Durante décadas, los conservadores han librado una lucha solitaria contra la educación universitaria, pero finalmente están ganando. De repente, han conseguido aliados en todos los frentes, ansiosos de derribar a la educación superior y comenzar de nuevo.
Un río artificial podría parecer una agradable diversión, pero es un aspecto poco común de la vida, capaz de provocar la ira bipartidista. Aquellos de nosotros a quienes no nos gustan los ríos artificiales los condenamos, especialmente si su costo figura en la colegiatura que pagamos para que nuestros hijos asistan a una institución de educación superior. El río artificial aún no es un elemento presente en todos los campus universitarios de Estados Unidos, pero hubo una época en la que los laboratorios de ciencias tampoco lo eran.
Al mencionar este tipo de ríos, no me refiero a la región rural de Arkansas a mitad del verano, con los sauces inclinándose hacia las turbias aguas. De hecho, esos no son ríos artificiales. En lugar de ello, imagínate una piscina estirada hasta convertirla en una franja sinuosa. Ponle una suave corriente. Dales lanchas inflables a los chicos. Ahora tendrás un río artificial como el que hay en muchos, probablemente demasiados, campus estadounidenses.
Recientemente, el río artificial se volvió emblemático de lo que aqueja a la educación superior, con la indispensable denuncia realizada por The New York Times: “Ningún chico universitario necesita un parque acuático para estudiar”, publicada a principios de enero. Es un símbolo de costos excesivos y de un retorno de la inversión cada vez menor en cuestión educativa. En términos más generales, el río artificial es una señal de la indolencia estadounidense: la nación que alguna vez logró dominar al Misisipi ahora descansa apaciblemente junto a la piscina, navegando por Instagram.
Por supuesto, las quejas de que los estudiantes universitarios son unos holgazanes excesivamente mimados ya existía desde mucho tiempo antes de que un columnista del Orlando Sentinel dijera que la propuesta para construir un complejo atlético con un valor de 25 millones de dólares en la Universidad del Centro de Florida, el cual incluía un arroyo de descanso, era “señal de una época deschavetada”. Las sospechas relacionadas con la educación universitaria estadounidense son casi tan antiguas como la institución misma, que comenzó con la fundación de Harvard, en 1636. Benjamín Franklin, quien nunca asistió a la universidad, visitó el campus en 1722. En un editorial publicado aquel año, se burló de Harvard como un lugar en el que los estudiantes “aprenden poco más que cómo andar bien arreglados y entrar elegantemente en una sala… Y del que regresan, tras una gran abundancia de problemas y acusaciones, siendo tan tontos como antes, solo que más orgullosos y engreídos”. Y eso fue mucho tiempo antes de que la Universidad de Virginia comenzara a ofrecer un curso sobre la serie de HBO Juego de Tronos.
Décadas después, Franklin inauguró su propia institución, la Universidad de Pennsylvania, donde los estudiantes podrían “aprender aquellas cosas que probablemente les serían más útiles”. Esta misión se prolongó hasta el siglo XX. “Ahora, es básicamente una escuela prelaboral”, se leía en The Harvard Crimson en 1956, “mientras que las otras universidades de la Ivy League (la liga de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos) mantienen… el principio de la educación por la educación misma”, y añade que “al estudiante universitario de Penn no le preocupan especialmente sus cursos”. Cierto.
Una década después de esa evaluación, un adinerado y engreído estudiante universitario fue transferido de la Universidad Fordham, en el Bronx, a la Universidad de Pennsylvania. Esa escuela le dio a Donald Trump una ventaja práctica, aunque quizá no en la forma que Franklin habría deseado. Cuando Trump se postuló a la presidencia, frecuentemente hablaba de sus dos años en Wharton como una confirmación de lo que ya sabía sobre sí mismo y que trata desesperadamente de decir a los demás. “Soy una persona realmente lista”, dijo en el verano de 2015, refiriéndose al tiempo que pasó en esa institución. Más tarde dijo que Marco Rubio, el senador republicano de Florida, no habría sido admitido a Wharton. “Tienes que ser muy listo para ser admitido en esa escuela, muy listo”.
Pero para Trump, la inteligencia tiene muy poco que ver con los logros educativos. Al igual que cada vez más estadounidenses, Trump desprecia a los expertos y sus conocimientos. “La palabra ‘profesor’ era uno de sus insultos”, escribe Michael Wolff en su nuevo libro, Fire and Fury (Fuego y furia), “y se sentía orgulloso de nunca haber asistido a clases, nunca haber comprado un libro de texto, nunca haber tomado una nota”.
Esto podría explicar por qué las personas educadas han sido difamadas constantemente en su gobierno, en el que los expertos han sido reemplazados por empresarios y los catedráticos, por multimillonarios. Muchos de los miembros de la Casa Blanca de Trump comparten su consternación por lo que consideran la transformación de la educación universitaria en una serie extremadamente costosa de actitudes adquiridas. En formas grandes y pequeñas, buscan hacer que esa experiencia vuelva a ser lo que era antes de que alguien hubiera oído hablar de espacios seguros o de acciones afirmativas.
Son instigados en este proyecto por un creciente número de estadounidenses horrorizados por el costo de la educación universitaria y que dudan de su utilidad. Las preocupaciones liberales sobre la educación universitaria coinciden justo lo suficiente con las de Trump y sus partidarios para convertir lo que había sido un ataque partidista en una condena más amplia contra ese sistema educativo. Daniel Drezner, estudioso de la Universidad Tufts que ha escrito acerca de este ánimo conservador, lo denomina una “guerra contra la Universidad” en su columna de The Washington Post. Y sus previsiones son pesimistas. “Yo no diría —declaró a Newsweek— que la educación universitaria esté ganando”.
EL INSTINTO POR ENCIMA DEL INTELECTO
Antes de la guerra contra la educación universitaria, estuvo la guerra emprendida por la educación universitaria, o al menos, por muchos estudiantes universitarios. En 1964, Mario Savio, estudiante de posgrado de la Universidad de California en Berkeley, dio inicio a la era de las protestas universitarias al instar a los estudiantes a “poner sus cuerpos sobre los engranes y sobre las ruedas” de la “odiosa” maquinaria del poder. Poner los cuerpos sobre los engranes es una encomienda sangrienta. En 1969, un estudiante fue muerto a tiros en una protesta en Berkeley. En mayo de 1970, cuatro estudiantes también fueron asesinados a tiros por la Guardia Nacional de Ohio en Kent State. Casi cuatro meses más tarde, una bomba colocada por radicales explotó en el Centro de Investigación de la Universidad de Wisconsin, donde se realizaban trabajos para el ejército estadounidense. Un investigador resultó muerto.
En 1971, Lewis Powell Jr., abogado de un bufete privado, escribió una carta a un funcionario de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, en la que advertía que “el ataque contra el sistema empresarial tiene una amplia base y se realiza constantemente”. El “Memorando Powell” se ha vuelto famoso como una declaración de principios y como una declaración de guerra: la respuesta de la máquina contra Savio. Powell identificó los campus universitarios como “la fuente única y más dinámica” de la creciente oposición en Estados Unidos al capitalismo de libre mercado. El futuro juez de la Suprema Corte afirmó que las universidades liberales producían intelectuales liberales que “terminaban en organismos reguladores o departamentos gubernamentales con una gran autoridad sobre el sistema de negocios en el que no creen”. En su opinión, la universidad alimentaba al corporativismo estadounidense, al tiempo que lo perjudicaba.
Mientras Powell escribía estas palabras, los liberales buscaban refugio de la Guerra de Vietnam en el ámbito académico. En la década de 1980, se convirtieron en lo que el escritor conservador Roger Kimball denominó “radicales con puestos permanentes” que predicaban sin ningún riesgo sobre las depredaciones del capitalismo desde una cátedra muy bien financiada. Al mismo tiempo, la presidencia de Reagan impulsó el surgimiento de un movimiento conservador en los campus, cuyas convicciones fueron articuladas por The Dartmouth Review, fundado en el campus de New Hampshire en 1980. “Un fresco viento conservador comienza a soplar a través de los campus de la Ivy League y más allá”, señaló The New York Times en 1981.
Uno de los primeros editores del Review fue Dinesh D’Souza, que trabajó con el presidente Ronald Reagan como asesor político, y luego se unió al conservador Instituto Empresarial Estadounidense. En 1991, publicó Illiberal Education (Educación no liberal), un brutal análisis de lo que, en su opinión, eran las problemáticas plagas de los campus: la acción afirmativa, la política de identidad y el revisionismo histórico. Su conclusión: la derecha perdió la batalla definida por Powell en 1971.
Poco de lo que ha ocurrido en los últimos 25 años ha hecho que D’Souza se muestre optimista. “La Universidad en general se ha vuelto más parcial en el ámbito intelectual y filosófico”, señala el experto conservador. Los demócratas superan a los republicanos en una proporción de 11.5 a 1 en el cuerpo docente de las universidades, de acuerdo con Econ Journal Watch, una publicación en línea de investigación económica. En CNN y MSNBC, catedráticos de Austin y Palo Alto denuncian rutinariamente a Trump, y la Asociación Estadounidense de Catedráticos Universitarios cuenta con un sitio web llamado One Faculty, One Resistance (Un cuerpo docente, una resistencia), dedicado a combatir al gobierno de Trump y a sus instigadores republicanos. Entre sus blancos está la Legislatura de Texas, que el año pasado permitió la portación de armas ocultas en los campus de las universidades públicas, así como la aversión del gobierno al conocimiento. El sitio señala la existencia de “una campaña de acoso contra los investigadores en áreas con una carga política como el cambio climático, y un gobierno en la Casa Blanca determinado a suprimir los hallazgos de investigación en esas áreas y a disminuir la financiación gubernamental para la investigación”.
