mensajes voy a tener cuando lo vea?, ¿llamadas perdidas?, ¿me perderé de algún chisme interesante en el grupo de Whatsapp?, ¿actualizaciones de Facebook?, ¿de Instagram? Y así, poco a poco, estas preguntas terminan corrompiendo por completo mi concentración para hacerme correr hacia el celular y darme cuenta de que en los últimos cinco minutos nadie me ha buscado.
Los teléfonos móviles o celulares han dejado de serlo. Hoy en día llamarle a un iPhone un teléfono sería como llamarle habitación a un hotel todo incluido. Claro que hay un teléfono dentro del aparato, pero en realidad es una computadora en la que vemos imágenes de paisajes de otros lugares del mundo mientras caminamos por el centro histórico de nuestra hermosa ciudad, la cual tal vez nos parecería más interesante si estuviera del otro lado de la pantalla de nuestro celular. Estamos dejando de lado un hermoso escenario que la cotidianidad nos ofrece por un mundo narcisista y adictivo: el de los “smartphones”.
Es muy claro que utilizar un teléfono celular nos aporta muchísimas ventajas, como por ejemplo, localizar a nuestros amigos y familia, avisar en nuestras casas cuando vamos a llegar tarde o en dónde vamos a estar, comunicarnos en tiempo real con personas de otros países del mundo y entretenernos cuando estamos en algún momento de espera; pero tenemos que empezar a pensar qué tan dependientes nos estamos volviendo de ese aparatito, pues parece que no podemos estar ni un segundo sin él, al menos no en tranquilidad.
Un estudio realizado por la compañía de encuestas en línea OnePoll revela que el 53 por ciento de los usuarios de teléfonos celulares tienden a sentir ansiedad cuando “pierden su teléfono celular, se les acaba la batería o cuando no tienen cobertura de red”. Esto quiere decir que más de la mitad de los usuarios de celulares hemos creado una relación tan íntima, estrecha y codependiente con nuestros teléfonos que no podemos estar sin ellos e, incluso, estamos comenzando a sufrir efectos físicos y psicológicos —como ansiedad, enojo, taquicardia e inquietud— al estar alejados de lo que parece ser nuestro más preciado y valioso objeto.
La nomofobia es el miedo irracional a estar sin teléfono celular. El término fue acuñado durante un estudio en Reino Unido para estimar la ansiedad que sufren los usuarios de los teléfonos celulares y proviene del anglicismo “nomophobia” (“no-mobile-phone-phobia”). El hecho de que se haya tenido que nombrar este “síndrome” —que no ha sido oficialmente diagnosticado como una enfermedad— nos habla del acelerado crecimiento que está teniendo la dependencia a un dispositivo electrónico que, en la mayoría de los casos, genera una sensación de incomunicación cuando no podemos disponer de él.
Y es que es en realidad preocupante: lo último que yo hago cada noche antes de irme a dormir es revisar mis estados de Facebook y Twitter, mis notificaciones, mis correos y mis mensajes; cuando ya no hay nada “nuevo” que ver conecto mi celular al cargador y lo pongo debajo de mi almohada —porque tengo una aplicación en él que me permite medir la calidad del sueño cada noche—. ¿Y qué es lo primero que hago al despertar? Apagar mi despertador, revisar mis correos, notificaciones, mensajes y llamadas, entonces me levanto de la cama y comienzo mi día. Es preocupante que la primera y última relación de mi día sea con un aparato y no con una persona real.
En promedio, los usuarios de teléfonos inteligentes lo revisamos 34 veces al día, esto es más que una vez por hora y en realidad es una cifra que al menos a mí me queda corta. Es más, hay veces que tenemos el celular en la mano, sabemos que no ha sonado porque no lo hemos escuchado, y sin embargo lo revisamos, se ha convertido en un reflejo, en algo que hacemos porque es natural, casi como parpadear o respirar. Hemos generado en nosotros una profunda necesidad de estar siempre conectados, tenemos miedo, pavor a la soledad.
Con todo y que entendemos que los celulares se han convertido en una parte esencial de nuestros días y de nuestras vidas, con todo y que sabemos que hemos generado una dependencia a ellos que no debería de existir y que aceptamos que no podemos estar sin celular, nos molestamos cuando nos sentamos a la mesa a la hora de la comida y se nos presenta literalmente el caso de “cada loco con su tema”: hay cuatro integrantes a la mesa, uno comenta la foto de Facebook de fulanita, otro agenda una junta de trabajo para mañana en la mañana, una revisa en Pinterest nuevas recetas de cocina y el desafortunado al que se le acabó la batería del celular se quiere morir porque nadie le hace caso.
Pero todavía hay una esperanza de cambiar las cartas, de que nosotros seamos los que controlemos al celular y no este a nosotros. Hay quienes ya están haciendo algo al respecto creando espacios “libres de celulares”, incluso restaurantes como Eva, en Los Ángeles, y Abu Ghosh, en Israel, ofrecen descuentos a los comensales que logren pasar toda una comida sin usar el teléfono celular. Esto nos habla de una urgencia por alejarnos de los teléfonos celulares, pero también de que hay personas en el mundo que están tomando conciencia de la situación y que están haciendo algo al respecto. Podríamos empezar por prohibir el uso de celulares a la hora de la comida en casa, con lo que fomentaríamos la comunicación física y personal.
Es claro que no tengo nada en contra de los smartphones, la realidad es que muchas de mis actividades diarias dependen de ese pequeño y estético dispositivo electrónico que me acompaña a todas partes; sin embargo, creo en la seriedad de una adicción y en una desconexión de lo personal, en un cambio de prioridades en donde se ha vuelto más importante estar siempre con el celular que con alguien más; si un viernes a las tres p. m. vamos tarde a una comida y a la mitad del camino nos damos cuenta de que hemos olvidado el teléfono, preferimos regresar por él y dilatar en nuestro compromiso que pasar dos o tres horas desconectados de la red y conectados al mundo real.
Más de una vez me he encontrado en una situación en la que dejo de disfrutar de la compañía de los demás porque lo único que pasa por mi cabeza es “tengo que correr a la casa, me queda 5 por ciento de batería en el celular, y si se le acaba la pila ¿qué va a ser de mí?”. ¿Será un extremo caso de nomofobia?
Twitter: @CCamsanchezb