(1)
Me fui a ver a la doctora. Ella vivía a unas tres cuadras de mi apartamento en Rosa de Oro 25. Yo sabía de su existencia por un anuncio a la puerta de su casa. Bueno, su casita más bien. Pequeñita. De dos plantas. Verde de tres tonos.
Ese día me dolió una muela y decidí verme con la doctora. La vivienda está en la planta alta; el consultorio, abajo.
Estuve visitándola siete días casi consecutivamente. Me trabajaba hoy la muela —dijo “amalgama”, “resina”, aclaró la diferencia entre ambas (yo no entendí nada)—, me preparaba para la próxima tanda, y así. Me aclaró que con anestesia no me dolería ni un poquito, pero tendría que cobrarme más. Está bien, le dije.
Ella parecía sollozar cuando hablaba. Es decir, su voz parecía estar tomada por sollozos, dulces, suaves.
Ella no había tenido suerte: varios novios, pero ninguno se había puesto como para casarse —expresó varias veces con frases distintas.
En la última cita le pagué lo que restaba y me quedé casi sin dinero.
Ese día del pago final, me invitó al teatro para esa misma noche. Un teatro de pequeño formato. Le dije que podría ser luego, no faltaba mucho para el cobro de la quincena en el periódico, y me replicó “si es que yo te invito dije”.
EN LA VIDA REAL EL ABDOMEN DE LA DOCTORA ES UN POCO FLÁCIDO
Resultó una obra para mi gusto bastante aburrida. Se trataba de la vida doméstica de una esposa y sus tres hijas; el esposo estaba en la guerra. De ahí no salía la acción, del día a día dentro de la casa —aparte de algunas referencias a la labor escolar de las hijas, a la escuela; referencias digo, no representaciones—. Solo los cuatro personajes, las tres hijas —que por momentos parecían la misma— y la esposa, aparte de una voz en off, la del guerrero, que relataba lo que estaba viviendo en campaña. Se suma que las expresiones estaban repletas de mexicanismos y por ello me perdí de entender mucho; por rachas como si me hablaran en ruso.
Cuando regresábamos del teatro, en taxi, se sentía mucho frío. Un frío triste, como todo frío que debe sentir un exiliado llegado de zonas cálidas. No es lo mismo el frío para un vacacionista, un visitante de paso llegado de tierras calientes, que para un exiliado, un desterrado venido de sitio semejante —este es otro frío.
Si esto fuera una novela yo podría embellecer la acción, para darle más realce a la historia, y así expresar que el abdomen de la doctora no es un poco flácido. Pero esto no es una novela, es la vida real, y en la vida real su abdomen era un poco flácido.
Y en la vida real su cuerpo todo —de estatura regular— de piel melada tenue.
JUNTÓ SU MEJILLA CON LA MÍA Y LA SUYA ESTABA CALIENTE
Como una hora después yacíamos bajo la cobija. Bocarriba. Nos habíamos contado un buen tramo de nuestras vidas. La mayor parte de mi tramo era mentira.
Me incorporé, me senté en el borde de la cama tratando de retener al menos una parte de la cobija —como estaba desnudo, el frío me aferraba con saña—, pero no fue posible. Ella había jalado para sí. Finalmente, se sentó junto a mí —ella llevaba piyama— y nos tapó a ambos como con capucha. Me besó repetidamente en la mejilla. Juntó su mejilla con la mía y la suya estaba caliente (¿lo estaría también la mía?). Se puso en pie y sus senos se ratificaron densos; se enseñaban alzados; pulsaban, pujantes, bajo la sudadera. Le dije que ya me iba.
En el consultorio yo había presenciado que la doctora escuchaba música constantemente llegada desde una grabadora y en ocasiones desde un minirradio y hasta desde su teléfono celular. A partir de ahora, comprobaría que se sabía de memoria infinidad de canciones. Pegó su cara contra mi brazo, me tomó las manos, y me dijo par de líneas de una canción del maestro Roberto Cantoral: “No quiero que te vayas / la noche está muy fría”.
(2)
Augusto mueve el rabo hasta lo infinito, continúa dándole vueltas al poste, le dedica a José Ricardo arrumacos con ladridos breves, gemidos y rozamientos tiernos en lo bajo del pantalón, pero no termina por orinar.
ME CRISPA EL DICHO DE QUE EL PERRO ES EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE
Augusto raya entre lo que llaman raza mediana y raza grande. Cuando lo vi por primera vez, le pregunté a la doctora por qué, si se consideraba el entorno de mínimos que se había construido y que tanto decía adorar, si es que deseaba tener un perro, no se buscó uno de raza chica. Me respondió que, al ir a comprarlo, fue Augusto el que más le llamó la atención, aun con su tamaño, ni sabe por qué, me aclaró. Lo peor de Augusto es que se ha acostumbrado o ella lo ha acostumbrado a dormir en el cuartito, bajo nuestra cama; se mueve en sueños, cruje.
La mayoría de las personas que tienen perros no es porque los amen, sino porque les gusta contar con subalternos.
Y me crispa el dicho de que el perro es el mejor amigo del hombre —acaso, sí, de un solo hombre, su dueño (que puede ser un canalla)—, sino que resultan como los hombres, unos construyen hospitales, otros la bomba atómica.
José Ricardo saca a Augusto temprano en la mañana los días laborables para la micción matutina, muy pocas veces yo estoy para entregárselo; casi siempre es la doctora quien se encarga. Esquivé la tarea de sacar a Augusto porque mi turno en el periódico, si no se toma la mañana, pues las noches o madrugadas o ambas y necesito dormir de mañana.
MIS PERTENECÍAS NO CABEN EN LA CASITA DE LA DOCTORA
También porque en no pocas ocasiones, le aclaré a la doctora cuando me lo propuso, debo conectar temprano en la computadora en Rosa de Oro 25, aunque haya trasnochado, a ver si tengo algún encargo del periódico; no le agregué que allí cuelo café fuerte —ella solo tiene gusto para el americano, casi agua, y me insiste en que resulta el mejor, más saludable—; y mucho menos que igual se trata de trabajar en ese tiempo, si es posible, en la obra que esté escribiendo —esto último se lo oculté porque de inmediato había comprendido que la doctora se hallaba a miles de años luz de saborear un poema, un cuento, una novela, si bien mucho le apasionaran las obras teatrales chafas, como sucede con tantas personas semejantes.
Mis pertenecías no caben en la casita. De modo que allí solo tengo mi ropa y otros géneros leves. Así, disminuyen mis ahorros —que tanto necesito para mi familia en Cuba—: sigo pagando la renta de Rosa de Oro 25, más la suma que he pactado con la doctora para la convivencia; el trato más adverso que he realizado en mi vida.
Cuando estoy pensando que José Ricardo debe estar a punto de perder la paciencia, al fin Augusto levanta una pata y lanza unos chorros contra el poste de luz. N
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Su obra más reciente es Un mariachi viejo. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.