Los partidarios de Trump no sienten mucha simpatía por el cuerpo docente acosado. El verano pasado, en una encuesta realizada por el Pew Research Center se encontró que 58 por ciento de “los republicanos afirman que los centros de educación universitaria tienen un efecto negativo en la forma en que ocurren las cosas en el país”. Los votantes con educación universitaria solían identificarse con el Partido Republicano: Reagan obtuvo el voto de 61 por ciento del electorado con educación universitaria en 1984. Actualmente, las personas con educación universitaria votan por los demócratas, mientras que el liberalismo rampante en los campus proporciona a los republicanos el complemento perfecto. “Los conservadores —afirma— están en pie de guerra”.
En cierta forma, Charlie Kirk es el alumno destacado de D’Souza en cuanto a las guerras en los campus. Es fundador de Turning Point USA, un grupo que desea “construir la red de activistas más organizada, activa y poderosa en los campus universitarios de todo el país”. Cuenta con ramas en más de 350 campus. Turning Point USA recluta a los estudiantes para que desafíen a las mismas instituciones a las que asisten. “Simplemente luchamos por las ideas de la libertad de expresión”, me dice Kirk. Semanas después de la elección presidencial de 2016, su grupo comenzó a publicar Professor Watchlist (Lista de observación de catedráticos), un sitio web cuya misión es “exhibir y documentar a los catedráticos universitarios que discriminan a los estudiantes conservadores y promueven la propaganda izquierdista en el aula”. Las reseñas de los medios de comunicación convencionales: “grotesco” (Slate); “una señal del nuevo McCarthyismo de la derecha” (Salon).
Los conservadores como Kirk afirman que el mccarthyismo está siendo practicado por la izquierda. Él desea promover “una cultura de verdadera diversidad intelectual”, en la que el discurso impopular sea contrarrestado por más discursos, y no por manifestantes que callen a gritos a los oradores invitados. Está convencido de que se ha permitido que los radicales dirijan los campus universitarios como si fueran sus propios feudos, en los que se protege a los inmigrantes indocumentados y todo el mundo colabora en ello. “Existe una creciente base de estudiantes con una mentalidad conservadora”, dice. Pretenden, con la ayuda del gobierno actual, obligar a la educación universitaria estadounidense a alejarse del liberalismo del último medio siglo.
GUERREROS DE LA JUSTICIA SOCIAL CON PERMISOS DE CAZA
Eran los últimos días de febrero de 2016, y Trump acababa de ganar la elección primaria del colegio electoral republicano en Nevada. Ahora se encontraba en un mitin de la victoria, mencionando a los diversos grupos demográficos cuyo voto había obtenido. “Amo a las personas con poca educación”, declaró. Aunque también elogió a sus partidarios por su inteligencia, solo su cariño por “las personas con poca educación” se convirtió en un lugar común de YouTube. Esto se debió a que confirmaba lo que muchas personas vieron en las cifras: que el apoyo a Trump provenía en buena parte de los votantes de la clase trabajadora. Algunas personas decían que esto se debía a que esa población se sentía agraviada. Otras, a que era fácil de engañar.
En un análisis de los patrones de votación de la elección presidencial, el encuestador Nate Silver publicó un artículo en su sitio FiveThirtyEight, titulado “La educación, y no el nivel de ingresos, fue el factor que pronosticó quién votó por Trump”. Este último amaba a las personas con poca educación, y estas también lo amaban. Por otra parte, las personas con un alto nivel de educación lo odiaban. En Dartmouth, que alguna vez fue un reducto conservador, el apoyo estudiantil hacia Trump apenas unos días antes de la elección se mantuvo en 4.8 por ciento. Alrededor de 90 por ciento de las contribuciones de campaña realizadas por miembros del personal docente de Harvard fueron para Hillary Clinton.
En la Oficina Oval cuelga un retrato del presidente Andrew Jackson, que “confrontó y desafió a la élite arrogante”, como dijo Trump la primavera pasada, y la composición del gabinete de Trump indica que su desdén por los intelectuales es más que una bravuconada. Dicho gabinete está lleno de ejecutivos multimillonarios y generales condecorados, hombres (en su mayor parte) que ascendieron en el escalafón de enormes organizaciones siguiendo órdenes y ejecutándolas con gran capacidad.
Independientemente de si siguen órdenes o su ideología personal, los miembros de su gabinete parecen haberse unido ansiosamente a su batalla contra el mundo académico. Sin embargo, acabar con la educación superior (o reformarla, si se quiere) es difícil para este gobierno debido a que no existe una sola entidad amplia a la cual confrontar. A las 4,724 instituciones facultadas para otorgar un grado académico asisten 20.2 millones de estudiantes. El Departamento de Educación ejerce una supervisión nominal, aunque tiene poco poder real. En consecuencia, el ataque de Trump contra la educación superior ha sido poco sistemático, más al estilo de una guerra de guerrillas que de un ataque frontal.
El procurador general Jeff Sessions ha decidido emprender la batalla ideológica articulada por activistas como D’Souza y Kirk. El verano pasado, su Departamento de Justicia anunció que comenzaría “las investigaciones y un posible litigio en relación con la discriminación racial intencionada en las admisiones a colegios y universidades”, probablemente en relación con una demanda interpuesta por estadounidenses de origen asiático que afirman que no fueron admitidos en Harvard debido a que la acción afirmativa favorecía a los estudiantes afroestadounidenses y de origen latino.
Betsy DeVos, la secretaria de Educación de Trump, ha buscado desmantelar lo que hizo el gobierno de Obama para lograr que la educación universitaria fuera más asequible y acogedora. DeVos, una cristiana conservadora de Michigan, ha emprendido esta tarea con una discreta eficiencia. En 2011, el Departamento de Educación instruyó a todas las universidades que recibían fondos federales a cumplir con el Título IX, que incluye la discriminación sexual, o que enfrentarían una investigación. Durante los siguientes seis años, se produjeron cientos de investigaciones. Los conservadores se quejaban de que la directriz desataba una cacería de brujas, pero algunas personas no pertenecientes a la derecha también consideraban que las investigaciones del Título IX eran excesivas. La escritora Laura Kipnis denunció este nuevo feminismo del campus que “prefiere imaginar a las mujeres como niñas indefensas”.
DeVos nombró a Candice Jackson como directora de la Oficina para los Derechos Civiles. Jackson es una cristiana conservadora que, cuando era estudiante universitaria, escribía para The Stanford Review, contraparte del Dartmouth Review, y cofundada por el futuro multimillonario Peter Thiel. En septiembre, cuando el Departamento de Educación canceló la directriz del Título IX, ello constituyó una victoria para los conservadores. “A los guerreros de la justicia social educados marginalmente se les dio un permiso de caza para perseguir a los estudiantes masculinos y acosarlos para abandonar el campus a la menor provocación”, escribió un bloguero.
DeVos nombró a Robert Eitel como su consejero de más alto nivel. Este último trabajó para la empresa educativa con fines de lucro Bridgepoint Education, que según la Oficina de Protección Financiera del Consumidor, “engañó a sus estudiantes para que aceptaran créditos que costaban más que lo anunciado”. Varios meses después del nombramiento de Eitel, Associated Press informó que DeVos estaba “considerando la posibilidad de condonar solo parcialmente los créditos federales para los estudiantes defraudados por los colegios privados”.
Los colegios privados habían sido uno de los objetivos del gobierno anterior, que los consideraba como organizaciones mercenarias. Durante el régimen de Barack Obama, los colegios privados debían demostrar que ayudaban a los estudiantes a obtener “un empleo remunerado”. Esta regla ha sido eliminada, junto con la que se relaciona con la condonación de créditos.
Carlos Muñiz, nombrado por DeVos para el Consejo General de ese departamento, ejerció como abogado privado en Florida for Career Education Corp., una organización con fines de lucro. “La protección de colegios privados voraces por parte de DeVos es pasmosa”, se lee en un artículo de The Huffington Post, el que se menciona a personas como Muñiz y la anulación de las medidas regulatorias de la época de Obama.
Durante la elección primaria presidencial demócrata, el senador por Vermont Bernie Sanders analizaba frecuentemente la idea de las universidades públicas gratuitas. DeVos se mostró abiertamente escéptica cuando Sanders le pidió su opinión acerca de esa propuesta durante su audiencia de dominación. “No hay nada en la vida que sea realmente gratis”, señaló la heredera multimillonaria.
ROMPIENDO EL COCHINITO
El día de la toma de posesión de Trump, estudiantes de todo el país protestaron. Kumars Salehi, un activista palestino que estudia un doctorado en el Departamento de Idioma Alemán de Berkeley, tuiteó una foto de pupitres vacíos, y añadió: “Hoy, todas las aulas deberían lucir así”. Lo que los manifestantes no parecían comprender era que estaban confirmando las críticas conservadoras contra la educación superior. El autor de una carta enviada a un diario del norte del estado de Nueva York calificó a los estudiantes universitarios como “pequeñas primadonnas”, comparándolos de manera desfavorable con los miembros de la milicia. “Ellos no participaron en la última elección. Su única reacción conocida consiste en montar escenas (ya sabes, comportarse como un niño berrinchudo)”.
Menos de dos semanas después de la toma de posesión de Trump, la Universidad de California en Berkeley se preparaba para recibir al provocador de derecha Milo Yiannopoulos. Su gira nacional de conferencias titulada “Dangerous Faggot” (Marica peligroso) habría pasado inadvertida en los años de Obama, pero ahora el hombre al que Yiannopoulos llamaba “papi” era presidente de Estados Unidos. La noche de la toma de posesión, un manifestante fue tiroteado antes de una conferencia de Yiannopoulos en la Universidad de Washington. Yiannopoulos se deleitó en este caos; en esa medida, su visita a Berkeley era su plato fuerte. Manifestantes vestidos de negro descendieron a la Sproul Plaza, la explanada central del campus donde comenzó el Movimiento por la Libertad de Expresión en 1964. Provocaron a los policías, encendieron bengalas e incendiaron una torre de iluminación. Se destrozaron ventanas. La conferencia fue cancelada, pero la multitud no se movió. Tras ser expulsados de Sproul, marcharon por el centro de Berkeley, destruyendo sucursales bancarias y arrasando un Starbucks.
La mañana siguiente, el mundo despertó con un tuit de Trump: “SI la U. de Berkeley no permite la libre expresión y ejerce la violencia contra personas inocentes con un punto de vista distinto, ¿SE LE RETIRAN LOS FONDOS FEDERALES?” Yiannopoulos, que fue perseguido hasta que salió del campus, juró regresar. “Es el precio que se paga por ser libertario o conservador en los campus universitarios estadounidenses”, dijo.
Pero no fue solo Berkeley. En los meses que siguieron a la violencia del 1 de febrero, los campus explotaron. Las personas blancas de la clase trabajadora añoraban a Estados Unidos como era antes; los estudiantes universitarios, que eran cada vez más de un origen étnico distinto al caucásico, imaginaban a Estados Unidos como nunca había sido. La diferencia no era solo ideológica, sino demográfica. La base de votantes de Trump (compuesta por personas de mayor edad, y más por blancos y varones que la población en general) estaba convirtiéndose en la contrapartida del cuerpo estudiantil colectivo de los campus universitarios estadounidenses, que actualmente está compuesto en su mayoría por mujeres (55 por ciento, de acuerdo con cálculos 2014), por personas no caucásicas (las personas de raza blanca conformaban 86 por ciento de todos los estudiantes universitarios en 1976; para 2014, este grupo constituía únicamente 58 por ciento del total) y generalmente provenientes de otros países (los estudiantes internacionales constituían 1.7 por ciento de la población universitaria en 1970, pero alcanzaron 4.8 por ciento en 2015).
De la misma forma en que los partidarios de Trump, los estudiantes universitarios expresaron su insatisfacción con grandes mítines. Al igual que los estridentes eventos de campaña de Trump, aquellos eran lugares donde quienes compartían una serie de quejas podían expresarlas ruidosamente, pero también donde los periodistas podían registrar el evento. Podría resultar incómodo admitirlo, pero #MakeAmericaGreatAgain y #BlackLivesMatter se referían a lo que Estados Unidos había prometido, y a la forma en que ese país había incumplido esas promesas.
Los disturbios en Berkeley inauguraron todo un año de protestas. Cerca de dos semanas después, estudiantes de la Universidad de Cornell protestaron contra los planes de realizar una conferencia de Michael Johns, exredactor de discursos de George H. W. Bush, calificando al evento como “un lugar seguro para la supremacía blanca”.
El 2 de marzo, estudiantes de la Universidad interrumpieron una conferencia pronunciada por el pensador conservador Charles Murray. Mientras salían de la conferencia, Murray y varios funcionarios escolares fueron “confrontados física y violentamente por un grupo de manifestantes”, declaró un vocero de Middlebury a un diario local.
Un mes después, la defensora a favor de la policía Heather MacDonald del Instituto Manhattan tenía programada una conferencia en la Universidad Claremont McKenna. Estudiantes que se manifestaban en contra “la acusaron de ‘desatender el genocidio apoyado por el Estado, cometido contra las personas de raza negra’ y dijeron que ella representaba ‘ideologías de fascismo y supremacismo blanco’”, de acuerdo con The Washington Post. La conferencia de MacDonald fue cancelada.
Una petición realizada por un estudiante de la Universidad Brown buscaba cancelar la concesión de un grado honorífico a la directora ejecutiva de PepsiCo, Indra Nooyi. Dicha petición comenzaba con la descripción de un anuncio de Pepsi que parecía ligar la marca con el movimiento Black Lives Matter. En la petición se dice también que Nooyi era “cómplice del programa racista, xenófobo, misógino y antiambientalista del gobierno actual” debido a que ella formaba parte de uno de los consejos corporativos de Trump. Nooyi recibió su grado honorario.
En otoño pasado, estudiantes de la Universidad Reed protestaron contra la “supremacía blanca” en el campus. El blanco de su indignación era un profesor de humanidades que había mostrado a sus estudiantes un viejo sketch de Saturday Night Live en el que el comediante Steve Martin interpretaba a un faraón egipcio. Se habían discutido las implicaciones raciales y culturales del fragmento, pero aun así, los manifestantes pensaban que mostrarlo en la clase había sido un acto racista.
Quizá la cobertura de todos estos sucesos fue exagerada e inflada por gruñones conservadores como Tucker Carlson de Fox News. Al mismo tiempo, las pruebas eran claras y no podían ser descalificadas como noticias falsas. Hasta los liberales se sentían preocupados.
Lo que resultaba especialmente perturbador para muchas personas era la satanización de un profesor liberal de la liberal Universidad Estatal Evergreen. El profesor Bret Weinstein se había opuesto a que los estudiantes de color convocaran a un día sin blancos en el campus. Esta purga temporal se consideraba necesaria, escribió Weinstein más tarde, porque los estudiantes “se sentían como si no fueran bienvenidos en el campus, después de la elección de 2016”. Debido a su negativa a cumplir con esa iniciativa, Weinstein fue acusado por estudiantes que lo tildaron de racista y supremacista blanco. El profesor renunció y recibió una compensación de 500,000 dólares. Sin embargo, el incidente, que llegó a los titulares de todo Estados Unidos, indicaba que la búsqueda de justicia social se había convertido en una pesadilla al estilo de “El señor de las moscas”. “Enfrentémoslo”, dice Drezner, de la Universidad Tufts. “Éramos el blanco perfecto”.
UNA NUEVA ESCUELA PARA TONTOS
Adam Carolla, comediante y activista conservador, piensa que la educación universitaria es una pérdida de tiempo criminal. Habiendo nacido en Los Ángeles, asistió a una universidad local comunitaria, donde, afirma, no aprendió prácticamente nada. Descubrió que trabajar como carpintero era mucho más instructivo. “Todo lo que necesitas saber en la vida lo encuentras si aprendes a construir una casa”, me dice.
Durante el último año, Carolla ha trabajado con el conductor de radio de derecha Dennis Prager en No Safe Spaces (Sin espacios seguros), un documental que promete presentar “advertencias, verdaderos guerreros de la justicia social, y quizás incluso algo de marcación personal”, así como exponer “las ideas realmente malas [que] han arruinado a la educación universitaria para los jóvenes y que ahora amenazan con arruinar al país creando una nación de delicados copos de nieve que se derriten cuando enfrentan alguna idea con la que no están de acuerdo”. Carolla y Prager han recaudado más de 638,500 dólares mediante la financiación colectiva.
Sin embargo, cuando hablé con Carolla, a él le preocupaban menos los espacios seguros que una pregunta más básica: ¿para qué sirve la educación universitaria? Al igual que muchas personas de izquierda, Carolla admite que las universidades, incluso aquellas que son bastante convencionales, resultan obscenamente costosas, pues las cuotas de las universidades privadas han aumentado de 9,500 dólares en 1980 a 34,740 dólares al inicio de 2018. Las universidades públicas han presentado un aumento similar. Al mismo tiempo, en un estudio realizado por PayScale entre alumnos universitarios recién graduados se llegó a una desalentadora conclusión: “Los millennials no están preparados adecuadamente para incorporarse al mercado de trabajo”. Se les paga más que nunca, pero se obtiene muy poco a cambio. Para algunas personas, las recientes protestas en los campus no hacen más que subrayar la frivolidad de una educación universitaria: ¿tiene sentido pagar 50,000 dólares al año para debatir si Los Soprano participaban en la apropiación cultural?
Carolla afirma que la innovación digital podría democratizar la educación universitaria, al permitir que los estudiantes aprendan desde sus computadoras personales. “No creo que la educación sea algo que deba tener lugar en un pedazo de tierra designado y denominado ‘Universidad’”, afirma.
Críticas como las de Carolla también se han expresado en la izquierda. Por ejemplo, está The End of College: Creating the Future of Learning and the University of Everywhere (El fin de la educación universitaria: creando el futuro del aprendizaje y la universidad de todas partes), escrito por Kevin Carey, erudito de política educativa de la Fundación New America. Como una prueba de los imperativos sesgados de la educación superior, señala a la Universidad George Washington, en el que una campaña concertada convirtió a esta antigua escuela sin residencia estudiantil en “un imán para los hijos de nuevos ricos que no contaban con las aptitudes académicas o con las conexiones familiares necesarias para ser admitidos en Stanford o Yale”. La escuela logró ascender en las clasificaciones universitarias, pero se trató de un triunfo de la mercadotecnia y no de la educación.
En otras partes, Carey escribe que los cursos en línea reemplazarán eficazmente al tipo de educación universitaria que hemos recibido desde la fundación de Cambridge hace 800 años. “La próxima generación de estudiantes no desperdiciará su adolescencia luchando por obtener un lugar en un número ínfimo de escuelas elitistas”, escribe Carey. Nótese el uso del término “elitista” en lugar de “de élite”. Conforme el prestigio de asistir a la Universidad se ha incrementado, la utilidad de obtener un grado universitario se ha reducido. Es una paradoja bastante terrible.
Tras cofundar The Stanford Review, Peter Thiel siguió adelante para ayudar a poner en marcha una empresa mucho más rentable: PayPal. Esta lo convirtió en multimillonario, lo mismo que su profética inversión en Facebook. Dos décadas en Silicon Valley también lo han convencido de que la universidad es un rito de iniciación moribundo. “Muchos graduados no pueden obtener buenos empleos; están cargados de deudas y regresan a casa a vivir con sus padres. La gente comienza a ver que algo ha salido mal”, dice. Thiel ofrece una beca de 100,000 dólares a cualquier estudiante intrépido que esté dispuesto a dejar la universidad y “construir nuevas cosas en lugar de sentarse en un aula”. A su manera, Thiel busca algunos buenos carpinteros.
LIBERALISMO Y LAXITUD
Las universidades públicas enfrentan cosas más difíciles que las privadas, ya que su suerte depende de los funcionarios elegidos. La misma elección que elevó a Trump también hizo que varios republicanos lograran victorias en contiendas por gubernaturas y legislaturas estatales, como lo han venido haciendo desde 2010. Ahora, el Partido Republicano posee 26 estados “de triple triunfo”, donde los republicanos controlan las cámaras legislativas y la mansión del gobernador. Los demócratas solo tienen siete. “Desde hace mucho tiempo, retirar fondos de la educación pública ha sido un enorme proyecto de la derecha”, señala William Deresiewicz, que criticó a la educación superior en Excellent Sheep (Una oveja excelente), su libro de 2015. Piensa que esto puede ser parte del dogma conservador de la “prudencia fiscal”, pero se trata también de “una antigua antipatía hacia las élites educadas”, especialmente aquellas cuya titularidad la pagan los contribuyentes.
A pesar del enorme lugar que ocupa la Ivy League (la liga de universidades más prestigiosas de Estados Unidos) en la imaginación popular, solo 16 por ciento de los estudiantes universitarios estadounidenses asisten a un colegio privado (los egresados de universidades de la Ivy League representan.04 por ciento del cuerpo colectivo de estudiantes de licenciatura de Estados Unidos). La gran mayoría asiste a una institución pública de algún tipo, financiada en gran parte por los estados. Algunas de ellas, como Berkeley, también pueden depender de jugosas subvenciones federales o privadas, de las donaciones de exalumnos ricos y de las colegiaturas pagadas desde otros estados (y desde fuera del país). Sin embargo, las universidades más pequeñas no tienen ese privilegio. Incluso los sistemas estatales más grandes y más prestigiosos, como los de California, Wisconsin y Carolina del Norte, podrían sufrir a manos de los legisladores republicanos. Algunos de ellos ya lo están haciendo.
La Universidad de Wisconsin-Madison es emblemática en cuanto a la compleja mezcla de admiración y resentimiento que engendra una universidad pública representativa. A principios del siglo XX, a la Universidad de Wisconsin se le relacionó con los líderes progresistas de ese estado, quienes declararon que el propósito de una educación no era hacerlo bien, sino hacer el bien. En 1905, Charles Van Hise, el presidente de la Universidad de Wisconsin, estableció lo que llegaría a conocerse como la Idea de Wisconsin: “Nunca estaré satisfecho hasta que la influencia beneficiosa de la Universidad llegue a cada familia del Estado”. Algunas personas consideraron esto como un intento demasiado ambicioso que se asemejaba mucho a los objetivos políticos progresistas. “Muchos graduados salen con ideas que son antiestadounidenses”, se quejaba Emanuel Philipp, candidato conservador para la gubernatura.
En 2010, Wisconsin eligió a Scott Walker como gobernador. Walker pretendía destruir la red de seguridad del New Deal que, durante décadas, había sido el objetivo de los hermanos multimillonarios Charles y David Koch. Comenzó con la Universidad pública, esa red de liberalismo y laxitud. Algunos de los cambios fueron puramente cosméticos, aunque importantes, como cuando buscó retirar dos frases de la declaración de misión del sistema universitario, que era el quid de la Idea de Wisconsin. En ellas se decía que la Universidad de Wisconsin había sido “diseñada para educar a las personas y mejorar la condición humana. El elemento básico para todo propósito del sistema es la búsqueda de la verdad”. También hubo acciones más sustanciales. Walker eliminó 250 millones del presupuesto escolar, lo que produjo cientos de recortes laborales y reducciones de programas. Cuando actuó para reducir la protección de los cargos para los catedráticos, uno de ellos comparó a Walker con Hitler.
Wisconsin no es más que el ejemplo más atroz de esta tendencia, en la que los gobernadores republicanos reducen el gasto de la educación superior en nombre de la prudencia fiscal. Luisiana ha disminuido su gasto en universidades estatales en 700 millones de dólares durante la pasada década; Kansas, que se convirtió en una especie de laboratorio del Dr. Frankenstein de libertarismo al estilo de Koch durante el régimen del gobernador Sam Brownback, retiró 30 millones de dólares de las universidades públicas de ese estado en 2016.
En términos generales, el Centro de Presupuesto y Prioridades de Política encontró que el gasto en educación superior se redujo 9,000 millones de dólares de 2008 a 2017. “Mientras que los estados han recortado los fondos para la educación superior, el precio de asistir a las universidades públicas ha aumentado significativamente más rápido que lo que las familias pueden pagar”, se indica en el informe.
“No creo que esto tenga que ver con la prudencia fiscal”, apunta Drezner de Tufts, que señala al deporte colegial como prueba. Muchos estados donde el gasto en educación pública se ha reducido, el deporte colegial sigue beneficiándose de la generosidad de los políticos. En 39 estados, incluidos muchos dirigidos por republicanos supuestamente despilfarradores, el empleado público mejor pagado es el entrenador de un equipo de futbol americano o de basquetbol masculino de orden colegial. Nick Saban, el entrenador de futbol americano de la Universidad de Alabama, tiene un salario de 11 millones de dólares al año. Un catedrático promedio de la misma universidad gana alrededor de la centésima parte de esa cantidad.
GORDOS, BORRACHOS Y ESTÚPIDOS
Al igual que la fábrica de acero y los impecables suburbios, el campus universitario ocupa un lugar muy querido en la imaginación estadounidense. Debido al auge de nacimientos en la época de la posguerra, esa imagen está formada en gran medida por lugares comunes de mediados del siglo pasado. En efecto, ahora hay más mujeres y minorías, así como estudiantes de ingeniería provenientes de Albania. Pero la Universidad de la fantasía colectiva es la de la película Colegio de Animales: una pandilla de tipos que son fundamentalmente buenos, pero por el momento, no son buenos para nada.
Sin embargo, como les advierte el antagonista principal de la película, el desdichado Decano Wormer, a esos desadaptados amantes de la diversión, no está bien ser gordos, borrachos y estúpidos. Y la educación universitaria estadounidense ha llegado a adoptar ese triunvirato tóxico, plagado de cargas administrativas, divorciado de las exigencias intelectuales que alguna vez propugnó. Nos hemos convertido en Bluto Blutarsky, el animal titular de la película, bebiendo whisky directo de la botella, y caminando hacia el río artificial para tomar una siesta.
Trump comprende intuitivamente que algo malo le sucede a la educación universitaria, pero ha delegado del trabajo correctivo a unos miembros del gabinete que carecen de una visión articulada de la universidad estadounidense. Podrían desmantelar el legado de Obama en relación con la educación superior, pero no está claro si pretenden crear un legado propio. “Tratar de recortar el tamaño de la educación universitaria no es un proyecto nuevo”, dice Christopher Newfield, estudioso de la educación superior de la Universidad de California en Santa Bárbara, al hablar de las intenciones de los conservadores.
Al mismo tiempo, las críticas contra la educación superior nunca habían tenido tanto arraigo entre tantas personas. “Ninguna de sus partes —me dice Newfield en lo que equivale a una confesión— funciona como debería hacerlo”.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek