FUE EL DÍA en que el mundo no se acabó, el día en que la ola de populismo que dio al mundo el brexit y a Donald Trump cambió de rumbo, el momento en que los votantes franceses eligieron el pragmatismo por encima de la protesta. Al menos ese fue el criterio del orden establecido europeo ante la victoria del centrista Emmanuel Macron en la elección presidencial francesa, realizada el 7 de mayo.
No es difícil darse cuenta de por qué la derrota de la euroescéptica y antiinmigración Marine Le Pen fue tan importante para el futuro de Occidente. Es probable que una victoria del partido ultraderechista Frente Nacional de Le Pen hubiera marcado la desintegración de la Unión Europea y el fin del gran experimento de ese continente al abrir sus fronteras. Y habría provocado una profunda crisis en el orden mundial basado en el libre comercio, la inmigración masiva y la globalización, que son precisamente las fuerzas a las que la campaña de insurrección de Le Pen culpó de las desventuras de Francia.
Macron, exministro de Economía y que era relativamente desconocido desde el punto de vista político antes de lanzar su sorpresiva campaña centrista-insurgente por la presidencia en noviembre pasado, tomó por asalto el Palacio de los Campos Elíseos mediante una votación decisiva de 66 por ciento. Y, sin embargo, a pesar del alivio palpable ante el resultado por parte de Bruselas y de oficinas de gobierno de toda Europa, el margen de Macron fue, de hecho, incómodamente pequeño. En 2002, Jean-Marie, padre de Le Pen, quien negaba el Holocausto y fundó el Frente Nacional, obtuvo menos de 18 por ciento en comparación con 82.2 por ciento del candidato del orden establecido Jacques Chirac. Una década y media después, el voto nacionalista en Francia casi se ha duplicado hasta alcanzar 33.9 por ciento. Aún existe el riesgo de que la ideología nativista y antiglobalización de Le Pen se encuentre a tan solo una crisis económica de distancia del poder.
Aun en la derrota, Le Pen ha alineado la política de Francia. Su “proyecto [consiste en] reconfigurar la democracia francesa alrededor de la cuestión de la identidad”, escribió Sylvain Crépon, sociólogo especializado en el Frente Nacional, en el diario francés Libération. “Desea que la principal división se produzca entre aquellos apegados a la identidad nacional (nacionalistas, patriotas) y aquellos que buscan destruirla (partidarios de la globalización, cosmopolitas, proeuropeos)”. En la primera ronda de la elección, todos los candidatos de los partidos políticos convencionales de Francia fueron eliminados de la contienda, dejando a los insurgentes políticos para enfrentarse en la ronda final. Si Le Pen es capaz de restaurar una “supuestamente anticuada división entre izquierda y derecha” con base en las lealtades tribales tradicionales del dinero y la clase social, entonces, argumenta Crépon, “puede presentar su partido como la única alternativa verdadera ante lo que ella describe como un sistema de ‘globalización descontrolada’”.
La apasionada denuncia de Le Pen contra la globalización y la inmigración hizo que su campaña para la presidencia de Francia resultara tan alarmante para los observadores de todo el mundo. Los sentimientos contra la globalización y contra la inmigración impulsaron la victoria de Trump en noviembre pasado y fueron factores importantes en la decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea. La mayoría de las naciones occidentales tienen un gran electorado compuesto por votantes de clase trabajadora que temen perder su empleo ante los inmigrantes y las fábricas más baratas de otros países, así como de votantes de clase media furiosos contra los rescates bancarios. Además, el extremismo violento y la crisis de refugiados han llevado a un punto crítico las guerras culturales subyacentes en Europa contra las minorías musulmanas no integradas. En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán ha amenazado con desafiar las reglas europeas y cerrar las fronteras de su país a los inmigrantes; en los Países Bajos, el antiislámico Partido por la Libertad de Geert Wilders quedó en un preocupante segundo lugar en las elecciones parlamentarias realizadas en marzo pasado.
