¿Es posible un “golpe de Estado” cuando la Fuerza Armada Nacional, la Guardia Nacional, la Policía y el Servicio de Inteligencia son instrumentos del partido de gobierno?
El autoritarismo es un modo de hacer política donde se privilegia el mando ante el consenso, se concentra el poder político en un líder u órgano, se resta valor a las instituciones representativas, se degradan la participación y deliberación autónomas, se asedia o elimina la oposición política y se procura el control de los mecanismos electorales destinados a trasmitir la voluntad popular. Tal proceder puede asumir ropajes ideológicos diversos —y, en ocasiones, contrapuestos— y emerger en contextos históricos múltiples, como demuestra la experiencia latinoamericana en los dos siglos pasados.
Dicho esto, hablemos claro: Venezuela vive hoy bajo un régimen abiertamente autoritario.
En aquel país se ha sustituido el ordenamiento democrático y progresista de la Constitución de 1999 por un accionar político que incrementa el control sobre los poderes locales, acota cualquier forma de organización autónoma y criminaliza toda forma de oposición política y protesta social. Un gobierno que insiste en el supuesto apoyo popular expresado en las elecciones, cuando este representa ahora apenas una magra ventaja —de 1.5 por ciento en las presidenciales— sobre sus oponentes. Olvidando que el goce de (cierto) apoyo ciudadano, la celebración de (desiguales) elecciones y la existencia de una (vulnerada) Constitución son compatibles con gobiernos autoritarios y dictatoriales: ahí están, para recordárnoslo, los ejemplos de Somoza, Pinochet y Fujimori.
Cabello, Maduro y compañía llaman a sus oponentes “golpistas”; pero en tanto tal calificativo corresponde a aquellos que desconocen la voluntad popular y vulneran las leyes e instituciones vigentes, entonces el actual gobierno venezolano es un aventajado discípulo de quienes, en 2002, interrumpieron el orden constitucional derrocando por 48 horas a Hugo Chávez. Su proceder es golpista cuando secuestran los poderes públicos en beneficio de un partido, eliminan prerrogativas de gobernadores y alcaldes —bloqueando sus presupuestos y designando estructuras paralelas de gobierno— y agreden físicamente o niegan la palabra a parlamentarios opositores electos por la mitad del pueblo. Cuando instauran un discurso lleno de alusiones bélicas (batalla, campaña, enemigo) y descalifican al otro con términos racistas u homófobos.
Analizada por un observador medianamente informado, la propaganda de Caracas se cae como castillo de naipes. ¿Es posible un “golpe de Estado” cuando la Fuerza Armada Nacional, la Guardia Nacional, la Policía y el Servicio de Inteligencia —todos bolivarianos en su denominación y adscripción política— son instrumentos del partido de gobierno, beneficiándose de los mayores presupuestos y protagonismo político de la historia venezolana? Revísese la procedencia de la plana mayor del gobierno nacional y de los poderes regionales controlados por este, y se verá —entre uno que otro civil procedente de la vieja izquierda y la farándula conversa— una constelación de charreteras.
¿Existe un “cerco mediático” cuando los seis canales estatales y los cuatro privados de cobertura nacional se alinean con la pauta informativa y la censura gubernamentales, al punto de que la mitad opositora del país y sus líderes no existen en las planchas de programación? ¿En manos de quién está la hegemonía comunicacional cuando la única plataforma no subordinada —la prensa impresa— tiene sus días contados como resultado del ahogo financiero, el cerco legal y el bloqueo de papel? ¿Qué cosa si no un enorme monólogo propagandístico difunden las 44 televisoras y 264 radioemisoras regionales en manos del gobierno? ¿Y qué presidente realmente democrático impulsaría una agenda de censura como la que sacó del cable a NT24, sataniza a CNN y bloquea las redes sociales?
Se presenta a la oposición como “oligarca” cuando sus simpatizantes, al igual que los del oficialismo, reúnen todos los sectores sociales, credos políticos y colores de piel. Pero se oculta que son la represión y retórica belicistas e inciviles del gobierno, la impunidad y aliento a los paramilitares, la inacción cómplice de América Latina y el desespero irracional de un sector de los manifestantes agredidos —en ese orden de causalidad y responsabilidad—, los factores que abonan el camino a una contienda civil en Venezuela. Una donde la asimetría de fuerza entre las partes presagia más un baño de sangre que un verdadero conflicto armado.
Los reclamos de fondo de la actual movilización social son diversos, legítimos y ninguno “conspirativo”: el combate a la inseguridad y la escasez, la liberación de los estudiantes presos, el cese de la censura y asfixia de los medios de comunicación y de todas las formas de criminalización al derecho a la expresión, organización y protesta ciudadanas garantizados por la Constitución vigente. Junto al líder opositor Leopoldo López, bajo el sistema penal venezolano languidecen sindicalistas, líderes comunitarios y luchadores estudiantiles y populares, víctimas del acoso del aparato gubernamental. Porque la contradicción principal en Venezuela no es chavismo-oposición o izquierda-derecha; sino la que emana del conflicto entre un proyecto hegemónico, militarista y estadocéntrico y aquellos actores sociales, ideológicamente plurales, que no aceptan rendir su autonomía.
Frente a tal escenario, un importante sector de la intelectualidad regional hace gala de desmemoria, ceguera y dogmatismo. No importa si en la década de 1970 usted defendía estándares de equidad y justicia que le valieron la acusación de “subversivo” y la amenaza de terminar, por obra y gracia de la CIA y sus adiestrados locales, en la cárcel o la tumba. Tampoco si en la década de 1990 cuestionó la incompatibilidad de “fortalecer la democracia” bajo las neoliberales políticas de “ajuste estructural”. Si hoy, en clara muestra de coherencia con semejante trayectoria democrática, usted denuncia los abusos contra los derechos humanos cometidos por los gobiernos de nuestra región —desde Colombia a Venezuela—, la parte de su reproche que aluda al desempeño represor de los “regímenes revolucionarios” le descalificará ante la docta mirada del “intelectual comprometido”.
¿Hasta cuándo habrá gente “progre”, dentro y fuera de Venezuela, que invisibilice con su retórica la pésima gestión pública, la censura conspiranoica y la injustificable represión de Miraflores? Gente que en el pasado condenaba —en nombre de la democracia y el cambio social— la represión de los estudiantes, protestaba contra la pobreza y cuestionaba las corruptelas de una democracia liberal en cuyas universidades y becas se formó. Hoy callan o hacen piruetas vergonzantes, invocando “teóricos” de moda y desgastando, como suela de zapato viejo, palabras como “emancipación”, “protagónico” y “popular”. Como aduaneros ideológicos, solo defienden los derechos ajenos cuando estos coinciden con su visión o pragmatismo personales, clasificando al capricho víctimas y victimarios. Frente a tales posturas uno se pregunta: ¿cuál es el límite de tanta credulidad intelectual e indecencia civil?
Por estos días aciagos viene a mi mente un caro ejemplo de la historia de México. En pleno apogeo del régimen posrevolucionario, el escritor Octavio Paz renunció a su cargo en la diplomacia mexicana en protesta por la represión en Tlatelolco (1968). La decisión le granjeó los agravios de los propagandistas oficiales y de un sector de la intelectualidad adormecido por la letanía “revolucionaria”. Entonces, lejos de lo que hoy se supone, la popularidad del gobierno priista era apreciable y, el control de los medios, casi total. Vivir bajo la dictadura perfecta parecía preferible a sufrir las tiranías descarnadas de Centro y Sudamérica; por lo que la mayoría de la gente, a las pocas semanas, vivió la “normalidad” disfrazada de fiesta con los Juegos Olímpicos de 1968.
Paz nunca renegó del ideario progresista y justiciero de la Revolución Mexicana, pero supo a tiempo repudiar a quienes, en su nombre, se encumbraban como casta dominante y aparato represor. Hoy muchos lo celebran como ejemplo de valor cívico y gloria de las letras latinoamericanas. Valdría la pena que reflexionaran sobre su legado aquellos que aún defienden al gobierno de Maduro en nombre del “antimperialismo”, la “Revolución” y las “causas justas de la humanidad”.
Armando Chaguaceda es académico y analista político, autor de numerosos libros y artículos sobre historia y política latinoamericana. Es integrante del Observatorio Social y coordinador de Grupo de Trabajo, ambos en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.