Al igual que Trump, Le Pen hizo del miedo y del orgullo nacional elementos centrales de su campaña. Prometió emprender medidas severas contra el terrorismo y deportar a personas sospechosas de ser yihadistas y clausurar las mezquitas sospechosas de promover puntos de vista radicales. Y a pesar de que en Francia existe una tasa de criminalidad promedio según los estándares europeos, y notablemente más baja que en Estados Unidos, Le Pen prometió poner 15,000 policías más en las calles y añadir 40,000 lugares en las prisiones (Macron ha hecho promesas similares, aunque en menor escala). En marzo, la candidata también declaró al programa Newsnight de la BBC que “estoy de acuerdo con Donald Trump cuando dice que ‘la OTAN es obsoleta’, debido a que esa organización fue creada para combatir a la URSS”.
Sin embargo, fue su llamado a la grandeza histórica de Francia lo que provocó la mayor inquietud entre sus vecinos europeos. Unos días antes de la elección, plagiando un reciente discurso de su anterior oponente conservador François Fillion, citó a Georges Clemenceau, primer ministro francés de comienzos del siglo XX. “Una vez fue un soldado de Dios, y ahora es un soldado de la libertad, pero Francia siempre será un soldado del ideal”, dijo a los votantes. Le Pen prometió dar marcha atrás con las fuerzas del multiculturalismo, extender una prohibición al uso del velo islámico en público (junto con otros símbolos visibles de la fe religiosa, incluidos los solideos judíos) y disminuir la inmigración en 80 por ciento a tan solo 10,000 personas cada año. En un áspero debate con Macron, advirtió que su oponente permitiría que Francia fuera aplastada por el poder económico de Alemania y que “caería postrada” ante Berlín. “Francia será gobernada por una mujer, sea yo o la señora Merkel”, bromeó Le Pen. Esa retórica recordaba de manera preocupante una antigua y violenta Europa definida por rivalidades nacionales y no por la cooperación. “Somos los propietarios de nuestro país”, dijo a los votantes en la ciudad de Monswiller. “Debemos tener las llaves para abrir la casa de Francia, para entreabrirla, o para cerrar la puerta”.
PAREJA PODEROSA: Un elemento clave del atractivo de Macron fue que él no representaba a ningún partido tradicional, pero eso también podría obstaculizar sus esfuerzos para ganar una mayoría robusta en el parlamento. FOTO: PATRICK KOVARIK/AFP/GETTY
Le Pen también atacó el euro, calificándolo como “la moneda de los banqueros. No es la moneda del pueblo”. En contraste, Macron es un exbanquero de Rothschild y un ferviente defensor del euro “no solo como política”, sino como la base de la unidad europea. Aunque Le Pen redujo su euroescepticismo en las semanas finales de su campaña, se aferró a su promesa de organizar un referéndum sobre la permanencia de Francia en la zona del euro, y dado que es la segunda mayor economía que ha adoptado la moneda común, la salida de Francia habría significado la muerte del euro.
El problema, para Francia y para Europa, es que las fuerzas del descontento que han impulsado el desafío de Le Pen no van a desaparecer. Por el contrario, la promesa de Macron de relajar el código laboral de Francia para que resulte más fácil contratar y despedir a los trabajadores, disminuir el enorme gasto estatal que actualmente suma 57 por ciento del producto interno bruto y trabajar con los alemanes para fortalecer las instituciones de la zona del euro son factores que apuntan a futuros problemas. En una forma típicamente truculenta, los poderosos sindicatos franceses planearon protestas aun antes de conocer los resultados de la elección, en una demostración de fuerza diseñada para recordarle al ganador que los trabajadores del sector público tienen la capacidad de paralizar al país. El predecesor de Macron, el derechista Nicolas Sarkozy, intentó realizar una reforma similar hace una década, pero fue obstaculizado por una enorme oposición por parte de los trabajadores organizados. La economía de Francia se encuentra en un letargo. Una nueva crisis en la zona del euro, quizá desencadenada por los impagos de los bancos italianos, podría hacer lo mismo a la plataforma de Macron y desacreditar su eurofilia ante la vista de los votantes franceses.
La guerra contra el nacionalismo está lejos de haber terminado. Una parte clave del atractivo de Macron fue que él no representó ningún partido tradicional. Sin embargo, también es probable que su falta de una maquinaria política resulte en una seria desventaja en las elecciones parlamentarias de junio, cuando su nuevo partido, En Marche!, tenga que enfrentar a veteranos políticos enquistados. En su discurso de victoria, Macron dijo a los votantes que “los necesitaré dentro de seis semanas” para darle “una verdadera mayoría, una mayoría fuerte, una mayoría para el cambio… Europa y el mundo esperan que defendamos en todas partes el espíritu de la Ilustración que se encuentra bajo amenaza en muchos lugares distintos. Esperan que defendamos la libertad. Esperan que defendamos a los oprimidos”.
A diferencia del líder estadounidense, el presidente de Francia comparte el poder ejecutivo con el primer ministro, que es elegido de entre las filas del partido que controle la mayoría del parlamento. Si En Marche! no logra obtener esa mayoría, Macron podría encontrarse esencialmente paralizado. “Si su próximo mandato es un fracaso, podemos estar seguros de que Marine Le Pen ganará la próxima vez”, declaró la periodista Anne Sinclair al canal de televisión francés TF1.
“Me sorprende que la fuerza del Frente Nacional… siga sorprendiendo a Francia”, señala Anne Nivat, en cuyo reciente éxito editorial, The France in Which We Live (La Francia en que vivimos), explora las profundas divisiones sociales de ese país. “No se trata de un fenómeno nuevo que acaba de presentarse en estas elecciones. Sin embargo, sigue siendo un tema sobre el que existe mucha negación… Sí, hay personas que votan por el Frente Nacional. Sí, hay problemas que nadie ha sido capaz de resolver. Necesitamos que todos dejemos de estar en el proceso de negación”.
Toda la carrera política de Le Pen ha estado dedicada a “desatanizar” el partido político de su padre, distanciándose de los miembros más evidentemente racistas de su cuadrilla, entre ellos, el mismísimo Jean-Marie Le Pen. Casi tuvo éxito, pues logró llegar a grupos marginales que se mostraban reacios ante el Frente Nacional, como las personas gays, la comunidad judía y los católicos practicantes. También estuvo cerca de construir una alianza ganadora con las personas alejadas, las temerosas y aquellas que han sido dejadas atrás, y tuvo especial éxito al atraer miembros de la clase trabajadora francesa que tradicionalmente votaban por los socialistas.
Macron también ha reconocido que el viejo sistema partidista en Francia ha muerto. “El mundo cambia”, dijo ante una multitud en Toulon a principios de este año. La idea de que “una persona debe ser de izquierda o de derecha [constituye] una taxonomía acabada, como si la vida política fuera una especie congelada, una mariposa clavada en la pared”. Aún permanece la duda de si este cambio sísmico continuará favoreciendo a Macron.
En el áspero debate de abril, Le Pen acusó a Macron de ser un “banquero arrogante… mimado… frío… con una sonrisa de complicidad” complaciente con el terrorismo y con la intención de “masacrar a Francia en favor de los grandes intereses económicos”. Esta vez, los votantes rechazaron su visión distópica de una Francia sitiada. Por ahora, el centro ha prevalecido. Pero la insurgencia mundial de los desposeídos del mundo de ninguna manera ha terminado. El brexit, los refugiados y una crisis del euro que hierve a fuego lento son amenazas existenciales, no solo para la carrera política de Macron, sino también para la idea misma de una Europa unida. Le Pen y la insurgencia antiliberal mundial han sufrido un revés. Pero no han sido derrotadas.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek